De repente, Cabal

Miguel Pérez Alvarado

 

La aparición de la obra poética de Antidio Cabal en nuestro panorama editorial a finales del siglo pasado supone –si no quedara claro aún, lo iremos sabiendo con el paso del tiempo- un auténtico terremoto. En el año 2000 se publicaba en una de las colecciones de la Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias Campo nublo, un libro que no sólo significaba la irrupción de un poemario de fuerza inusitada, sino que obligaba a casi todos sus asombrados lectores a preguntarnos por la identidad de un autor que, inexistente para la memoria oficial de la literatura canaria y española, reclamaba de repente una súbita y exigente atención. A estas dos circunstancias (deslumbramiento de obra y desconocimiento de autor) se añadía de golpe una tercera que -si en apariencia quizás menos relevante- contribuía a aumentar la intensidad del retumbe: Campo nublo había sido escrito hacía entonces casi cincuenta años.

Antidio Cabal había nacido en Las Palmas a orillas del Guiniguada en 1925, hijo de padre asturiano y de madre lanzaroteña. Tras vivir una infancia marcada por la errancia (entre otros lugares, la familia vivió en Alicante, también en Marsella durante la Guerra de España y, posteriormente, en la Barcelona de la posguerra), Cabal regresa a su ciudad natal para, previo intento de estudiar Filosofía y Letras en Madrid y confirmada la imposibilidad de respirar en la España del momento “sin convertirse en un soldado más de Franco”, acabar huyendo a América en 1949. Aunque hasta el año 2000 fue para la mayoría de nosotros un absoluto desconocido, antes de emprender su huida en 1949 el joven Antidio no había sido ajeno a los (escasos) ámbitos culturales de la época. En Madrid se relacionó, entre otros, con Vicente Aleixandre, a quien visitaba en su reclusión hogareña. En Las Palmas, trabada amistad generacional con Manuel González Sosa, Juan Mederos o José María Millares Sall, Antidio llegó incluso a publicar, bajo los auspicios generosos de Juan Manuel Trujillo, una breve colección de poemas, Lenta madrugada, remotísimo y olvidado antecedente que no impidió a la mayoría recibir la aparición de Campo nublo con la sensación de emergencia fresca y precaria a un tiempo que se otorga a los poetas supuestamente inéditos.

 

Sin embargo, la ineditez de Antidio Cabal encerraba una trampa. En un primer momento, se corría el riesgo de concluir que estábamos ante un escritor tardío, de aquellos que tienen algo que decir, pero que necesitan madurarlo interiormente antes de ponerse a la tarea de darle forma. También se podía pensar que estábamos ante un autor que, aunque escondido para los lectores de este lado del océano, hubiera venido desarrollando una visible tarea literaria en otros contextos, especialmente en Venezuela y Costa Rica, países en los que había vivido desde los años ’50 ejerciendo lo que hoy llamaríamos un incansable activismo cultural. En ambos casos, la peculiaridad de la voz que se presentaba de golpe ante nosotros podía quedar explicada –calmándonos- por una remisión a sus contextos respectivos: en el primero de ellos, y aunque la escritura acaeciese después de una lenta maduración, siempre podía interpretarse como la reacción de un poeta maduro a los tiempos presentes, que le imponían así su sentido; en el segundo, la singularidad y extrañeza sentida ante su voz lo acababa siendo sólo para nosotros -lectores nuevos y descontextualizados-, pero no debía ser tanta para aquellos primeros destinatarios de la misma.

 

Pero la ineditez de Antidio Cabal, para desquicie de ambas explicaciones, ha sido siempre de otro tipo, pues lo que se anunciaba con la aparición de Campo nublo (y se ha venido confirmando a cada nuevo título suyo rescatado gracias al trabajo infatigable de Jiménez Paz, incluyendo ahora Atmósfera seguido de Parasangas) era la existencia de un escritor que no sólo nunca había dejado de escribir –haciéndolo, además, en frenética abundancia-, sino que no había tenido necesidad de dar a conocer públicamente sus versos -más allá de experiencias puntuales-, ni de explicarse o justificarse a sí mismo por los referentes y diálogos que marcaron la actualidad del contexto literario del momento en que lo hacía. Y a pesar de ello -y en este quicio se encuentra la clave del gesto antidiano-, dejaba de golpe aparecer su voz ante nosotros, obligándonos a vivirla al mismo tiempo en su novedad pero también en su desfase.

