El gimnosofista

Ramiro Rosón

Una calurosa noche de luna llena, mientras dormía en el palacio del rey Poros, Alejandro Magno abandonó su estancia y salió a los jardines que rodeaban la corte. Tras su victoria en la dura batalla del Hidaspes, el macedonio había convertido a este rey de la India en vasallo de su imperio, admirado por su valía como adversario en la guerra. Los guardias que velaban a las puertas del palacio le advirtieron de que andar solo de noche resultaba peligroso: podía esconderse un tigre en los matorrales o un áspid entre la hierba. Pero Alejandro no se tomó en serio sus advertencias: mal podía temer a los tigres o a los áspides un hombre que había vencido a las grandes legiones del rey Darío en Issos, acometiendo a los persas con su caballo Bucéfalo; que había dirigido el asalto a la roca Sogdiana, en el que sus tropas habían subido un enorme peñasco para tomar una fortaleza en su cumbre; que pocos días atrás había obligado a huir en desbandada a los elefantes de Poros. En todas sus expediciones asiáticas había conservado siempre una irreductible fe en su destino, la confianza en que, pese a todas las dificultades, lograría formar el imperio que había concebido en su mente desde su juventud, un imperio ante cuya grandeza el asirio, el persa y el egipcio palidecerían como vanos fantasmas del pasado. El aroma de los cedros se fundía con el de las azaleas de aquella región montañosa, que se enredaban en los troncos de los viejos árboles con sus flores rosadas. Las hojas de los plátanos susurraban con la brisa de la noche. El canto de algún ruiseñor solitario se escuchaba desde el fondo del valle.

 

Alejandro caminó un trecho hasta acercarse de nuevo a las orillas del Hidaspes. Las aguas del río desfilaban con majestuosa mansedumbre en el claro de luna, como un ejército de culebras de luz que fulguraban con la misma blancura del rayo. Todavía quedaban algunos restos de la batalla: de vez en cuando, entre la hierba relucía un casco, una espada o una lanza rota que alguien había dejado caer en algún momento del combate. A la memoria de Alejandro vinieron las maniobras preliminares, el rápido ataque de las falanges macedonias, el brío de las feroces huestes de Poros, que no se rindieron hasta el final. Había vencido, una vez más, contra los malos augurios, contra las opiniones de aquellos que lo tachaban de megalómano o demente. A poca distancia de aquel tramo de la orilla, Alejandro divisó un hombre sentado sobre una roca. De piel morena oscura, como las gentes de los valles del Indo, tenía el cabello gris y una larga barba de la misma tonalidad, que llegaba casi hasta su vientre. Libre de toda ropa, incluso de calzones, sólo cubría su piel de ceniza blanca. Parecía inmerso en una calma infinita mientras miraba las aguas del río fijamente. El macedonio se preguntó qué hacía aquel hombre en un paraje solitario a tales horas de la noche, sin darse cuenta de que en primer lugar debería dirigirse aquella pregunta a sí mismo. Sintió el impulso de acercarse a hablar con él, pero recordó que apenas conocía algunas palabras de sánscrito, de modo que la comunicación resultaría difícil o imposible. Finalmente la curiosidad pudo más que la barrera del idioma y se dirigió hacia la roca donde el hombre meditaba.

 

¿Quién eres? –preguntó Alejandro.

No importa quién soy. Sólo busco la sabiduría –le respondió el anciano en griego–.

¿Cómo sabes mi lengua? –le inquirió el macedonio.

Unos filósofos de Grecia vinieron hace muchos años a la India. Me pidieron que les enseñara la doctrina de los Vedas, la que recoge la sabiduría de los dioses. A cambio me enseñaron a hablar en su lengua. Pasados unos años, la mayoría emprendió el viaje de vuelta a su país, pero algunos decidieron quedarse con nosotros, fascinados con las enseñanzas de nuestros sabios.

¿Eres uno de esos hombres que en mi país se llaman gimnosofistas?

Sí, los griegos me llamaban gimnosofista. Confieso que ese nombre me parecía de lo más extravagante. Pero aquí, en los valles del Indo, se dice sadhu, que en sánscrito significa bueno.

Me gustaría aprender tu lengua. Pero no he tenido tiempo hasta ahora.

Aunque no lo sepas, extranjero, tu lengua proviene de la mía. Hace varios siglos, cuando tus ancestros apenas araban la tierra, los sacerdotes de mi pueblo ya escribían sus libros sagrados. Piensa que no has venido a un país de bárbaros ni de salvajes, sino a una de las naciones más antiguas del mundo. Aprende, escucha, respeta: hasta la piedra más humilde te dará lecciones de sabiduría.

¿No sabes con quién estás hablando? Soy el soberano de un imperio que va desde Macedonia hasta los valles del Indo –le preguntó Alejandro.

