El deseo de realidad

Miguel Casado

En un mundo saturado de discursos, sin límites precisos con lo virtual, la realidad aparece cada vez más como aquello que nos falta, la carencia en cuyo seno discurren los días. Así, el deseo de realidad viene a ser una forma de utopía, un poner la vida en tensión para mantenerla viva. ¿Cómo se formularía una poética atravesada por ese impulso?, ¿de qué manera permanecería en movimiento continuo, sin consentir que su práctica cristalice en ley?, ¿cómo la lengua podría ir, en el poema, contra su propia naturaleza de código y hacerse materia de este deseo?

 

 

Estas siete líneas serían un planeamiento de la cuestión que el título enuncia, pero contienen sobre todo preguntas. En sentido estricto, diría que no puedo pasar de ahí, llegar más allá –aun extendiéndome en las consideraciones implicadas en ellas–. Y, por supuesto, no puedo responderlas. Incluso me digo que quizá sea mejor así, que así debería ser siempre: pensar solo hasta producir preguntas, evitar los gestos con voluntad terminal.

 

Alguna vez he descrito esta actitud como una práctica del quizá; se trataría de elogiar la duda no como algo que toca sobre todo al conocimiento, sino más bien relativo a la moral; algo que impida la coagulación de fijezas, de creencias dogmáticas e inamovibles. El quizá parece dirigirse especialmente contra los mitos del yo, contra sus emboscadas. Porque el error no es sino lo verdadero cuando ya el tiempo le ha pasado por encima. 

 

Uno de nuestros clásicos modernos, Luis Cernuda, tituló La realidad y el deseo las sucesivas recopilaciones, cada vez ampliadas, de su poesía. Era una seña de identidad romántica: cifrar la vida, y la obra entera, en el continuo choque entre la realidad y el horizonte, el deseo, que siempre resultaba cegado, negado, destruido por aquella.

 

Es obvio que la fórmula deseo de realidad, que a fuerza de usarla he ido haciendo mía, surge en la matriz de este título. Pero aquí la realidad ya no es la negación o el contrario del deseo, sino su contenido: se ha identificado con él. Y enfrente, en estas décadas del fin y el principio de siglo, queda algo como el vacío; la realidad, en efecto, aparece cada vez más como lo que nos falta, sería la carencia en cuyo seno discurren los días.

 

 

Dos son quizá las formas más evidentes de esta falta: la desaparición de los hechos y la hipercodificación de los lenguajes. Ambas podrían casi tomarse como una sola.

 

Sobre la desaparición de los hechos todos tenemos experiencia. Desde los espacios más cotidianos e insignificantes hasta las mayores conmociones internacionales, encontramos solo versiones, explicaciones, hipótesis; nada que tenga la certeza seca y nítida del hecho o, dicho de otro modo, su presunta objetividad. La misma naturaleza se ha replegado hasta el umbral de la desaparición. Incluso la muerte –más allá de su herida insoportable– trata de escamotearse, como si su acción se limitara a pautar el rumor social con pequeños momentos de silencio, como si tuviera que alojarse en los intersticios de la continuidad del mundo.

 

La hipercodificación de los lenguajes viene a ser lo mismo que, en algún tiempo reciente, se llamó pensamiento único. El discurso que nos llega, a través del gelatinoso poder de las comunicaciones, tiene una máscara racionalista, pero consiste en un puro ejercicio de poder; no hay en él el encadenamiento de una argumentación, un intento de ir vinculando causas y efectos, de establecer datos y concluir, sino solo una serie de afirmaciones sucesivas que –evitando el análisis de lo concreto– se sostienen en el recurso a un abstracto, indemostrable y proteico argumento de autoridad. Obsérvese, por ejemplo, el discurso económico, tan dominante hoy, y se encontrará esta impersonal cadena de autoridades atravesando como hilo ininterrumpido lo cotidiano. Así, nos envuelve y gobierna una maraña de tópicos, es decir, de tesis que siempre se dan por supuestas y excluidas de cualquier contraste y de cualquier duda. Sus formas inmediatas, sus tonalidades, son la amenaza y la descalificación, el sobrentendido, el desprecio del conocimiento, la sentencia que se autoproclama verdad. Y su mayor fuerza es la sensación de unanimidad, la contundencia con que sus formulaciones, su tráfico de sentido, consiguen confundirse con un supuesto sentido común.