 

Giorgio Agamben, en su ensayo ¿Qué es lo contemporáneo?, breve texto incluido en su libro Desnudez, aborda cuestiones que, frente esta aparente paradoja (simultaneidad de novedad y desfase), podrían ayudarnos a entender la trascendencia que la escritura antidiana puede alcanzar para nosotros hoy. Para el filósofo italiano, y contra las apariencias, la experiencia de lo contemporáneo requiere no de un ajuste perfecto al tiempo presente, sino que sólo se hace posible insertando en lo que se nos presenta como actual la vivencia de “una desconexión o un desfase”. Siguiendo a Agamben, ese desfase, esa –en términos nietzscheanos- intempestividad, no supondría mecanismo evasivo alguno (como si meramente consistiera en la negación de las evidencias del presente), sino, al contrario, sería una forma de vivir el tiempo comprometiendo en ella no sólo la percepción de las luces de la época, sino también la de la oscuridad que irremediablemente la constituye. Oscuridad que no consiste simplemente en la privación de luz, sino que también reclama una visibilidad que exige ser mirada, pues “contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de su tiempo como algo que le incumbe y no cesa de interpelarlo, algo que, más que cualquier luz, se dirige directa y singularmente a él”.

 

Entre otras consecuencias, esta noción de contemporáneo permite, según Agamben, abordar la conexión entre pasado y presente de una manera no lineal (que es, por otro lado, como el poder y las instituciones –también las instituciones culturales- tratan de presentarse ante nosotros como venidas inevitable y luminosamente del pasado), y admitir la posibilidad de vivir el tiempo cronológico deteniéndolo para ponerlo en conexión con otras herencias del pasado: desfasar la tiranía de la actualidad (que incluye siempre un discurso implícito acerca del pasado) para dotarnos de un nuevo origen. El contemporáneo, de esta manera, puede reabrir una lectura de su tiempo colocándolo de forma inédita junto a otros tiempos.

 

Desde esta óptica podemos explicar mejor las consecuencias del terremoto que supone la aparición de la obra de Antidio Cabal ante nosotros, marcada por su reclamo de contemporaneidad. La primera de ellas es quizás la más evidente, aunque en mi opinión también la más irrelevante. Sería aquella que nos aconseja considerar que, aunque sea con un desfase de décadas, la aparición de la obra de Antidio dinamita los criterios y periodizaciones con que se sigue tratando de estudiar la literatura en español del siglo XX, al menos de este lado del océano. Si alguien como Antidio Cabal escribía así en aquellos años, ¿cómo es posible encajarlo en los esquemas interpretativos y las disyuntivas generacionales que se suelen predicar de los autores canarios y peninsulares del mediosiglo? Pero, siendo cierto que la aparición de la poesía antidiana tiene por efecto afectar a nuestra valoración de la poesía de sus coetáneos (Jorge Rodríguez Padrón lo ha hecho de forma espléndida en su ensayo Antidio Cabal, el ausente), ¿acaso no es sabido ya que el modelo generacional, que la periodización académica apenas dice nada –si no encubre, incluso- acerca de aquello que pone en juego el núcleo creativo de la escritura? ¿No es en el fondo este esquema interpretativo un ejemplo de mirada sobre las luces de una época que hace imposible captar la visibilidad de su oscuridad? ¿Para qué habríamos de gastar entonces esfuerzos reajustando los cánones acomodando en ellos a Antidio Cabal cuando intuimos que ello supone la anulación de la potencia del gesto antidiano mismo?

 

La segunda consecuencia, y ésta ya tiene un peso significativo, tiene que ver con el impacto que la contemporaneidad de una poesía como ésta tiene sobre cualquier noción de tradición que se articule sobre la linealidad sucesiva de las producciones culturales, se apoye ésta en una evolución acumulativa o progresiva de la Historia o en la pervivencia esencialista de una inmutabilidad corroborada a pesar del paso del tiempo. Este tipo de enfoques corre el riesgo de ignorar que la experiencia de la escritura (y la lectura) sucede siempre no a partir de un principio y con una finalidad (aunque se suela predeterminar ésta a posteriori), sino originariamente en medio. Lo propio de un principio es el de servir -ficticia o fácticamente- como punto de apoyo para explicar la sucesión temporal que le “porviene”, descartando aquello que queda fuera de su propia lógica sucesiva. Lo propio de un origen, casi al contrario, es aportar de golpe el suficiente entramado de relaciones entre puntos para hacer posible la suspensión del tiempo y recuperar del pasado no sólo aquello arrastrado en la herencia secuencial, sino, sobre todo, darnos en posible herencia aquello pendiente de vivir. Por eso el rasgo originario vive siempre -en el presente- el pasado como proyecto futuro.

