Todo es tiempo: Los cielos que escalamos, de Juan José Delgado

Sabas Martín

Desgajados de la primigenia comunión con el universo para existir igual que un humano meteoro transeúnte y errante; condenados a la vida en la tierra (quizás como consuelo que alivie o como miel que disfraza el amargor); despojados del paraíso por una “mente trastornada” (la de un dios que crea el edén y, sin embargo, expulsa al amor), ¿qué nos vale entonces? ¿Qué nos dejan en lo hondo esos cielos que anhelamos, cuando el tributo que hay que satisfacer para volver a ser cielo es la mortalidad? ¿Qué resta de esa ontológica cisura?... Queda la consciencia de la finitud. Queda la certeza de la caducidad en la incertidumbre. Queda el saberse ser en el tiempo y que el tiempo devora lo que vive. 

Esta es la propuesta de partida sobre la que Juan José Delgado construye lo esencial de su poemario Los cielos que escalamos (Edición Ka, La Laguna, 2016). Y para constatar ese pulsión que recorre el libro, ya desde los dos primeros versos el poeta da fe del norte que lo guía: “El lugar que por circunstancias ocupamos es el tiempo:/ de suyo es consumir la ración estricta de lo que vive”. No hay duda, pues, de que el argumento poético que se nos ofrece gira en torno a la caducidad, a la finitud, a la vulnerable y perecedera naturaleza de la condición humana. Y ello es así de forma rotunda en su primera parte titulada “Un meteoro humano”, si bien, como se verá, en la segunda, “Los cielos que escalamos”, el tiempo adquiere una diferente deriva para devenir en memoria vívida frente a la fatal e ineludible mortalidad en que nos cumplimos.

 

TENSIONES DIALÉCTICAS

 

En “Un meteoro humano” (que toma su título de un verso de René Char), Juan José Delgado plantea una serie de tensiones dialécticas que van de lo pre-histórico (el hombre de las cavernas) a lo mitológico (el edén paradisíaco); de la mirada exterior (la contemplación de la naturaleza que nos rodea) a la introspección subjetiva (la reflexión íntima); de la individualidad (el yo como sujeto) a lo colectivo (el uso de la segunda persona tanto en singular como en plural). En este último aspecto, revisando el conjunto de la obra poética de Juan José Delgado, habría que apuntar que no es autor que se prodigue excesivamente en el empleo de la primera persona como protagonista de su discurso lírico. Impregnada de una profunda convicción ética, la suya es una voluntad de integración plural, reflejo de la condición de la especie. Sus circunstancias existenciales no limitan consigo mismo, sino que se abren a una reflexión que a todos incumbe. Y, en este poemario, más todavía, si cabe. Porque no solo se trata de experiencias subjetivas e intransferibles, sino que abarcan al conjunto del género humano.

 

Mediante esas contraposiciones dialécticas señaladas, la “raíz del tiempo” avanza configurando un escenario en el que la dimensión histórica del ser se imbrica con la esencia del individuo para certificar que “nada perdura en el espejo”, que solo el vacío que somos aflora cuando, en el espejo, resuenan las sombras de aquello que una vez fuimos en comunión con el universo. Y que expulsados, desterrados de la perdurabilidad, ya sin máscara que propicie lo ilusorio del vivir sin amenaza, siendo solo “animal de superficie”, la existencia desemboca en llevar “el corazón desnudo/ y en puro hueso/ a los adentros de la tierra”.

 

En el itinerario que se nos plantea en esta primera parte del libro vemos cómo lo atraviesa el pulso del dolor, la conciencia de la pérdida, la soledad que implica la “llave del amor perdida”, la nada del teatro hueco que forman las calles alrededor por las que avanzamos oscuros buscando en la madrugada al ladrón del tiempo. Un tiempo que pareciera que no atañe a la naturaleza, al paisaje que se nos describe en ocasiones y que bien pudiera percibirse como un espacio para soñar la inmortalidad. El río, los barrancos, el sol arriba, lo inmensamente azul del cielo, el agua “que milenaria destila/ su concierto”… confrontados a ellos queda un sueño: el sueño mortal de prevalecer ante un destino que es nada.

