El don de la unidad

Francisco León

Para un dios diurno es el nuevo libro de Alejandro Krawietz*, título bajo el que quedan ahora reunidos cuatro poemarios y un apéndice: La mirada y las támaras, publicado en 1994, Memoria de la luz, en 2001, En la orilla del aire, en 2006, y Para un dios diurno, compuesto entre 2004 y 2014. Se cierra así, afirma el autor, la primera fase de un camino que ha se ha prolongado por espacio de algo más de veinte años.

 

En el diagrama cultural de Canarias todos, más o menos, saben que Alejandro Krawietz (Tenerife, 1970) es el director del festival internacional de cine documental MiradasDoc. Pero antes de MiradasDoc (y seguro que después), Krawietz ha sido, es y será ―siempre― escritor. Iba a decir «se ha dedicado a», pero me parece una expresión muy poco afortunada para relatar la experiencia personal de quien, sencillamente, vive y sueña en la poesía. Pocas personas, incluso pocos poetas, he conocido con una conciencia tan clara de los milagros y las pobrezas del lenguaje creativo. Su visión del modo en que conviven las palabras no es únicamente lingüística, sino totalmente alquímica. Su fe es la poesía, y el milagro de esa fe es la fundación, por la palabra, de una sobrerrealidad que ordena la realidad misma. Su pobreza, en cambio, es el lenguaje, un sonido en forma de hacha. Digo pobreza en el sentido de que el lenguaje no le alcanza, y digo alquimia en el sentido de solo así el lenguaje levanta el vuelo mágico.

Todo esto junto constituye el estilema que ha gobernado en su obra, desde luego en La mirada y las támaras, que constituye su Bildungsroman, por así decir. Es el libro fundacional de su mirada, secuencia de aprendizaje en que la experiencia del mundo, del territorio ―del litoral insular del sur de Tenerife, para ser exactos―, queda cristalizada por vez primera, con sus mitologías nacientes y personales, en el sistema de una prosa cristalina y susurrante que, por su carácter mito-simbólico, se inscribe en la estela de libros como Diarios de un sol de verano de López Torres, Altos del sol, de Melchor López o Lancelot 28º – 7º de Agustín Espinosa.

 

Que a lo largo de esta fase fundacional haya recurrido casi siempre al poema en prosa no debería confundir al lector. Krawietz conoce perfectamente los códigos del verso. De hecho, una tercera parte de esta compilación se halla escrita en metros de variada tradición. Se pretende a menudo que el poema en prosa constituye, en comparación con el poema en verso, un recurso fácil para alcanzar sui generis lo que en verso se expresaría en toda su dimensión lírica. Creencia que proviene de la confusión entre oficio y retoricismo. Creencia que proviene del rechazo a asumir y jugar al Gran Juego.

 

Las herramientas formales del poema en prosa son tan abundantes como las del poema en verso. Quizá más, pues se trata a veces de herramientas híbridas, cruzadas. Justamente por ello el poema en prosa jamás es un espacio desproblematizado, sino problemático en su esencia, ni por tanto liberado de las bridas de la técnica compositiva. El manejo simultáneo de los mecanismos de la composición en prosa lírica obliga a una mayor vigilancia formal si es que no se quiere caer en la mera prosa lírica.

 

Por mucho que haya poetas que se entreguen al poema en prosa como estrategia para eludir los rigores del verso, el gran juego, nada de simplicidad compositiva ofrecen los poemas de No amanece el cantor de Valente, las Galaxias haroldianas, los chispazos de Pierre Reverdy, el rigor desnudo de Lorand Gaspar o los cristales perfectos de Ponge o los Himnos a la noche de Novalis. Cito a posta, claro, un par de nombres y títulos que se hallan continuamente abiertos sobre el banco de trabajo de Krawietz.