 

Esta contraposición entre ideas distintas del tiempo puede observarse implícitamente en algunos de los poemas de Atmósfera, recientemente editado por la Fundación Canaria Tamaimos. Como por ejemplo contrastando los poemas breves Preocupación, en donde se proclama “No sé cómo apartarme de lo que seré”, frente a Introducción al presente donde Cabal escribe “El porvenir nos llenará de pasado.” Pero es en el poema Grietas, donde aparece expresado de manera más sugerente: “Mis ideas provienen de grietas, pero / no de grietas por causas previas a las grietas, // se trata de grietas agrietadas por grietas, / son grietas humanas auténticas, / grietas originadas por el origen.”

 

Desde esta perspectiva, Antidio nos ofrece una nueva oportunidad para repensar y abrir el propio concepto de tradición insular, pues resulta evidente que su poesía no tiene encaje claro dentro de un enfoque de la tradición canaria circunscrito a la pervivencia de ciertos contenidos o temas más o menos esenciales, o a la continuidad en el tiempo de un proceso de autorreferencialidad. Es el modo de mirar originario el que otorga su carácter a la escritura antidiana, y es en la reiteración del levantamiento de este tipo de mirada, y no tanto en sus contenidos, en donde la misma coloca el reto de pensar los motores que dan configuración (y contemporaneidad) a la tradición insular: aquellos que resultan de tomar la herencia cultural recibida y ponerla en oblicuo (abriéndola) con un leve gesto, un gesto casi siempre, además, vivencial, corporal, no sancionado desde el discurso teórico o abstracto. La mirada oblicua de Cairasco de Figueroa, Tomás Morales, Alonso Quesada o Agustín Espinosa. De Antidio Cabal.

 

Pero en tercer lugar, y esta es la principal tarea que se nos abre a partir de ahora, el reclamo de contemporaneidad de Antidio Cabal nos interpela para que pensemos cuál es la oscuridad que su poesía trae ante nosotros. Si la poesía antidiana irrumpe reclamando su vigencia no a pesar del desfase con que llega, sino precisamente porque con él quiebra la superficialidad en la que vivimos la actualidad de nuestro tiempo, debemos leer su obra tratando de respetar esa exigencia, y hacerlo especialmente contra la fácil tentación que supone interpretar que la fuerza de su escritura viene dada porque algunos de sus rasgos han pasado a ser moneda común en el contexto literario actual (lo fragmentario, el carácter indiscernible entre el verso y la prosa, el sentido antiabsolutizante de la ironía…). Casi al contrario, si la potencia de la poesía antidiana, insisto, no está en su actualidad, en sus luces, en su coincidencia con el tiempo presente, sino en su contemporaneidad, en aquello oscuro que pide ser mirado, debemos tratar de indagar en la clase de visibilidad que se abre cuando recibimos, en palabras de Agamben, “en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo”.

 

Se trata, por supuesto, de una tarea inacabable, pero en todo caso no querría concluir sin esbozar al menos dos de los rasgos que creo más importantes. El primero de ellos es la explicitud con la que Cabal vincula (y hace indistinguibles) el futuro de la poesía y el futuro de la filosofía; entiéndase el futuro de su necesidad vital, no su mera pervivencia como disciplinas o técnicas de conocimiento. Y que en Cabal se nos muestra, entre otros, con la forma de un peculiar regreso (con la reapertura de un origen) al pensamiento griego, aquel que inauguró sus hallazgos a partir de la conciencia -común a la poesía y la filosofía- de que sus logros (y sus riesgos) penden siempre del lenguaje y que, por ello, su alcance y su medida (su parasanga) debe valorarse en el terreno de juego de una visión antropológica de la libertad. A estas alturas, resulta obvio insistir en que el regreso de Antidio a la fuente griega no se hace como ejercicio de huida, situando en su escritura aquel pasado, como si se pudiese recuperar intacto; el gesto contemporáneo de la poesía antidiana consiste en realizar esa recuperación cargándola al mismo tiempo con la memoria posterior a aquel periodo naciente de la filosofía, especialmente aquella surgida de los vaivenes estéticos y políticos del siglo XX. Por eso, la indistinción entre poesía y filosofía cifra en el ejercicio del lenguaje el espacio primordial de nuestra libertad, pero no lo hace desde la confianza en la fijación de la palabra sino asumiendo la inevitabilidad gozosa con que habitamos y somos la fluidez de las palabras.

