Breves notas sobre Los cielos que escalamos, de Juan José Delgado

Yeray Barroso Ravelo

Fotografía cedida por María Teresa de Vega
Fotografía cedida por María Teresa de Vega

Existencia es camino para construir la esencia del yo. Así lo entienden existencialistas como Sartre, quien considera que empezar a existir supone lanzarse hacia el porvenir siendo consciente de ello. Esta idea la defiende en El existencialismo es un humanismo. Si el tiempo juega en contra de todo ser, como manifiesta el poema que abre Los cielos que escalamos, el último poemario que publicó Juan José Delgado (“El lugar que por circunstancias ocupamos es el tiempo: / de suyo es consumir la ración estricta de lo que vive”), todo el trayecto vital no sería más que ir quitándose todo lo accesorio con objeto de llegar a ese porvenir, que, sin embargo, desde su propia sustancia asume la idea que bien percibió Ángel González: “Te llaman porvenir / porque no vienes nunca”. Pero si toda existencia viene dada por la búsqueda de lo que nunca llega, cabría asumir, como Camus, el absurdo, el peso que supone ser consciente de lo que la vida es. Esto podría llevar, sin duda, a una posición pesimista. Aunque pueda parecerlo, no sucede así en la línea temática de los poemas que analizaremos. Hay una gran luz en la aparente oscuridad del tono premonitorio de quien reconoce su final.

Con la postura de quien ha asumido la necesidad de despojarse de todo lo accesorio, convive la naturaleza del ser poético que habita la ciudad sabiendo que es motor de todos los cambios humanos, pero no se termina de amoldar a la masa, sino que advierte la posibilidad de un progreso de raíz humana. Acudir a un intento de verdad de la existencia impide sumergirse del todo en la colectividad, convertirse en un paseante más sin rumbo. Pero no pertenecer del todo a esa globalidad que camina sin dirección no supone ausencia de ajetreo vital, totalmente necesario para conocer y conocerse. En Los cielos que escalamos, el yo es totalmente consciente de que ese movimiento pronto tocará su final: “Acabarás tu ajetreo de animal de superficie / doblará la campana por ti”.

 

¿Qué supondrá, sin embargo, ese final? Dejar en el suelo la máscara. Una máscara que, según Gaston Bachleard en El derecho de soñar, ayuda a afrontar el porvenir antes anunciado y es siempre más ofensiva que defensiva, es una representación de un ser desconfiado. Pero ya la voz poética no necesita nada que proteja el propio cuerpo, únicamente la esencia más pura: el corazón desnudo, el puro hueso, los adentros de la tierra. De nada sirve esa mascarada que ha sido útil para convivir con el tiempo y la ciudad:

 

 

dejarás en el suelo la máscara,

llevarás

corazón desnudo

y en puro hueso

a los adentros de la tierra.

 

Todo ha sido anunciado en futuro (acabarás, doblará, dejarás, llevarás), pero la proximidad del final parece, en cierto modo, evidente. Ninguna esperanza se atisba, pero es posible algún rayo de luz. Cuando el yo habita esos adentros de la tierra no se presenta la nada. El yo puede ver, escuchar, sentir lo que llega y se va quedando cerca con cartas en las manos. Los que están fuera, los que son todavía animales de superficie, tienen algo que decir a quien ha marchado. Y si tienen algo que decirle, el yo se convence de “que si estás hoy, / estás / para fecundar el mañana”. No es absurdo el paso por la tierra. El final de la existencia no es asumido desde la negatividad, sino todo lo contrario. El trayecto, ese irse despojando poco a poco de lo insustancial hasta dejar la máscara en el suelo e ir completamente en esencia al desenlace, ha conllevado una fecundación del mañana con el andar del intelecto y del ejemplo de todos los días pasados. El yo escucha y quiere abrirse y abrir las puertas. Nada de quedarse completamente solo. Pero no puede. La situación de finado impide regresar. Sí ha quedado el nombre y sus pasos, capaces de fecundar el futuro, de superar al propio cuerpo, como dicen los dos últimos versos de otro poema: “vencen los nombres / a los cuerpos de la ausencia”.

 

Habito en un cuarto muy cerrado.

Todas las cosas vienen y se van quedando

fuera,

con cartas en las manos extendidas

y que remiten a mi lugar de sombra.

 

Todas las líneas me avisan

que los días pasados

deben pasar,

que si estás hoy,

estás para fecundar los mañanas.

 

Me llegan a oscuras esas y otras voces.

