Diego Quintero: un hilo nuevo trenzado de poesía y filosofía

Diego Quintero. Introducción de Antonio jiménez Paz

De los poetas más jóvenes surgidos en Costa Rica, la escritura de Diego Quintero podría ser un buen ejemplo de cómo con un único libro publicado puede demostrarse –con riesgo estético incluido, muchísimo-- que el equilibrio poético primero, su acierto, depende antes que nada del control sobre una detonación arrasadora, que se puede aportar revulsión –de entrada consigo misma-- partiendo de una visión sesgada sobre la realidad, consciente y adrede. Estación Baudelaire, su libro, no se arredra en sus intenciones: ya desde el mismo título se nos presenta, más que como una tendencia poética, como la construcción de un mundo en el que la belleza no está solo en ella misma, también en lo que no es ella, o donde ella anda ausente por alguna razón extraña, una maldita razón, siguiendo el patrón de la simbología baudeleriana. Desde esta óptica sorprende su madurez: el libro no busca aceptación sino presencia rotunda. El poeta se presenta y a continuación desaparece. Luego viene lo de estación: entrada y salida de pasajeros. Por cierto, muy ilustres en el libro de Quintero, conectados por su parentesco de ideas o proximidad cultural --cultural de formación-- como rayos que atravesaron la necesidad de saber del poeta, ayudado por ellos para bucear más allá de la primera verdad que transmiten las cosas. Diego Quintero canta de esta manera la belleza hasta en su propio espanto, su vacío. No resulta fortuita cualquier justificación para coincidir en esta estación cómplice de escritura. Un primer libro como un festín de culturas, de riqueza verbal asombrosa y construcciones de versos corroídos ya por pasiones subcutáneas de extraña índole, pero que ante un posible naufragio Estación Baudelaire, como libro iniciático, se supera a sí mismo, lleva a buen puerto sus riesgos intencionales primeros, sus dificultades previas. Uno de los principales embates del que sale airoso el poeta es de doble pirueta mortal: el del riesgo formal, que en el fondo resulta un homenaje a la deformidad, espejo del mundo. Todo en él persigue lo mismo. El libro remite a un lector voraz detrás de su autoría, borracho incluso de literatura, un observador extraordinario del entorno y de su propia memoria. Diego Quintero, nacido en Taskent (Uzbekistán) en 1990, luego residente en Suecia hasta establecerse en Costa Rica a los doce años de edad, país de acogida en el que fue publicado su libro en 2015, sabe reunir imposibles, sueños decomisados, astros que alumbran con luz propia. Y organizar con todo ello una fiesta: erudición, extravagancia y dolor están garantizados. Un hilo delicado trenzado de literatura y filosofía los hilvana. Pensamiento y Poesía de la mano quizá sea mucho decir. O acaso sea lo que haya que decir, un libro al que no le interesa la insustancialidad como modo de vida. 

Los cuatro poemas de esta muestra pertenecen a Estación Baudelaire (Ediciones Espiral, Costa Rica, 2015), de Diego Quintero. Seleccionados por el autor, forman parte de la última de las tres secciones en que está dividido el libro, “Metaliteratura del odio” se titula, configurada por poemas aparentemente prosaicos y en contraste formal con el modo de exposición de las otras dos.

Antonio Jiménez Paz


Wittgenstein

 

El poeta camina sobre un horizonte de humo y se arroja a la oscurana esperando chocar con lo impronunciable. Este no conocer llamado límite desaparece con el pistolero hecho bala por encima de la razón. El poeta es un espectáculo indeducible de la naturaleza que se cuela por el iris del demiurgo. No hay deudas con los dioses celestiales ni los dioses de la evidencia. El punto no es quién creó el mundo o quién explicó el mundo. El punto es quién lo hizo ver como un pez koi flotando sobre la estepa. El poeta es una tautología irremediable sobre los amigos que nacieron detrás del cerro. Los que trajeron cuerpos incandescentes sobre la vista. Ciegos juntos. Ciegos siempre. Ciegos quienes desearon la palabra sin notar que era un sueño. El mundo no es un poema. Silencio.