 

Cabría pensar, dada la naturaleza del contenido cardinal que se desarrolla en el poemario, que la escritura propicia una dicción trágica, fatalista, sombría… No es así. Los poemas de Juan José Delgado parecen marcados por un estoicismo que nada tienen que ver con la resignación o la sumisión. No es una querella, ni una imprecación, ni una diatriba. Es un sereno reconocerse finito que, en su expresión verbal, no rehúye la ironía o la sutileza paradójica. Únicamente en el poema “Un día en la ira de Mozart” el poeta se dirige directamente a Dios, un Dios que “desafina”, un Dios que nunca enseñó otro camino que no fueran las lágrimas. Pero se trata de una ira sin estridencias. E, incluso aquí, el yo del poeta se entrevela para hablar por persona interpuesta: Mozart, en este caso.

 

Sabiéndose “un expulsado de la escuela pía” y fuera, “aunque muy dentro”, del mundo que es su mundo, Delgado afirma: “Nada dura. Todo es tiempo”. Y ese tiempo, que es cifra y resumen de la cesación del existir, acude a su encuentro para pedirle “que lo hospede una noche más en el poema”. Ese el empeño de la palabra. Esa la propuesta que en la escritura se cumple con creces.

 

ÍNTIMOS CIELOS

 

En el verso de Gaston Bachelard que Juan José Delgado pone en el frontispicio de la segunda parte del poemario se afirma que son “muy íntimos” los cielos que escalamos. He aquí otra de esas tensiones dialécticas que vivifican, enriqueciendo su sentido, el poemario. Frente a esos cielos inaccesibles, aspiración de eternidad, de la primera parte del volumen, estos cielos de ahora son próximos y alcanzables. Y lo son porque germinan en el interior, en lo muy íntimo, y porque se consuman en la memoria que los anima. La memoria, digo: una de las máscaras del tiempo.

 

Porque de nuevo el tiempo acude aquí a la voz del poeta. “Siempre el tiempo”, dice, un tiempo “que se llena,/ más que las montañas”. Tiempo que no es extinción o término como lo era en los poemas de la primera mitad, sino que ahora se dispone como un territorio que se hace cierto y perdurable en el íntimo fluir de los recuerdos, que cobra razón y sentido encarnándose en el presente de la escritura que lo convoca. Y esa contraposición entre finitud y evocación, entre el tiempo como caducidad y el tiempo como existir en la memoria, no es la única que se nos revela.

 

Si en “Un meteoro humano” las alusiones al amor aparecían impregnadas del sentimiento de pérdida o merma, en “Los cielos que escalamos” se convierte en una suerte de celebración gozosa que se manifiesta con acentos sutilmente eróticos. Así: “Los ojos desnudan.// Tu blusa y mi voz/ pronuncian tus pechos”. Y en otro poema: “Nada desprecian los dedos. Todo es piel”… Los ecos de la pulsación amorosa se inscriben no solo en la carnalidad del deseo, sino que igualmente se extienden a la ternura de la cotidianeidad de los años compartidos: “a diario/ venían/ en el mismo beso/ las mañanas de domingo/ con pan y flores”. Asimismo, aquel edén que una “mente trastornada” levantó para guardarlo y dejarlo inhabitado, es ahora lugar en el que la desnudez de los cuerpos se encuentran definitivos, sin rastros de tristeza, en “sábanas desbocadas”. Un paraíso intacto, pues, que no es el de los cielos excluyentes. Un paraíso para los cuerpos mutuamente completándose, y, en él, frente al silencio, “todos los poros cantan gemidos”, gemidos que lo son de goce y complacencia.