 

El paso de los años lo ha conducido desde el modelo de poema en prosa de tipo reverdiano ―más tallado sobre sí mismo, más cristalino, más cuadragular, si se quiere― hasta un género que bordea los linderos del relato poético más improvisado, híbrido entre la estampa reflexiva y el ensayismo lírico. También a un tono más sombrío o hermético, más nocturno y mágico. De hecho, el punto de vista adoptado por Krawietz en la exploración del origen que tiene lugar en La mirada y las támaras jamás volverá a darse en sus siguientes libros, salvo en fugaces destellos, como en En la orilla del aire.

 

El primer libro, como dijimos arriba, es obra de iniciación. Como casi siempre en todo contexto iniciático por ejemplo en Heinrich von Ofterdingen de Novalis, el personaje que concentra todas las visiones posibles del espacio original es el niño que rememora y crea al mismo tiempo su paraíso. Los libros que vinieron a continuación dieron cuenta de una progresiva pérdida de aquel sentimiento de perfección diamantina del mundo original. Perdido el privilegio de la visión adánica, su lenguaje va sombreándose y reclamando formas de aprehensión del mundo cada vez más simbólicas.

 

En Memoria de la luz, libro escrito durante una larga estadía francesa, se dice:

 

El cuerpo y el pensamiento eran allí

una unidad completa, un árbol alto

al que trepaba intacta la palabra

de los primeros días, la serpiente

de una estación común…

 

Aquellas unidad completa y claridad iniciales de la infancia son cosa del pasado. La poesía, se ha dicho, es capaz de generar realidades o, por lo menos, ensanchar nuestra realidad inmediata. Así es a partir de Memoria de la luz: en la realidad aludida en los nuevos poemas aparecen zonas de claroscuro, puntos de fuga hacía simas microscópicas y cotidianas: el paraíso de la infancia se enfrenta también a una isla de las maldiciones.

 

A su regreso a Tenerife, en el año 2001, Krawietz escribe uno de sus libros más breves, pero también uno de los más perfectos: En la orilla del aire. En esas páginas los poemas coagulan sobre un telón de fondo que va desplegándose: el reino fantástico de la noche, la llegada del alba, el amanecer provisorio y por fin el fuego de un mediodía insular en que se buscan obsesivamente las señales del origen. Pero se trata de una secuencia sobre la que pesa, como una sombra arrebatadora, la sección final del libro, en la que se relata la agonía y muerte de un familiar.

 

Mientras aún concluía En la orilla del aire, el poeta ya se encontraba escribiendo los primeros poemas de su cuarto y, hasta hoy, último de sus libros, Para un dios diurno, que ha permanecido inédito casi tres años. En él aun se percibe la voz del niño primordial, así es, pero su temblor es el del hombre que ha cruzado el tiempo de la existencia y ha visto la muerte y el nacimiento. Un hombre cuyo rango de indagación en la turbia materia de la vida sitúa su obra entre las expresiones más altas y radicales de la poesía española actual.

 

No exagero. En 2002 se publicó la controvertida y fundamental Las ínsulas extrañas. Antología de poesía en lengua española (1950-2000), selección de Eduardo Milán, Andrés Sánchez Robayna, José Ángel Valente y Blanca Varela. Poco después, en el verano de 2003, tuvo lugar en El Escorial un curso dirigido por Andrés Sánchez Robayna que todo el mundo consideró una especie de adenda a Las ínsulas extrañas. Una ampliación y consolidación del canon que proponían Milán, Sánchez Robayna, Valente y Varela. Las actas de ese curso fueron publicadas posteriormente en un tomo que hoy se me antoja imprescindible para comprender y mapear la poesía española actual. Se tituló Poesía hispánica contemporánea y recogía, además de las opiniones de los responsables de la edición del libro, las intervenciones, poemas y reflexiones críticas de ―atentos a la nómina― Gonzalo Rojas, Jaime Siles, Carlos Belli, Américo Ferrari, Antonio Gamoneda, Jenaro Talens, Guillermo Sucre, Eugenio Montejo, Óscar Hahn, José Francisco Ruiz Casanova, Giovanni Quesep, Jaume Pont, Alberto Blanco, Esperanza Ortega, Saúl Yurkievich y Alejandro Krawietz.