 

Sobra decir que en un contexto político, social y cultural como el que vivimos en la actualidad, un contexto que aboca al lenguaje a convertirse en instrumento del cierre categorial con que se interpreta el mundo (la palabra como vehículo de expresión de una identidad totalizante) o a convertirse en redundancia palabrera de consumo (la palabra como eco de la nada), la polisémica, irreverente, fluida, corporal, contradicente y apasionada gramática de Antidio Cabal se nos ofrece como un necesario ejercicio de vitalidad libertaria.

 

El segundo de los rasgos tiene que ver con la evidencia con que la poesía antidiana pone de manifiesto la irreductibilidad de la creación a sistema productivo alguno, y ello a través de un redoblamiento de la tensión ambivalente que existe entre escritura y obra. Para ello quizás convenga recordar que la creación literaria fundamenta su capacidad vivificadora proyectándose en el tiempo en dos dimensiones. En la primera de ellas, la que toma lugar en la experiencia de la lectura, la creación puede ser concebida como el efecto de energía que queda depositado en una obra (poema o libro), dispuesta en ella para su liberación a través de la interpretación (en sentido amplio) futura. La obra, que se presenta ante nosotros bajo la apariencia cerrada que acompaña a todo objeto producido materialmente -en el pasado-, es permanentemente reabierta en el ejercicio de cada lectura, por lo que a mayor capacidad o potencia de interpretaciones, mayor vida hacia el futuro proyecta su pasado. En la segunda de las dimensiones, encauzada a través de la experiencia de la propia escritura, cada palabra nueva aparecida en impulsos creativos sucesivos (incluidos, por ejemplo, poemas y libros posteriores), tiene el potencial de afectar al sentido de aquellas palabras que le anteceden. La escritura, en la continuidad de su propio impulso, impide dar por cerrados los objetos de su propia creación.

 

En el contexto actual, especialmente afectado por la irrupción de los mecanismos de reproducción económica sobre la cultura, asistimos a una tendencia hipertrofiada a reducir la creación literaria focalizando la atención sólo en aquella dimensión productiva que tienen que ver con la determinación y existencia de obras (y, por lo tanto, a modo de correlato, de autores con intenciones y capacidades productivas determinables), desoyendo aquellos otros que -casi a la inversa- permiten concebir la cultura como una agitación permanente de energías que impiden que, bajo la apariencia de una terminación material, acontezca el cierre de sentido del mundo que habitamos.

  

Pero es precisamente esta encrucijada que impide convertir la creación en mera obra (correlato de la tensión que impide convertir la vida en mero tiempo cronológico o la libertad en mera disponibilidad para consumir) la que la poesía de Antidio Cabal coloca de nuevo ante nosotros. Tanto en la dimensión plural e inabarcable de lecturas que nos abre su poesía, como en la actitud incontenible, comprometida, cornucópica y frenética con que se entregó a la escritura. En relación con esto último, gracias a esta perspectiva podemos entender mejor que Antidio quisiera -una vez que, transcurrido medio siglo, decidiera dar a la prensa sus poemas- contar con la publicación de todos sus libros inéditos (en torno a la treintena de la que han visto la luz por ahora apenas la mitad), y que dispusiera la mención al periodo cronológico en que fueron escritos: asumido el destino material de la publicación de sus poemas, la voluntad de entrega al lector de la masa sucesiva de sus palabras se nos aparece como un intento más de evitar que su poesía devinieran mera obra para intentar entregarse ante nosotros como escritura misma. Se entiende así, por último, que en una entrevista concedida a Jiménez Paz, Antidio Cabal, preguntado por la enigmática disposición a la ineditez que mantuvo durante casi cincuenta años de su vida, declarara que “escribir y no publicar lo necesitaba, me bastaba la exudación: necesidad cumplida. No presumo de ello: simplemente me ocurría. Si me hubiera muerto, yo habría quedado cumplido. De todas maneras, la poesía no ha pasado de ser en mí -en alta medida- un sentido más, y publicarla, dejarme fotografiar… Ahora estoy en pose”. Mirar de frente la tensión que acaece entre la exudación y la pose debe ser para nosotros, hoy, la oportunidad de hacer visible la oscuridad en que Antidio Cabal sigue haciéndose contemporáneo nuestro. 

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