 

 

La naturaleza total de un adiós


Despierto a una neblina de psicosis y lo metálico asciende en esta habitación minúscula. Sobre la mesa de noche: pastillas y la cicatriz de un tumor. En la ducha las gotas dividen el espectro en danzantes. Me visto con la certeza de que nadie tomará en cuenta este nadie. Camino avenidas, parques y callejones donde pasean animales literarios. Rimbaud no tiene correa, Rimbaud nunca tuvo correa. El cielo se parte en pájaros de onda larga, anaranjados sobre la puerta de la noche. Anuncian que esto ya no es sueño. Ideas trituradas por la navaja de Ockham dan contra la materia. Mi lóbulo frontal aúlla mecánico, barbitúrico e iconoclasta al sangrado de la nariz. Hago caso de Hernández y que me aconseje el mar. Travesía que podría estar planeada o bien es parte de un destino aleatorio. Me recibe una orgía de ostras y arena. La mano descubre el arma.

 

 

Un Joven Diego Quintero le propone a Pierre Menard reescribir a Borges bajo los
parámetros estéticos del absurdo

 

*Este poema fue hallado entre las notas del famoso explorador Erick Ulsson,
quien fue brutalmente asesinado en 1990. El Crimen aún no se resuelve

 

Diego Quintero pacta voraz el combate al eye lector: rescribir a Borges como un criminal de cuello blanco, blanquísimo, que hurtó la ceniza del tiempo. Ahora el francesito sorbe su café, ahora el francesito saca un papel, ahora el francesito escribe una pregunta: ¿El secreto a la biblioteca universal? ¿Un simple garabato? ¿La luna? ¿La mónada? ¿El sur? Quintero no responde porque no distingue ficción de ciudad árabe ni principado de fusil nazi. Sí, nazi —dice Quintero—, Borges era nazi; rescribamos a Borges como un nazi. Menard, tan esfinge, acepta el duelo: le pregunta al latinoamericano quién o cuál o cómo es el nazi jugador de la cábala, ajedrecista de los cuartetos, matemático de la Torá. No sé, no sé, no sé y no me importa, yo solo quiero convertir a Borges en el sueño mojado de Barthes; el espejo que refleja los muertos, mi espejo, nuestro espejo. Pierre, el loco Pierre, se ríe quijotesco del joven Diego y le contesta: yo no puedo morir, no puedo nacer, yo no existo. Usted, Quintero, tampoco.

 

 

Todas las posiciones del ojo antes de un amanecer

 


Atardece mientras camino hacia el parque. Una mano, demasiado rápida para ser humana, arrebata el helado que me costó tres cuervos y una luciérnaga. Miro la cara del ladrón: es Fogwill o alguien que se parece a Fogwill. El muy paria se está riendo como se ríe un argentino al ver a su selección ganar o a la de Inglaterra perder. Llego al maldito parque (sin helado) y me siento con un par de viejos. Dicen que saben mi nombre, pero sólo me llaman el pequeño bastardo. El primero se presenta como Hemingway. Lo observo, pero ni en mil años, un viejo como ese podría ser Hemingway. El segundo dice en una voz baja, casi imperceptible, ser Cortázar. Huyo, porque no quiero escuchar a un escritor tan mediocre. Me siento en otra banca y le pido un cigarrillo a un tipo que pasa. Saca uno de su paquete, me dice: “La arquitectura de edificaciones pequeñas es tan honorable como la de grandes monumentos”. Es Ribeyro. Yo le pregunto si esa idea nace en cierta situación mencionada en un cuento suyo. Me contesta que no. Fastidiado prefiero seguir mi camino. Alguien toca la guitarra cerca de la fuente, una tonada desenfrenada. Juan Camilo es quien toca, lleva el ritmo y da cuerpo a la música. Quiero escuchar, pero tengo que seguir. En la esquina del correo me espera Ruando Peor, está muy triste. Le pregunto por qué y me dice que así son los sueños: figurines arrojados a la basura. Trato de no deprimirme, pero sé que tiene razón. Decidimos ir a buscar a Eduardo Santos. Gritamos su nombre por donde vamos pasando, pero nadie parece haberlo visto. En un bosque lo encontramos leyendo un libro que no se acaba nunca. Ruando le pregunta de qué trata y nuestro amigo le responde que es sobre un viaje que comenzó desde la Odisea y que aún no termina. Nos reímos como si tuviéramos pulmones atómicos o como si reírnos fuera la única forma de transformarnos en escopetas que les pegan tiros a los jóvenes sin aspiración alguna. Cuando reviso el horizonte veo que amanece. Veo que amanece y despierto.