En memoria a Juan José Delgado: texto colectivo

Varios autores

Juan José Delgado. Imagen cedida por María Teresa de Vega
Juan José Delgado. Imagen cedida por María Teresa de Vega

 

Hemos reunido aquí algunas voces de quienes han compartido la suerte de encontrarse a Juan José Delgado iluminando el camino de la literatura y de la vida; palabras de agradecimiento, inspiración, deuda y otros tantos recuerdos e impresiones dedicados a su memoria.

 

 

 

 

JUAN JOSÉ DELGADO, ESCRITOR ATLÁNTICO 

Víctor Álamo de la Rosa

Juan José Delgado fue un humanista en el más amplio sentido de la palabra, es decir, a la antigua usanza, cuando sabíamos que un humanista es aquel que confía plenamente en la cultura como motor de salvación de la humanidad, tal y como expuso en su discurso de ingreso en la Academia Canaria de la Lengua, titulado, precisamente, “Literatura, Humanismo, Educación”. Juan José Delgado destacó como novelista, poeta, ensayista, profesor y promotor de revistas y suplementos literarios. Fue un escritor de esos que se sienten tan sinceramente recompensados con la escritura misma que siempre huía de actos o distinciones. Tímido, discreto. Su labor intelectual, crítica, es sin embargo crucial si se quiere entender el discurso de la literatura canaria contemporánea. Creía firmemente en el poder de redención de la cultura. Sabía que es imperioso rehumanizar el mundo para que el mundo sea mundo habitable y sabía que el ser humano, si no quiere pasarse la vida desnortado, necesita educación, sentido de la cultura, más humanidad. Ese era el principal legado que ofrecía y que nunca olvidaremos.

LA PIZARRA
Covadonga García Fierro

La pizarra era un enorme lienzo en blanco que casi atravesaba de punta a punta una de las aulas más amplias del campus Guajara. Éramos más de cien alumnos en clase. Ni siquiera había asientos suficientes para todos, pero todos acudíamos a la llamada. Juan José comenzaba a dibujar un esquema en el centro de la pizarra. La tinta de aquel rotulador parecía un garabato diminuto en comparación con todo el espacio inmaculado que quedaba alrededor. Pero aquel concepto central iba creciendo poco a poco, extendiéndose hacia los bordes, hasta cubrir toda la pizarra. Tras hora y media de clase, el esquema constituía un complejo engranaje de ideas, similar al que podemos encontrar en el circuito interno de un coche. Y, sin embargo, su funcionamiento era perfecto: las conexiones, los núcleos y sus bifurcaciones, los argumentos, todo. Así construía Juan José un mundo en el que siempre intervenían la literatura, la filosofía y la historia. Hablaba con voz pausada, serena. A veces rumiaba, durante varios segundos, la palabra precisa: aquella que mantuviera el rigor y la pulcritud que la explicación requería. La clase se llenaba entonces de un conocimiento brillante, desprovisto de toda arrogancia o vanidad. Nos miraba con humildad y con respeto. Nos enseñó a ser rigurosos en nuestro trabajo, a ser constantes, a no olvidar jamás la esencia holística de las humanidades. Nos animó a leer, a escribir, a opinar solo cuando hay algo útil que decir. GRACIAS.

 

Natalia Ruiz González

Recuerdo a Juan José como si lo hubiera visto ayer mismo, con sus camisas lisas de manga corta y sus pantalones de lino, su carpeta llena de notas y su botellín de agua para las clases de más de dos horas en las que de su boca brotaba pura poesía. Pura poesía que hablaba no solo de poesía pura sino de vanguardias, de tiempos de cambio; caminaba de Espronceda hasta Hernández, pasando por Machado, Juan Ramón Jiménez y tantos otros, deleitándonos con su conocimiento, con su brillantez, acompasada a un tiempo con un aire de timidez, dulzura y sencillez que hacían de él un “buen tipo” y un profesor mejor.

Me acuerdo con especial anhelo de su comentario de “Grito hacia Roma”, de García Lorca, y lo recuerdo porque despertó en mí un profundo sentimiento por ese autor, del que apenas había leído un poco de teatro durante la secundaria. “Jota, Jota”, como solíamos llamarlo quienes lo venerábamos en aquellos años, me mostró el lado más oscuro de un poeta en Nueva York, la angustia y desesperanza que yo misma sentí años después en su ciudad natal, en la que hoy vivo y respiro recordando a aquel profesor que abrió para mí puertas y ventanas de una institución en decadencia como es la universidad.

