Cuatro poemas de Zumbido (2017), de Noé Lima

Noé Lima

MADRE

 

 

Cuánto daría

porque la luz fuera luz

y el asfalto

un espejo donde reflejarnos.

 

Ricardo Bórnez

 

 

Las abejas también cantan el Ave María.

Se aproximan al líquido corazón de los parques;

en esas casas vacías,

es esos jardines de humo en las catedrales,

en esos cementerios

donde el sol siempre se alimenta de lágrimas

y abrazados gritos de piedra

de cuando te buscaba.

 

Hagan lo que hagan las madres,

siempre dejan

la amargura colgada en los domingos,

la ropa interior,

la marea temblorosa de los floreros,

las camas arropadas de los velorios.

 

Las madres siempre me recuerdan a la mía.

Cantan como pez inquieto en la orilla

de ese espejo donde se beben los años.

Se santiguan,

lo hacen mientras cocinan un nuevo continente

en el viejo sartén

o simplemente te besan la frente

para broncear el polvo

que sin duda

probará tu piel camino a la escuela.

 

Las madres tienen yemas de aceituna para tocarte,

llagas de tanto dolerle una carta,

tus poros de polen en la vieja fotografía,

la palabra desintegrada en la garganta.

Las madres abren despacio las persianas

como pestañas, para abrirle paso a la luz

de tus huesos,

tus uñas de ex voto en la casa de empeño.

 

Las madres son epitafios,

barandas exiliándome al abrazo más cercano.

Son eso,

un grupo sanguíneo para besar lentamente a la muerte.

En la calle veo a mi madre y a la tuya

con su pizarra llena de tiza sobre los hombros,

la bolsa de las compras,

la cartera vacía de catástrofes, de alfabetos,

mi nombre de hilachas sobre su ropa.

 

La veo subir el autobús de axilas lluviosas,

de besos reumáticos en los asientos

con despedidas insolventes en la comisaría.

 

La veo subir apiñando las noticias en sus pupilas;

del apuñalado en la escuela,

del que siempre sonríe cada vez que dispara,

del que apenas soñaba con ser poeta,

de ese soñador

con el paisaje pintado con crayolas debajo de la piel.

 

 

CEREMONIA PRIVADA

 

El barrio es una carcajada,

una pálida fotografía del túnel escarbado recientemente,

quebrada rumiante de escamas por los anémicos rayos del sol.

 

El barrio es la ceniza descalza después de la tormenta,

lengua desatada en cada calle,

muro deletreado con cada disparo

sobre el albañil asesinado ayer al mediodía.

 

Una viuda que le era infiel con el panadero

y tres niños dicen

ha dejado.

 

El funeral es un ecuestre desfile

de máscaras glaciales.

Nadie sabe quién es el dueño de la sombra

que llora al pie de la tumba.

 

Nadie lo sabe,

para evitar el próximo balazo.

 

 

ARMADURA

 

 

Hace falta estar ciego,

tener como metidas en los ojos raspaduras de vidrio

 

Rafael Alberti

 

 

La piel es una baba temblorosa,

un ladrillo que arma muros

en este siglo de whisky y desgracias.

 

La piel respira peces gigantes en la lluvia.

Un guante blanco en el delirio

desvela el vocablo de la noche.

 

El corazón es un acróbata rumiante;

cae en picada

sobre el miedo,

ese granizo que mide parábolas en la lengua.

Hay un estruendo en la caída.

Un mes de abril nos ve de reojo,

reloj de arena verdugo en una cintura rota.

 

No puede ser sobreviviente del asco,

de romper esta carne armada de Parkinson,

de suicidas con la soga hecha lumbre en las mañanas,

de raticidas en la mesa del dormitorio

que roncan con nuestras penas.

 

 

No puede, ya lo dije,

resistir la mala gramática,

la hora pico de los lunes;

esa rabia de querer matar al inquilino del insomnio,

aprender la lección ortográfica de los ciegos.

 

La piel es un espejo con voces ahogadas.

 

 

MILITANCIAS

 

 

Llevo un libro bajo el brazo.

 

Marx es un meteorólogo abollado

en el plomizo campanario de los calendarios,

en este mar insolvente de migraciones,

de exiliados reumáticos en el discurso de la TV.

 

Lo llevo para evitar que me asalten

en la ingravidez del humo,

ese quebradizo naipe

deshoja la ciudad.

 

Con él atrapo

el nudo ideológico de los temblores,

la propiedad privada parecida a un durazno

o al culo de la primera dama en turno.

 

Lo llevo atrás del corazón

por si mis latidos meridianos abrazan la noche.

 

Lo llevo ahí para masticar mi ruina,

la cicatriz callada,

el fúnebre derrumbe de la lluvia,

ese ocaso del cementerio

que me hace preguntas.

 

La militancia es una puta alfabetizada.

La militancia es un beso cuando matas,

una robusta estatua inquilina de alguna balacera

bajo la nieve afónica,

el calor del trópico,

el ángulo de una ventana en el centro de la capital

mientras leo la vida pasar muerta frente a mis ojos.