Acordes a la entrada del bosque. Notas de diario, 1998

Iván Cabrera Cartaya

DICIEMBRE

 

MARTES, 1. —Sobre cualquier final sólo queda una luna enorme y una calle fría y estrecha que no da a ningún lugar, jeroglíficos de la lluvia.

 

 

MIÉRCOLES, 2. —Hay que luchar por la palabra del que no tiene voz y por el pan del que tiene hambre. Lavan mi cuerpo aguas de una sangre muy vieja. Estas palabras mías de cada noche se quedan siempre entre la sombra y la luz, frente a los desplegados ojos de búho de mi insomnio y un tablero de ajedrez en el que sólo ha quedado, donde sólo ha podido quedar el rey. Jaque mate. El consuelo esta noche no seduce a nadie, ni siquiera a mí.

 

 

DOMINGO, 6. —No soy carne de acera, pero cruzo calles borrachas de alcohol quizá buscando un raro o imposible vestigio de inocencia, la mía, la que tuve alguna vez.

 

*

 

«SABES el nombre que te dieron, no sabes el nombre que tienes» (Libro de las evidencias).

 

*

 

LEO la novela Todos los nombres (1997), de José Saramago, publicada el año pasado; pero me parecen mejores Ensayo sobre la ceguera (salvo las cien primeras páginas quizá), El evangelio según Jesucristo, La balsa de piedra o El año de la muerte de Ricardo Reis.

 

*

 

LAS penas fingidas tienen lágrimas cuadradas.

*

 

EL silencio está lleno de memoria porque hay lugares donde no existe el olvido, como ese bosque que está al lado de tu casa y al que fuimos aquella tarde del 29 de mayo de 1996. Hoy pienso que parecíamos más niños de lo que en realidad éramos. Hoy todavía me parece que sólo somos aquellos adolescentes con quince o dieciséis años recién cumplidos que se esconden en la bodega (como Yurena y yo) o en las habitaciones de una casa enorme —con la escalera de caracol que cantó Yeats— en el interior del bosque. Aquella casa de cristales rotos por otros visitantes que se habían divertido apedreando las ventanas antes de que nosotros pudiéramos llegar.

 

Alberto, Yurena, Eva, tú y yo. Me acuerdo de una frase que me dijiste aquel día de hace ya dos años: «No me dejes sola con ella». Nunca supe a quién te referías exactamente con esas palabras y ese «ella» temeroso, ¿a la muerte, a la tristeza, a nuestra enmendable desgracia, a nuestra cobardía? Poco después me dijiste que alguien —no recuerdo el nombre— había comprado la casa, la había cerrado y había empezado a reformarla comenzando por subir la altura de los muros. Esa persona, incluso, te había regalado una bicicleta y era amiga de tu familia. Yo entonces no pensé que había comprado una casa hermosa y aislada en el silencio húmedo y la soledad interior del bosque, sino que me había vedado para siempre la oportunidad de volver a entrar clandestinamente, sin pedir permiso, en un espacio que era físico y a la vez interior, emocional, y que de alguna forma me pertenecía porque me atormentaba y lo sentía muy intensamente: tanto con dolor como con placer. Me digo ahora pensando en ti y en tu regalo de aquel día: «Cada tarde que se apaga, cada caricia, cada inocencia, cada oportunidad aún nos espera donde nadie olvida nada». Sí, no hay olvido posible, en mí no y por eso lo escribo todos los días.

 

Sí, memoria inolvidable la tuya, inolvidable como cada una de las mañanas que llegaba a tu pueblo y estabas en mi clase aquel curso de 1995-96, y luego otros dos años de Bachillerato compartido, en los que ya cambiaste absolutamente creyendo que eras mayor de lo que en realidad eras: creías que eras una mujer completamente adulta. ¿Sabes? Yo no lo creía entonces y ahora tampoco. Cada conversación, cada sonrisa, cada mirada, cada palabra… extienden para mí un eco que no se agota con el final del tiempo en que nacieron, ¿verdad María o Vanessa o Pilar? Tres nombres, tres tús, cuál eres, eras de todas ellas. Con todos esos nombres puedo llamarte, te llamaba, hasta que un día deje o no pueda hacerlo.

 

«Cada voz que me llama, cada edad, misterio, fantasía aún nos espera donde nadie olvida nada», me digo confiando y creyendo ciegamente en cada una de mis palabras porque yo lo siento así aún. ¿Cómo se podría olvidar y de qué forma? Alguna vez soñé que, si te confesaba lo que sentía, envejeceríamos de pronto como un castigo ya dispuesto por algún dios sobre el que lo ignorábamos todo. No sé por qué soñaba esto, ¿cómo podría saberlo? En mi sueño sólo tenía la intuición de que no tendríamos más que unos segundos para abrazarnos antes de morir juntos. Sin casi tiempo para nada, volvía a decirte: «Cada sueño que vuelve, cada tarde que queda, cada piel y como niños, la vida aún nos espera donde yo nunca podría olvidar nada».

 

*

 

EL resultado de esta constante multiplicación de tiempo que es mi vida llega siempre a una única, abierta y definitiva pregunta: ¿Hasta cuándo?

 

*

 

UN invierno y una primavera: hoy he susurrado a la brisa fría de la noche silenciosa las canciones que alguna vez nos habían unido. Teníamos otra edad, pero parecidas cualidades para la rotura emocional y las escalas de la desolación. Ahora sólo poseemos un invierno que nos custodia como un señor feudal: Custodia por decreto y por miedo. Sí, tenemos un invierno que se ahogará en nuestros cuerpos como un nadador que bracea hacia el horizonte y confía demasiado en unas fuerzas insuficientes; sólo lo sabrá cuando cualquier auxilio sea imposible, inútil, insuficiente, tardío.

