Buscando respuestas

Cecilia Domínguez Luis

A Juan José Delgado, i.m.

 

«Pienso que la literatura que he podido publicar expresa mi idea del mundo. La del mundo íntimo e interior, además de la del ancho y ajeno.»

 

Estas declaraciones las hacía Juan José Delgado en el año 2002 y aparecen en el libro de retratos de Daniel Mordzinski, De palabras y de rostros.

 

A estas y otras palabras en las que habla de la literatura «como antídoto para cualquier coincidencia que se sienta envenenada», las acompaña una foto del escritor en el Camino Largo de La Laguna. Un pie sobre un banco. Apoyado sobre su rodilla, con las manos cruzadas, Juan José mira hacia un lugar indefinido. Hay cierto esbozo de sonrisa en sus labios, como si temiese sonreír del todo. Alguien, una mujer, a su espalda, se aleja, borrosa.

 

No sé si ahora, al ver que voy a escribir sobre él, sonreiría más abiertamente, pero con esa ironía tierna que siempre caracterizaba su sonrisa, como quien no se lo cree.

Rafael Arozarena decía de él que el entusiasmo literario de Juan José hacía que «cada frase suya tuviese la simplicidad y la inteligencia necesaria» para expresar lo doliente y oscuro de la vida, pero también lo bello y luminoso.

 

Nada más cierto, como también lo es que, a la dureza de alguna frase, de algún poema o algún verso, sabía contraponer una expresión llena de ternura y serenidad.

 

Pero no todo era poesía en Juan José Delgado. La mirada crítica, seria y sin concesiones, sobre el mundo y la literatura, fue una de sus facetas más relevantes, pues, como él mismo declara: «Me he asomado a los espacios de la crítica o el ensayo a sabiendas de que la cultura literaria se halla engolfada hoy en las leyes de la oferta y la demanda…Y disiento en este punto. Me rebela.» 

 

Una mirada que vierte también en sus novelas Canto de verdugo y ajusticiadosLa fiesta de los infiernos o La trama del arquitecto, novelas en las que nos ofrece una visión dura, certera e inquietante del mundo que nos ha tocado vivir. 

 

Pero me toca hablar del hombre, de la realidad humana de Juan José, y está claro que es muy difícil ser imparcial cuando mi amistad con él se remonta a tantos años y desde una circunstancia en la que ya no es posible el regreso.

 

Yo tuve la inmensa suerte de disfrutar de una amistad a prueba de tiempo y de distancia.

 

Desde que lo conocí, a finales de los años 70, junto a Rafael Arozarena e Isaac de Vega, en su tertulia del Arkaba, surgió una suerte de complicidad vital y literaria que mantuvimos siempre. Los dos procedíamos de un valle: La Orotava y el Valle de San Lorenzo, como decía él, en ese sur.

 

Un valle que, sin lugar a dudas, siempre lo acompañó y que se dejaba ver en más de un poema, en alguna frase, en algún verso, porque «En el valle, los primeros nombres se aprenden cogiéndolos de la mano». Y Juan José, también en el Valle, su Valle, cogió de la mano la literatura y ya no la soltó.

 

Pero no se conformaba con leer, investigar, escribir, ya fuese ensayo o creación, sino que, otra de sus pasiones fue la de enseñar, la de transmitir todo ese amor que sentía por la literatura y fomentarlo en aquellos que lo escuchaban, al mismo tiempo que dejaba constancia de su compromiso con la vida.

 

Y así, desde el Ateneo de La Laguna, sociedad que presidió con gran acierto durante cinco años, desde revistas como Fetasa, Cuadernos del Ateneo y, últimamente, la revista ACL de la Academia, desde su cátedra, a través de sus charlas, de sus conferencias, de sus mesas redondas, Juan José siguió apostando por la literatura, la nuestra y la de más allá de nuestras fronteras.

 

Yo, a veces, me sentía incapaz de seguirlo en su entusiasmo y le decía, medio en broma y tratando de imitar a Isaac:  «muchachito, es que tú sabes mucho…» Él sonreía, como siempre, con esa fina ironía que lo caracterizaba, y cambiaba de tema o decía: «quien sabe realmente de esto es fulanito…», y yo no me lo creía demasiado.

 

La pérdida de Rafael Arozarena y de Isaac de Vega, nos dejó un poco huérfanos. Tal vez por eso, y por un acuerdo tácito, empezamos a intercambiarnos con más frecuencia que antes todo lo que escribíamos, como si eso, en cierta manera, nos reconfortara.

 

Luego hablábamos de lo leído, sugeríamos, corregíamos, nos entusiasmábamos, y todo parecía estar de nuevo en su sitio.

 

Profesión de fe y Los cielos que escalamos fueron nuestros últimos “caballos de batalla”.

 

Juan José dijo de mí, como poeta, en la presentación de Profesión de fe que «no acepta en su poema nada que no haya pasado por su conciencia.»

 

Yo dije en la de Los cielos que escalamos, que, en Juan José, «Todo empieza con un chispazo, un sobresalto que llega de pronto, cuando no se espera…para hacer de su poesía una indagación sobre el sentido de nuestra existencia. Porque el poeta, el escritor, orteguianamente afirma que él es él, pero acompañado de sus circunstancias: habituales y cálidas unas, premonitorias y amenazantes otras, y su yo en el medio, intentando nivelarlas; sintiéndose habitante de una isla que es, a veces, él mismo y que es también otra pregunta, desde la que pretende darnos su visión de este mundo contradictorio». 

 

Una pregunta, en fin, sobre la vida, de la que, tal vez, Juan José, ya tiene la respuesta. Mientras, en el Valle, ladran los perros.