La fama de Alejandro ha llegado hasta los confines del mundo. Pero, ¿qué debería importarme ahora que seas Alejandro? El sabio sólo se arrodilla ante la verdad. Si consideras mis palabras una ofensa, toma tu espada y dame muerte ahora mismo. No busco la muerte, pero tampoco siento ningún apego por la vida. Si tu espada me atraviesa el corazón, mi espíritu dejará este mundo para subir al nirvana o seguirá su camino en el círculo de las reencarnaciones, pero jamás se consumirá del todo. Puedes hacerlo sin el más ligero remordimiento. Ninguna muerte, Alejandro, es definitiva. Morir sólo consiste en cambiar de forma.

 

Aquella respuesta dejó asombrado a un hombre tan difícil de impresionar como Alejandro. Se había quedado sin argumentos para rebatirle. Pese a su natural arrojado, que bordeaba con frecuencia la temeridad, el macedonio había sentido en más de una ocasión el miedo a la muerte. Cuando miraba hacia la otra orilla del Hidaspes le parecía como si aún estuviera en la batalla, arremetiendo con su caballo Bucéfalo contra los elefantes de Poros, una terrible guarnición de doscientos paquidermos, de los que temió que lo llevaran a las sombras del Hades con su feroz acometida. Pero ahora se hallaba frente a un hombre que no se apegaba a la vida ni temía la muerte, que consideraba el placer y el sufrimiento con la misma serenidad e indiferencia. Para su mente de griego, acostumbrada a pensar en dicotomías, aquella disposición del ánimo resultaba de lo más desconcertante. Después de algunos segundos de silencio, el macedonio reanudó la conversación.

 

Si no aprecias la vida ni deseas la muerte, si no esperas ni temes a nada, ¿por qué no saliste a luchar en el ejército de Poros? Al menos podrías haber alcanzado una muerte gloriosa defendiendo tu reino.

Pretendes que una muerte justifique toda una vida. Pero la vida, Alejandro, no necesita de ninguna justificación. En verdad te digo que no merece la pena luchar por ningún reino. Ahora has vencido a Poros y tienes en tus manos el imperio más grande conocido, pero cuando te llegue la muerte, dentro de no mucho tiempo, ese gran imperio se desgarrará en varios jirones, como una túnica vieja. Por suerte no vivirás para verlo, pues si lo vieras tu disgusto sería tan doloroso que te empujaría al suicidio. Otros imperios recogerán tu legado, inspirándose en tu ambición de reinar hasta los confines del mundo, pero están condenados al mismo destino. Y así sucederá hasta el fin del universo. Nada permanece, Alejandro, salvo el incesante cambio de todas las cosas.

Al menos quedará un mausoleo para recordarme, una estela funeraria que registre los hechos principales de mi vida, para las generaciones futuras.

Ni siquiera eso quedará, Alejandro. Serás enterrado con honores, en el funeral más solemne que los siglos hayan visto, pero vendrán otros pueblos, con sus caballos y sus espadas, y destruirán tu mausoleo hasta reducirlo a polvo. Nadie sabrá dónde yacen tus huesos. Unos irán a buscarlos en Egipto, otros en Babilonia, otros en Grecia, aunque ninguno dará con ellos. Pero mis augurios no deben causarte ninguna aflicción. Se trata del destino común a todos los hombres. Cuando yo muera, los brahmanes arrojarán mi cuerpo a las llamas de una pira y esparcirán las cenizas sobre las aguas de este río. Mi cuerpo y el agua serán lo mismo, en el retorno infinito de todas las cosas. Nos parecemos a la lluvia que cae sobre el Índico: nos separamos del todo por algunos momentos, cobrando la frágil consistencia de una gota, pero enseguida volvemos al todo para fundirnos con él. Créeme, Alejandro. Has llegado al culmen de tu imperio. Tus ejércitos no avanzarán mucho más allá de las márgenes del Indo. Tus soldados permanecerán unos años más en estos valles, pero volverán sobre sus pasos tan rápido como vinieron. Has nacido para encender una antorcha condenada a apagarse.

¿Qué debo hacer, entonces? ¿Alejarme del mundo, como has hecho tú, y dedicarme a la contemplación en estas orillas? Mañana mismo podría renunciar a mi trono si quisiera. Pero mi imperio se vendría abajo en unos cuantos días. Los pueblos que domino me veneran casi como a un dios. Si se dieran cuenta de que sólo soy un hombre más, tan mísero y débil como todos ellos, enseguida tomarían las armas para destronarme. ¿Qué pensarían los macedonios que me han servido fielmente, arriesgando sus vidas en cada batalla? Tendrían derecho a cubrirme de insultos, llamándome cobarde o loco, pues yo habría traicionado su fidelidad abandonándolos a su suerte. ¿Quién me sucedería en el trono? Mis generales son hombres valientes y sabios, buenos consejeros en el gobierno y mejores estrategas en la batalla, pero ninguno posee el carácter necesario para reinar sobre un imperio como el mío. En el fondo ninguno tiene mi coraje ni mi ambición, cualidades sin las que ningún imperio se forma. Gobernarían con demasiada prudencia, temerosos de los pueblos vecinos, sin atreverse a dar un paso más allá de los confines de su reino. Si me creyera un dios perdería la cabeza, pero si mi imperio muere conmigo, como has vaticinado, se demostrará que nadie, salvo yo, ha podido acometer una empresa tan grande para las fuerzas humanas.