 

Hemos dado demasiadas cosas a este invierno que es como un huésped ingrato, malencarado, torvo, que sorbe la sopa y da portazos. Nuestra ingenuidad o nuestra inocencia no han conseguido reunir fuerzas suficientes para echarlo de la casa. Me gustaría imaginar un ideal de vida que consistiera en perseguir el verano por el mundo, yendo y viniendo de un hemisferio a otro: huyendo de un invierno que siempre acaba por echarnos sobre los hombros su gravoso guante de plomo.

 

Queriendo olvidarme de este tiempo, hoy he cruzado a pie los caminos y atajos negros de la noche para volver a aquel sendero, a los columpios, y me he sentado de nuevo para que unas impalpables manos me empujaran, me empujaran, me empujaran… Hasta convertirme en el péndulo humano del corazón del bosque. Creo que aguardo una primavera que quisiera hacer mía, nuestra; aunque también se acabe sin que nadie sepa nunca «cómo ha sido».

 

 

LUNES, 7 DE DICIEMBRE. —Cada tarde, a la salida de clase, nos contábamos el sueño que habíamos tenido la noche anterior y nos citábamos para luego, al atardecer. Perdóname, no me di cuenta o nunca entendí qué significaba todo aquello: tu presencia, tu complicidad, tus encuentros, tu voz, tus gestos conmigo al borde de la noche y las farolas que estallaban mientras recorríamos la acera. Nos despedíamos, volvíamos a casa; pero no importaba: Volveríamos a vernos al día siguiente, hasta que, de pronto, casi inesperadamente, ¿te diste cuenta tú?, dejamos de ir y ya ni siquiera importaba. Ninguno de los dos esperaba ya que el otro apareciese. Nadie volvería, así de cruel y terrible.

 

*

 

HOY estuve otra vez por allí sin quererlo ni poderlo evitar. Vagaba, como un espíritu, en la niebla densa llena de perros que ladran hacia una luz cuajada de ventanas cerradas. La luz pasa a través del bosque como un mar que inundara huertas y bancales. Pero llegamos a la noche en que la lluvia late frágil sobre el pecho, como un segundo corazón o como un nido de gorriones hambrientos.

 

*

 

AHORA sé que vagamos lentos, saciados de silencio, por caminos abiertos por nosotros mismos. Sopla una brisa débil mientras ignoramos el sentido de la marcha. Una voz dice nuestros nombres y siento que en ella quedamos atados cuando vibra en el aire como el gong de una campana preñada de abismos. Nadie puede ver ahora con qué hilos delicados cosemos hogueras y días, creencias y temores. Cuando llegamos aquí, alguien ya había roto los cristales. Siento que nada ha sido ganado aún por el tiempo. No pudimos marcharnos de esta casa la primera vez sin pensar que nada había pasado; pero una herida se abría invisible entre la espera y la ocultación. Casa azul y verde de la adolescencia que nunca se visita para el olvido.

 

*

 

COMO muros de piedra alzados ante el frío, nos mantenemos unidos por un tiempo de consuelo y de memoria. Bajo un cielo que era nuestro, desapareces de pronto y no hay indicios de tu paradero. Te busco en la hondonada silenciosa de este bosque construido catedraliciamente con piedras de niebla y noche. El corazón nocturno de los pájaros tiembla en su vigilia. Es posible sentir el tiempo en el paisaje como una rama más. Cruzo entre árboles llenos de nombres. Sólo soy, como tantas otras veces, el único invitado de la esperanza, el convidado del fuego. Sé que me busco a mí mismo en este bosque llevado por una corriente sombría.

 

*

 

¿QUÉ mano echa sal en tus heridas ahora que simplemente estás tendido sobre estas dunas mientras aún rueda el sol en el cielo?

 

*

 

LA tarde infinita gira tras las puertas entornadas del bosque en el que cada mañana me levanto. Días más cortos y noches más frías y largas; días, sin duda, de invierno. Por la noche, el viento sacude las ventanas cerradas de esta casa donde sólo puede entrar el tiempo.

 

*

 

A la orilla del ocaso, cada día, dialogo como el actor de la tragedia que estoy leyendo. Nada aquí me parece ficticio cuando hay una mano que me humilla y corta, desgarra el alba. Tarde de diciembre, tranquila, nublada, geométrica entre esquinas de ángulos muy filosos. Entre mis manos comienzan a temblar las primeras estrellas. Soy el dueño de dos cuchillos que sólo cortan pedazos gruesos de voluntad. La oscuridad va encadenando voces. De mis manos no dejan de salir presentimientos y la incertidumbre de la espera. Me siento en tregua con días llenos de rostros ciegos, beneficio de pasos sin final.

 

 

MARTES, 8 DE DICIEMBRE. —Esta noche la niebla empaña el cristal de la ventana sobre la que escribo. Pongo nombres también sobre la piel del espejo. Escribiendo me siento grande y pequeño a la vez, duro y frágil. He salido de mi cuarto para entrar en la madrugada y caminar —como un funambulista— sobre un delgado cable que impide mi caída en el fondo de la niebla. Me he caído, me he vuelto a caer. Me parece que esta mañana hemos vuelto a leer poemas juntos, en clase, mientras el profesor explicaba. Luego, nos hemos perdido otra vez en la niebla. Me he visto poniendo tu nombre sobre este cristal, a la vez que en la calle te seguía y te perdía entre nubes, escuchaba sólo tu risa dentro de la niebla, para prometerte que no voy a morir, no todavía.

 

 

MIÉRCOLES, 9 DE DICIEMBRE DE 1998. —Cada noche, bajo la luz cegadora de la luna, como en un azaroso y helado jardín. Mi cama se parece cada vez más a una tumba. Leo en silencio páginas marcadas en rojo.