Sus clases llegaban en primavera, como pequeñas ensoñaciones, a media tarde, después del “coñazo” de Morfo II. Él, con su sonrisa a medio hacer y su voz quebrada, llenaba aquella clase inmensa, la 2.1, más inmensa hoy sin él. No éramos muchos en clase pero los que fuimos le cogimos el gusto a los versos en parte gracias a él. No conozco a un solo compañero que no sienta su muerte en lo más profundo, como si fuera un familiar o un amigo, como una pérdida irreparable para la –siempre nuestra– facultad. ¡Se nos fue el último fetasiano! ¡Cuántas generaciones de filólogos crecerán sin conocer su saber! Eso no se lo perdono.

Pero quedan su obra, sus ensayos, su recuerdo. Y de nuevo vuelvo a recitar aquellos versos:

Los maestros enseñan a los niños una luz maravillosa que viene del monte; pero lo que llega es una reunión de cloacas donde gritan las oscuras ninfas del cólera. Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas; pero debajo de las estatuas no hay amor, no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo. El amor está en las carnes desgarradas por la sed, en la choza diminuta que lucha con la inundación; el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre, en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas”.

y siento aquel ímpetu con el que nos enseñó a apreciar su ritmo, sus metáforas, a degustar la vida aun cuando no tuviera rima y no nos quedase más que un grito, un grito hacia Roma. Gracias, “Jota Jota”, por ser un verdadero maestro y toda una inspiración.



María Angélica Martín

La madrugada que partió
yo tenía sus apuntes (los únicos que encuaderné)
en mis manos,
en vela,
intentando terminar mi TFG con impaciencia,
con sus palabras y su rostro repicando en mi mente,
agradecida de que me hubiese inspirado para mi tema
y de que su manera particular de aplicar la filosofía
como instrumento para desentrañar
los símbolos de la vida
me acompañe
en cada poema
en cada novela
que escudriño.

Esa oscura noche no dormí, extenuada,
llegué al amanecer
al mismo tiempo
que ESE mensaje revelador de su muerte.


Contrariamente a mi presteza, y de puntillas,
Ella se lo había llevado…


Me derrumbé,
no podría parar de llorar,
volví a releer sus palabras,
a evocar en una sola ráfaga sus gestos
su manera de sonreír,
de beber agua como del porrón
de aquellos pequeños botellines
como los que mi hijo llevaba al colegio.



¿Cuántas veces hablaría con él?
¿Dos?, ¿tres?

Solo fue necesario escucharle,
sentir su mirada amable, honesta, comprometida..
para recordarle
para revivirle
con profundo cariño, siempre.


Nuria López Siverio

Hay noticias que atraviesan el aire, la tierra y los corazones. Se me llenaron los ojos de lágrimas y recordé los tuyos de animal nocturno, como si Cortázar hubiera escondido en ellos a su mayor cronopio.

Te recordaré siempre cercano, como cuando me llamaste por teléfono para preguntar si estaba bien; como cuando sostuviste el tiempo en una taza de café después de haber juzgado positivamente mi trabajo; como para atreverme a abandonar el usted y tratarte de con todo mi cariño y mi respeto.

Estoy convencida de que poseías un don. Esa individualidad extraña en la que los griegos reconocían el carisma. Tus clases conseguían hacerme saltar a las primeras filas, en un lugar tan próximo a la sabiduría como alejado de la erudición, y desde allí me dejaba encandilar por las palabras y los gestos con los que convertías toda actividad académica en una experiencia profundamente humana.

 

Confío en la dicha de seguir cruzándome con profesores de tu hondura, pero tal vez nunca encuentre una razón más verdadera que aquella que siempre me enseñaste para adentrarme en la literatura: “Conócete a ti misma”.

Gracias, maestro.


José A. De León

Una compañera de carrera se había enamorado platónicamente de él es una historia verídica. De su cabeza siempre en las nubes mientras caminaba mirando al piso; de sus rasgos tan marcados y tan propios; de su sostenido compromiso con lo que va más allá del desgaste cotidiano; y por sobre todo de la sencillez de sus pasos, de su vestir, de su pequeño y envejecido coche, siempre aparcado detrás de la facultad.

 

De “Jota Jota” estábamos enamorados todos los que lo tuvimos de profesor, por una razón u otra. Encontramos irresistible que nos descubriera a Miguel Hernández entre los suspiros que lanzaba para descansar el aliento y la garganta “otro buchito”, y tomaba el agua como de un porrón. A muchos fue el primero en enseñarles que teníamos que aprender a leer a Juan Ramón Jiménez con Bergson al lado, porque ni texto sin contexto, ni creación sin la historia de sus ideas se entienden con justicia tan importante era para él que valorásemos las cosas en la medida que ellas mismas nos exigen. Se tomó en serio los llamados de los alumnos que creíamos en una universidad horizontal, y organizamos charlas y lecturas y fiestas, y él vino y nos explicó por qué nuestra creación narrativa canaria había encontrado una decepción al confiar en el mercado a finales de los 70. La sorpresa y la profundidad le cabían siempre en el mismo bolsillo.