 

Krawietz fue el único canario ―aparte del director del curso naturalemente― que tuvo el honor de ser invitado a ese foro y formar parte de lo que hoy se considera uno de los momentos más brillantes de los estudios recientes sobre la poesía hispánica contemporánea. No fue invitado por ser canario, creo yo, o no solo por ello, sino porque su voz en aquel momento, en que ya había dado a las prensas dos libros de poesía, recibido el Premio de poesía Pedro García Cabrera en 2001 y publicado abundantes estudios literarios y traducciones en revistas especializadas como Revista de Occidente, Cuadernos Hispanoamericanos, Quimera, La Rosa Cúbica, RevistAtlántica, la venezolana Poesía, la francesas Aires y Amadís, el Anuario de Estudios Atlánticos, Ínsula, la catalana Transversal, había conseguido dibujarse a sí misma con claridad y alcanzado una primera maduración nada común en la poesía joven de aquella hora.

 

Pero volvamos a Para un dios diurno y terminemos. En primero lugar prescindiremos de preguntarnos ahora qué cosa es o significa, para Krawietz, un dios, o los dioses: los dioses que pueblan sus poemas a partir de su segundo libro. En La mirada y las támaras, por cierto, solo aparece la palabra dios una sola vez. Pero tiene un sentido: para la tribu de niños de La mirada y las támaras el mundo es, todo en sí, una gigantesca hierofanía que no precisa ser justificada con la presencia individual ni corporal de los dioses. Solo a partir de Memoria de la luz, cuando se abandona el paraíso de la infancia, el autor siente la imperiosa necesidad de ir poblando poco a poco su mundo imaginario de dioses. Dioses, es importante indicarlo, sin nombres, sin adscripción religiosa. Suerte de politeísmo anónimo unas veces o de sentimiento panteísta del mundo, otras. En el tercer poema de Memoria de la luz dice así:

 

Tablilla para un dios

 

Qué más da si es arcilla

o piedra o flor o verbo

o carne o agua o incienso

o la larga incesante cadena de los días

o el río de las noches o la arena

o la huella de vides o serpientes

o el polvo del camino

o el limo el lodo el barro

si están ciegos mis ojos y no veo

en qué materia me haces

si están ciegos mis ojos y no veo

cuál de esta nadas soy.

 

A pesar del título, Para un dios diurno, y también por ello mismo, se trata sin duda del libro más nocturno y a la vez más celebratorio de Krawietz. Los dones de la noche ―la honda soledad estelar, por ejemplo― se equiparan, acaso por primera vez en su pensamiento poético, a los dones del día. Ambos polos caminan hacia una convergencia de contrarios: el mal y la belleza, la luz y el vacío, el dolor y el apogeo. Todo es celebrado en un lenguaje que parece haber superado sus propias medidas. Un lenguaje de unidad. De tal convergencia, en fin, surge la posibilidad de una nueva imagen para nuestro espacio insular.

 

Krawietz no es poeta de abstracciones voluntarias, ni de emociones desbocadas, ni de florituras estilísticas ni sentimentalismos. Su fraseo puede resultar sobrio, pensativo, reticente, pero solo porque la energía es concentrada por el autor en otra parte, en la forja del mejor regalo que nos puede dar un escritor: una imagen nueva y habitable de nuestro propio mundo. Algo real. Cuando leemos sus poemas, sobre todo cuando los leemos en voz alta, nos vemos enseguida caminando tranquilamente por unas islas que son, en efecto, zonas ultrasensibles del mundo. No es poco.

 

Para un dios diurno ofrece la verdadera gracia de la poesía: la creación de una mirada integral, acaso más real que la realidad misma, porque reúne lo visible y lo invisible, la alegría de luz y el abismo del fondo, lo que sabemos decir y lo que jamás conseguiremos expresar.


Nota: * Texto leído en la presentación de Para un dios diurno en Tenerife Espacio de las Artes TEA el 26 de abril de 2017.