 

En el diálogo subyacente que Juan José Delgado establece entre las dos partes de su poemario, del mismo modo encontramos otra contraposición en las implicaciones del paisaje. Aquel primero aparecía ajeno, extraño, donde el ser es alcanzado por la flecha implacable del suceder. Este de ahora es contemplación luminosa y constatación de vida sin ambages: “soy camino de sol/ a descubierto”. Y siente y percibe en la sangre “lo verde y la flor” de una primavera que llega “con voces de vida que abren paso por tu garganta”. Aquí la vida se muestra como exaltación de la naturaleza y, a la vez, la naturaleza se impregna de lo que vive.

 

Ese paisaje vívido en que se inserta el poeta bien puede asociarse a otro paisaje interior lleno de imágenes que sobreviven a la devastación de los calendarios. Imágenes imborrables, visiones esenciales que nos conducen a la memoria de la infancia. Con una calidez y ternura muy vallejianas, Juan José Delgado evoca los días en que le amanecía en su ventana para acudir luego hasta “la roca dura de la escuela”. Entonces, en ese tiempo colmado de presencias familiares: “Todo era enternecido, todo un agua limpia,/ todo llano y blancura// [como la nata/ en la taza de leche que me espera]”. Ese tiempo que convoca el poema es tiempo intacto, estrenándose en sí mismo. Tiempo sin asechanzas. Tiempo para desplegar la vida.

 

Una vida que en “Los cielos que escalamos” va más allá de los límites y la distancia que marcaba aquel otro cielo cósmico inalcanzable. Para sobrepasarlos, como un ciego tanteando las sombras (no en vano uno de los poemas lleva por título “Poema del ciego” y otro “Tiresias”), el poeta explora e indaga en esos “cielos muy íntimos”, que decía Bachelard. Y bucea y se sume en su adentro. Trastocadas las demarcaciones espaciales, la búsqueda rastrea y se vuelca no hacia lo alto, sino en lo más interno de sí. La meta es clara: “Un paso más,/ y alcanzaré/ el alma”.

 

UNA ESCRITURA FLUYENTE

 

En ese empeño de hondura que es, en suma, el conjunto de todo el poemario de Juan José Delgado, la palabra poética remueve sombras y silencios, y con “¡qué energía/ la boca!,/ con aguja de lengua,/ cosiendo y recosiendo, sílabas y sílabas”. El “coser y recoser sílabas” se plasma en una escritura fluyente, dotada de singulares gradaciones y matices, en donde convergen lo descriptivo y lo reflexivo, el tono asertivo y los acentos interrogantes, la sugerencia entrevelada y la rotunda confirmación. Y ello, además, mediante una versátil disposición formal que va de los poemas breves (a modo aforístico), a las estructuras poéticas tradicionales que se quiebran con ritmos imprevistos, y a los largos versículos que componen párrafos en prosa, entre otros diversos recursos.

 

La utilización de diminutivos y de locuciones arcaizantes en el uso de los posesivos para intensificar la latencia emotiva, la inclusión de vocablos insulares con variantes locales presumiblemente originadas en el Valle de San Lorenzo natal del escritor, los guiños cómplices intertextuales (San Juan de la Cruz, Lorca, Juan Ramón) incorporados como parte natural e intrínseca de algunos versos, forman parte asimismo de la variabilidad de su repertorio estilístico.

 

De estos y otros distintos elementos se vale el poeta para que su discurso lírico apele no solo a la comprensión lógica de lo expresado, sino que reclama igualmente diferentes niveles de interpretación que, desde la certeza y lo meramente sensorial, desembocan en la bruma de lo intuido o vislumbrado en la perplejidad.

 

Juan José Delgado ha escrito Los cielos que escalamos para interrogarse a sí y en sí, para descifrar la verdad del ser, la índole de su condición, la esencia del existir sobre la tierra. Esta es su respuesta: vivir a contratiempo contra el tiempo. Y estremece reconocernos en tamaño destino.