 

Luego vino su ataque al corazón, y quedamos abatidos al darnos cuenta, tan jóvenes, de que los achaques a veces te ocurren en el órgano que más has ejercitado. Otra compañera me recuerda la cara de orgullo y tristeza con que nos tuvo que decir que no a apadrinarnos en la orla de graduación.

 

Recuerdo sus primeros cuentos de Estantigua en los descansos del tercer año, la admiración de su conciencia técnica y un rubor de leerlo escritor que se sabe joven y sin espacio bajo el día; me vienen pasajes de La trama del arquitecto, donde había puesto tanto saber sobre qué es y cómo se hace la literatura; y teníamos todos dónde identificarnos mejor entre su comprensión de los caminos de la modernidad, su diagnóstico a la isla como encierro o en la necesidad de historiarnos e interpretarnos a nosotros mismos.

 

Al llegar a Boston hace cinco años me contestó un correo al que nunca hice justicia, y aquel café ya nunca lo podré tomar; uno de sus amigos me recuerda, como una ducha helada, que lo no dicho es patrimonio de nadie. Y yo aprendo que el que migra no solo piensa que en casa todo seguirá igual, sino que todo seguirá. Continuó enseñándonos hasta el último momento Juan José.

 

María Teresa de Vega

Juan José Delgado entró en nuestra casa a través de mi padre, para quien fue un apoyo inestimable. Hizo su tesis doctoral sobre Isaac, le escribió prólogos y lo comentó con prodigalidad. Fueron muy amigos, mi padre lo quería mucho y le consultaba sus dudas literarias: tenía plena confianza en su sabiduría.

En los últimos años, ya muy viejecito mi padre, venía una vez a la semana a buscarlo para ir a comer. Una muestra de su bondad, tan discreta, tan callada. Tanto, que en algunos casos podría parecer indiferencia.

Su escritura es densa, vehículo de un conocimiento desengañado del mundo, regido por un poderoso señor que lo domina a su capricho, como se narra en su novela La fiesta de los infiernos. Sin embargo, todo lo ominoso, lo esperpéntico, pasará. “Todo transcurre”, dice uno de sus versos. Y al final, él pasará a formar parte del tiempo de su Valle, ese que tiene “más fondo de tiempo que de montaña”.



BAJO NUBES NO FAVORABLES
Iván Cabrera Cartaya

Supe esta mañana que anoche había muerto el escritor y profesor Juan José Delgado (1949-2017) debido a esa enfermedad impaciente y terrible, el cáncer, que a uno le ha quitado ya a unos cuantos seres muy queridos. Ahora qué podría decir sobre Juan José que no hayan dicho ya sus amigos y otros exalumnos, personas que lo conocieron más y mejor que yo. No lo sé, supongo que sólo puedo echar mano de recuerdos, impresiones, encuentros, y quedarme siempre con ellos, retenerlos juntos a mí como una hermosa parte de mi propia vida y de mi formación. Me voy a los albores del siglo: Juan José fue profesor mío en los cursos 2000-2001 y 2001-2002 en 3º y 4º de Filología. Disfruté mucho con aquellas clases, las recuerdo muy bien: “Textos literarios españoles de los siglos XVIII al XX” y un monográfico sobre la poesía de Juan Ramón Jiménez.

 

En tardes de mucha luz, o de lluvia monótona que lo humedecía todo antes de que llegara la noche, siempre me acordaré de sus magníficas lecciones sobre la poesía neoclásica (ese garcilasismo dieciochesco), Juan Meléndez Valdés, la Poética de Luzán, Miguel Hernández y su Viento del pueblo (1937), Lorca y su Poeta en Nueva York (1930), Antonio Machado... y las tres etapas de la poesía de Jiménez, del que decía: “A mí me hubiera gustado más dar un curso sobre Lorca o Cernuda, pero Jiménez tiene la ventaja de que era muy ordenado”. Para hablar del Cántico (1928,1936, 1945, 1950) de Jorge Guillén empezaba con un chiste estupendo: dibujaba un triángulo y un círculo en la pizarra y nos preguntaba: “¿cuál les gusta más?”