Ya conoces de sobra tu valía. Pero también debes conocer tus límites, Alejandro.

Mi único límite será la muerte. Nada salvo la parca me detendrá en el camino. Aumentaré mi ejército hasta convertirlo en el más numeroso de la tierra, organizando levas de soldados en mis nuevos dominios. Seguiré la expansión del imperio hasta el día que se cierren mis ojos para siempre. Concebiré nuevas campañas militares más allá del Indo, hacia los fértiles valles del Ganges, hacia la misteriosa China, hacia los países incógnitos de Oriente. Todos los emperadores del Asia me rendirán pleitesía. Y si existieran los carros voladores de tus libros sagrados, en los que viajan tus dioses, los usaría para tomar los cuerpos celestes. Hace ya tiempo que habría fundado una nueva Alejandría en la luna. No sé qué apariencia tendrán los selenitas, pero dudo que sean más temibles que los persas. Piénsalo bien… Sobre aquella superficie blanca y pulida, levantaría un palacio con muros y columnas de pórfido rojo, un palacio de tal magnificencia que el del rey Darío en Persépolis parecería una humilde cabaña a su lado… Los pastores se quedarían asombrados cuando miraran hacia la luna por las noches y vieran el brillo de mi palacio, como un rubí sobre una esfera de plata.

No te das cuenta de que sufres delirios de grandeza. ¿Has meditado alguna vez en cuánto dolor ha costado tu imperio? Piensa en las innúmeras personas que han muerto en tus campañas militares: no sólo soldados, sino también mujeres y niños inermes, debido a los saqueos y estragos que las acompañan. Recuerda todos los abusos que has cometido hasta venir a las orillas de este río. Cuando mataste a tu buen amigo Clito de un golpe de lanza, en un arranque de cólera salvaje, por una discusión estúpida en el curso de un banquete. Cuando prendiste fuego a la grandiosa Persépolis, con su palacio real incluido, sólo porque una cortesana y unos soldados borrachos te lo sugirieron en mitad de una fiesta. Cuando tu amigo más íntimo, Hefestión, murió de fiebres y ordenaste crucificar al médico Glauco, porque a tu juicio no había hecho lo suficiente para salvarlo de la muerte. Te preguntarás cómo sé todos los hechos de tu vida, pero los mercaderes que siguen la ruta de la seda llevan las noticias de tu imperio a todos los países del Asia. ¿Todavía quieres seguir aumentando el sufrimiento, multiplicando el dolor de todas las criaturas? Si tus pueblos no fueran así de necios, si el trono y la corte no los cegaran con sus oropeles, hace mucho te habrían destronado sin clemencia, pues tus ambiciones devastarían el mundo entero si dispusieras de los medios necesarios.

Al menos reconocerás que he sembrado los mejores frutos de mi cultura en Oriente. Ahora se levantan edificios de medidas armónicas y se labran esculturas de proporciones ideales en Egipto y en Persia. Ahora se estudian la filosofía y la ciencia de los maestros griegos desde Atenas hasta Bactriana.

Un solo precepto de los Vedas, Alejandro, vale más que toda la filosofía de tu maestro Aristóteles. De nada te servirán el arte ni el conocimiento si no has aprendido la compasión hacia todas las criaturas.

Tú y yo, venerable anciano, pertenecemos a mundos tan diferentes como la noche y el día. Si me hubiera cruzado contigo hace unos años, te hubiera clavado mi daga en el pecho o te hubiera condenado a pública ejecución en un arranque de furia, pero ya me he dado cuenta de que no ganaría nada con ello. Más vale que yo regrese a mi alcoba en el palacio de Poros y tú guardes la sabiduría de tus dioses en las orillas de este río. Otros más grandes que yo seguirán tus enseñanzas. Quedamos en paz.

Sólo te pido una cosa: recuerda mis palabras, Alejandro. Recuérdalas en todo momento.

 

El macedonio se marchó pensativo, mirando las hojas de los plátanos, cubiertas de reflejos lunares como finas láminas de plata. Se preguntó si acaso no había perdido el don de gozar de los placeres sencillos, como el claro de luna de aquella noche o la música lenta de las aguas del Hidaspes, entre la sangre de las batallas y el oro de la corte. Sospechó que su destino carecía de todo propósito y significado, que nada podía salvarlo del absurdo al que se reducía su existencia, por más que se tratara del soberano de todo un imperio. El asceta, al fin y al cabo, había comprendido el absurdo, con una clarividencia sobrecogedora, y había alcanzado la felicidad a través de sus renuncias. Alejandro decidió no compartir con nadie, ni siquiera con sus mejores amigos, aquellos pensamientos, pues los interpretarían como un signo de locura o debilidad. Saludó a los guardias que vigilaban las puertas del palacio y se retiró a su alcoba. Trató de conciliar el sueño, pero se sentía nervioso y agitado. Los vaticinios del gimnosofista no tardarían en cumplirse.

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