 

Los dos fenómenos son, como digo, uno solo, indivisible, a la manera que proponía Wittgenstein: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.

 

 

Un breve paréntesis.

 

Hablo de una pérdida de realidad que constituiría el ahora mismo. Sin embargo, encuentro huellas de situaciones y percepciones análogas en algunos textos de otras épocas: en el pensamiento social de Adorno y Horkheimer, por ejemplo.

 

O las distingo en los análisis que hizo repetidamente Walter Benjamin sobre la pérdida de la experiencia, aunque no se pueda establecer un paralelismo mecánico: son nociones diferentes y llevadas con distinta intención. El término experiencia parece referido a un sujeto que podría tenerla o no; en cambio, el término realidad querría nombrar un elemento objetivo, ser síntesis de una objetividad. En este análisis, Benjamin considera asuntos muy diversos –de la primera guerra mundial a la concepción de la novela–; pero, por poner un solo ejemplo, cuando contrapone artesano y obrero industrial; cuando percibe que la figura del artesano tiene por base la experiencia, mientras que el adiestramiento del obrero para la cadena de producción pretende generar reflejos, automatizar, sentimos que su mirada intuye la línea de fuga que vendrá a ahondar la falta de realidad.

 

Pongo este paréntesis por separarme del hábito de dividir la historia en compartimentos estancos –romántico/realista, moderno/posmoderno–, diseñando periodos incomunicados y compactos, y entendiendo la tradición como un campo único, un desarrollo lineal. Más bien creo que todos los tiempos –el nuestro y los anteriores– están recorridos por quiebras, salpicados de conflictos. Y que es útil como punto de partida el recuerdo de esta falta de unidad.

 

Sin embargo, por mucho que haya tradiciones que podamos sentir próximas, aunque en el pasado se hayan dado analogías con este tiempo, no bastará. Es preciso ver ahora, vivir ahora. Eso es lo que a veces llamo lo concreto.

 

 

Así, solo habría una forma de hablar de todo esto: ante los poemas, leyéndolos, dejando que propongan preguntas, que nos sitúen ante la tensión y la inminencia de las respuestas.

 

En cambio, todo texto o discurso genérico como éste mío, que se coloque en el lugar de los principios poéticos, no puede ser apenas eficaz ni expresivo, pues reivindica lo concreto desde el mirador sin riesgos de lo abstracto. Aunque –ya digo– siempre quedan los poemas.

 

 

Realidad es, pues, lo que nos falta y, por eso, el deseo de realidad viene a ser una forma de utopía.

 

La utopía no apunta –pese a que se haya tendido a verla así– al futuro, no es teoría ni proyecto; no es una construcción aplazada al porvenir, para la que previamente debería allanarse al terreno, encontrar unos medios capaces de producir tales fines.

 

No, pertenece al presente. Su raíz es una negación, un gesto de disentir, de romper: para ir hacia la realidad es preciso tomar antes distancia de lo dado como real. Consiste en deseo y, en esa medida, genera una energía que actúa ahora como gesto permanente de no aceptación. Es una negación que lleva a moverse, la exigencia activa de una fisura en el discurso.

Entiendo que, de ese modo, poética y utopía se identifican. En mi forma de ver la poesía, la poética es siempre un horizonte que no se alcanza. Al que no podemos siquiera parecernos; pero es nuestro deseo, la fuerza que nos alimenta.

 

 

En alguna ocasión, me he fijado en las formas históricas (Breton, Pessoa, Kafka) que ha tomado la metáfora de la jaula para describir una vida secuestrada por el racionalismo instrumental, por el instituido sentido común. Esa clase de interior penitenciario lo delimita la lengua, sus códigos, el modo en que el poder habla por medio de ellos en nuestra boca. Y, a la vez, ser poeta sería no someterse ni resignarse, planear como hace todo preso la fuga, añorar un exterior imposible, y al menos trabajar con la lima esos barrotes. El exterior son las cosas, un mundo que quedara fuera del lenguaje y al que desearíamos acceder.