Y yo quisiera abrirme y abrirles la puerta.

 

Pero aquí continúo, frío y enterrado.

 

 

Y si existe la posibilidad de esa fecundación, nada impide la naturalidad a la hora de asumir que todo termina. No hay grito, desesperación, reproche. Únicamente hay normalidad, aceptación de un proceso: “Tan normal como salir/ del sol y buscar la fresca/ a última hora”. Si el árbol no tiene frutos es porque todos los ha entregado, solo queda no dejar la huella, irse sin alzar demasiado la voz. Cerrar los ojos. Si el tiempo ha consumido la ración de lo que vive solo queda esperar. La vida entregará la corona. Pero, ¿qué corona? ¿La del recuerdo? ¿La del reconocimiento? ¿La del olvido? Ya no depende del yo:

 

Tan normal como salir

del sol y buscar la fresca,

a última hora,

bajo un árbol que ya no tiene frutos.

 

A su pie, la tumba.

 

Entra en ella con los pies

por delante. No dejes atrás

tu huella. Cierra

los ojos: que las cosas

sobre ti sigan pasando, y espera.

 

La vida te enviará su corona.

 

No reposa el pie de la búsqueda creativa en el terreno lúdico, excepto en la escapada momentánea, en la huida circunstancial a los paraísos artificiales, capaces de generar encrucijadas de símbolos, bosques inmensos con los que construir la experiencia poética: “Uno está sentado y fuma, pero cree que está sentado en la propia pipa, y que la pipa es la que lo está fumando a uno; es uno mismo el que exhala en forma de nubes azuladas” (Baudelarie, C: Los paraísos artificiales). Para Juan José Delgado esta búsqueda es experiencial, en cierto modo momentánea, de una noche apenas: “Esta noche acudiré en mangas de camisa al antro / de la calle menos principal. Hincaré un codo / en la esquina sucia de la barra y entraré solo en la guerra”. Con todo, no es meramente lúdica la aventura. Es, tal vez, una forma de ganar alguna partida (“Esta noche sin embargo quisiera / ganarle por fin / una partida a las escaleras”). Este camino en ascenso corresponde simbólicamente con el tiempo. El tiempo percute en el ambiente y acecha. Agota. El paraíso artificial le gana, en cierto modo, a lo cronológico, deja fuera al cuerpo de la percepción del acabarse porque lo extravía hasta cierto punto de la conciencia del crono. Porque si en algo se conjuga la poética de Juan José Delgado es en la concepción creativa como aventura para llegar al conocimiento. No hay únicamente una propuesta lúdica, una búsqueda sin más en las palabras. Es todo lo contrario, una revelación en las formas simbólicas del lenguaje. ¿Y una revelación de qué? De una verdad de vida, de un sentido y cometido de existir. Este conocimiento es profundamente introspectivo, ajeno al ruido exterior, en comunión con lo que el yo significa para expresar una cosmovisión, un planteamiento asumible por los otros. La evasión, sin embargo, como se ha anunciado, a veces es necesaria. Por un lado, los paraísos artificiales (una noche de alcohol). Por otro lado, la infancia: “Los recuerdos de la infancia se reavivan al llegar a la mitad de la vida” (G. de Nerval: Las hijas del fuego). Y es en ese espacio en el que el poeta recuerda a la madre. Cuando el camino ha pasado la mitad, cuando el final, en cierto modo se ha aceptado, la felicidad se encuentra en los pequeños detalles de la niñez: “Así eran todos los días: / primero mis ojos / levantándose, y, después, / me acuchillaba el nombre mío / en la voz muy suya de mi madre” […] / “[Como la nata / en la taza de leche que me espera] / Falta una cosa: el tacto de mi mano/ sobre el pelo de mi perro negrito / para que así me acompañe / hasta la roca dura de la escuela”.


Despertar, voz de la madre, perro, escuela. Todo ello ofrece una memoria tierna de la vida, un cuerpo ajeno a toda reflexión, a darle un significado a los pasos: el niño que la voz poética un día fue. Pero la evasión no lo es de un quejido, de un dolor profundo que se expresa. El yo es totalmente consciente de qué significa la arruga de la cara. No le es necesario leer el futuro en las líneas de la mano, le importan los pasos que ha dado, lo demás es natural. Y la naturaleza no merece una gran lucha contra ella, suyo es el tiempo y lo que el tiempo hace:

 

Ya he visto a dónde van las arrugas de la cara.

 

¿Para qué averiguar nada en las líneas

de la mano?