 

Juan José fue un magnífico profesor y un escritor atrevido e inconforme, dueño de esa rara virtud que consistía en explicar, con su orden y precisión de siempre, también a aquellos autores que, como me confesó una vez, no le gustaban nada. Ese ejemplo moral no es poco, sino mucho, como mucha era su humildad, su sencillez, su discreción, su sabiduría, y una timidez que no se le notaba hasta que uno intimaba un poco más y hablaba con él fuera de clase. A Juan José le gustaba tanto la literatura como la filosofía, y era uno de los profesores que más y mejor hablaba de ella para que los textos se contextualizaran en el marco del pensamiento de cada momento: ante las carencias de los programas de estudios, Juan José regalaba generosamente sus ideas e impresiones sobre los grandes filósofos y los sistemas de pensamiento que gravitaron sobre este poeta o sobre aquel otro, así que además de los autores citados no era raro que hablara en sus clases de David Hume, Kant, Rousseau, Hegel, Krause, Nietzsche, etc., y quizá ése era el motivo de que le gustase tanto Antonio Machado, por ejemplo, o su apasionado interés por las ideas del grupo Fetasiano.

 

Quedan en mi memoria algunas charlas en la cafetería de Guajara sobre libros y mis malos poemas de comienzos de siglo, que tuve la desvergüenza y vanidad de enseñarle; siempre risueño, siempre afable y sereno, con esa ironía tímida que manejaba tan bien. Nos quedan sus novelas, sus cuentos, sus poemas, sus ensayos: Canto de verdugo y ajusticiados (1988), Comensales del cuervo (1989), Un espacio bajo el día (1996), La fiesta de los infiernos (2002), El libro de la intemperie (2005), La trama del arquitecto (2011)... los apuntes que aún guardo de sus clases y el ejemplo de un hombre “en el buen sentido de la palabra, bueno”, y no solo bueno sino excepcional. Descanse en paz, maestro querido.

 

Tomás Redondo Velo

Recuerdo a nuestro profesor y escritor Juan José Delgado como una persona muy entrañable, sencilla y sabia. Tuve la suerte de que me diera clase el último curso académico que impartió antes de jubilarse, la asignatura Del Modernismo a las Vanguardias de segundo del Grado en Español: Lengua y Literatura (2013-2014). Sus clases eran distinguidas por la armonía con la que desarrollaba las obras de Juan Ramón Jiménez (Platero y yo, 1914), Federico García Lorca (Poeta en Nueva York, 1940) o Miguel Hernández (Viento del pueblo, 1937). Enfatizando en la necesidad de divisar la filosofía que podía sustentar una obra para así comprenderla mejor, a raíz de esto se le podía escuchar hablar con gran conocimiento sobre los filósofos que influyeron a los escritores españoles. Juan José no solo era un profesor de poesía sino que también la creaba, era en un profesor-poeta. Un binomio que, acompañado de su humildad, hacía que uno aprendiera de forma distinta en cada sesión. Empecé a tener trato con él fuera de clase, al coincidir en eventos o charlas a las que él también iba solo y en las que hablábamos al acabar las mismas. El tiempo confirmó que se trataba de una persona amena y solidaria a la hora de participar en actividades, incluso tras su jubilación, sea para una entrevista o para una ponencia de lo que fue nuestro primer, y también inexperto, congreso “Bajo el signo de Cervantes” en octubre de 2015. No fue hasta ese año cuando me atreví a enseñarle algunos poemas de lo que después resultó ser mi primer poemario. Sus palabras, al igual que la de otros contadísimos profesores a los que les mostré mis poemas por aquella época, las escuché detenidamente. Cosas como que la escritura puede ser un puente activo para indagar en la identidad de uno mismo, transformando y renovando al propio autor. "Mira y atiende, en esas dos líneas paralelas, y con ganas" me decía. Juan José motivaba a seguir creando, a mantenerse firme en la escritura, a no temer sombrar si se tiene la capacidad para hacerlo, sin segundas ni reconocimientos. Le debo mucho. También recuerdo conversaciones en la que hablábamos del sur en el que ambos nos criamos, y en las ideas creativas a las que tenía ganas de darle forma tras jubilarse. Descansa en paz, querido Juan José.

 

J.J.
Laura Martín Cánaves

 

Huele a césped mojado cortado por él,
y hierve el agua del té en un cazo olvidado.
Su calvicie incipiente
y su sabor a humano
lo convierten en leyenda
tras dejarnos huérfanos, sedientos, de poemas y novelas.
Quisiera entre versos hacer despedida
y reírle a la vida,
por haber conocido a personas como tú.
¡Buen viaje de regreso!
Entre profesores se reirán los vinos
y cantarán las blancas barbas de un sabio
que fue y será inspiración.