 

 

No querría poner límites a este deseo, asociándolo a específicas soluciones lingüísticas, formales, de práctica poética; esas soluciones son siempre respiración personal, no teoría. Sin embargo, volveré a alguna de las preguntas primeras, brevemente a sus dudas.

 

El deseo de realidad viene a ser una forma de utopía, un poner la vida en tensión para que continúe viva. ¿Cómo se formularía entonces una poética atravesada por ese impulso?, ¿de qué manera permanecería en movimiento continuo, sin consentir que su práctica cristalice en ley?, ¿cómo la lengua podría ir, en el poema, contra su propia naturaleza de código y convertirse en materia de ese deseo?

 

 

En virtud de lo dicho, habría que proponerse como tarea desautomatizar a la vez, inseparablemente, percepción y lenguaje. Y no sirven entonces las formas prefijadas, parece inútil todo lo que resulte previsible de antemano como poesía. Al contrario: liberar las formas, explorar las formas discontinuas, las pequeñas rupturas.

 

No se trata de invocar el mito de la experimentación, sino sencillamente de extremar la conciencia de lo que en cada palabra se dirime. Todas están ya dichas, solo queda escucharlas hasta oír en ellas otro aliento. Hacer que suenen contra sí mismas.

 

Quizá, para que esto ocurra así, el poema haya de tener un corazón concreto, un centro que se inserte en la vida. Ese tipo de palabra sería el único en resistir el asedio reiterado de la lectura, renovándose de continuo, porque portaría en su seno un resto irreductible de vida privada. Ese resto de lo privado –que posiblemente no llegue a constituir la identidad de un sujeto– se mantendrá siempre singular, grumo que se desplaza denso en el flujo del movimiento.

 

 

El carácter negativo de la energía utópica la acerca a formas constructivas del nihilismo, como las que aprendemos de la auto-organización de la materia a través de la entropía. Gesto permanente de no aceptación, la utopía pone en marcha una fuerza dinámica que, en cuanto tal, no es asimilable; pueden serlo sus formas particulares, aisladas, pero el movimiento que las produjo ya no estará entonces ahí, estará más allá, explorando una fisura nueva.

 

Así, aunque todo poema sea perecedero como nosotros mismos, la escritura puede acogerse por analogía a esta clase de lógica dinámica. El azar, como lo imprevisible que se filtra en cualquier encadenamiento de minutos, de pequeños sucesos. La dispersión de lo fragmentario y sus tensiones con la continuidad temporal que está impresa en la lengua. La apertura, el rechazo de todo cierre; en versos de José-Miguel Ullán: “nada / que no sea engaño / se redondea”. El esfuerzo dirigido a detectar y a suspender las reencarnaciones y mutaciones de los códigos retóricos. Que la palabra se haga sensible a su literalidad, a su sonido directo.

 

 

La intensidad tendría que aparecer ahí: en el cruce de la falta de centralidad y fijeza del sujeto con la discontinuidad que crea el instante. El poema explora, en medio del continuo flujo de fragmentos y tiempo, un instante que de pronto se particulariza bajo su atención, un punto de quietud, inverosímil en su seguir moviéndose. Y no se limita a observar ese punto, sino que se establece el propio poema como “pausa activa” –así dice Hilde Domin–, un pequeño lugar que concentra toda la tensión de las acciones, y la preserva latente, vibratoria, abierta.

 

 

Parecería que la presión del mercado y de los media ha ido inoculando en el mundo de la literatura y del arte cierta indiferencia ante la poesía; sin embargo, hay en ella un corazón de luz, un nudo de sombra. A ellos pertenece el sentimiento entero de una época; la poesía recupera su fuerza, su azar, su conciencia. Y no ya con las nuevas propuestas de las artes –el intercambio con lo gráfico o lo musical, el soporte electrónico, la performance...–, aunque en todo ello haya por supuesto caminos disponibles; sino simplemente la palabra, el poder de la pura palabra.

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