"Lo que el culo esconde": erotismo y lenguaje en Hilda la polígrafa, de Alejandra Pizarnik

Javier Izquierdo Reyes

 

 

Ciertamente, si hay un texto olvidado por la crítica dentro de la producción pizarnikiana editada –y son muchos los textos insuficientemente tratados en ella-, ese es, ineludiblemente, Hilda la polígrafa o la bucanera de Pernambuco. Texto extremadamente complejo y difícil, donde el significante se convierte en prenda de la agonía –que no de la muerte- del significado, ha sido injustamente tratado hasta el punto de que ni siquiera tenemos una edición suya deseable. En efecto, si dirigimos nuestra mirada a la última edición, con aspiraciones de definitiva, que en la editorial Lumen publicó Ana Becciu, observaremos errores desde sus primeras páginas: el texto, por ejemplo, se abre con una dramatis personae incompleta en el apartado segundo de “Helioglobo -32-“, titulado “Algunos persopejes”, en el que la editora se ha dejado fuera más de la mitad de los personajes que, en efecto, aparecen completa y perfectamente descritos en los manuscritos de la autora. De ahí en adelante, encontraremos errores de todo tipo, que afectan incluso a la exclusión de textos completos, como es el caso de “Vestidos bilingües”, sin causa aparente ni explicación al respecto. 

A la falta de un tratamiento filológico suficiente y de una edición cabal que fije el texto, un tercer punto se une a la dificultad para entrar en esta obra: el propio texto. En él, la autora argentina nos pone, desde el principio, al borde del abismo: es un texto con dos títulos sin relación aparente (Hilda la polígrafa; La bucanera de Pernambuco), dos índices (Índice ingenuo (o no); índice piola) donde no coinciden los textos incluidos o sus dedicatorias, ambos índices están, a su vez dedicados, y llevan dos dedicatorias igualmente licenciosas (“las hijas de Loth” y “las hijas de Fanny Hill”). Sin embargo, en este mundo absolutamente desdoblado hay una característica común a todo ello: la poderosa inserción del humor gracias a un juego verbal pleno de sarcasmo donde lo erótico (“Heraclítoris”, “”textículo”) y la desacralización de la tradición escrita copan todo el protagonismo.

 

La escritora nos presenta, además, a la vuelta de la página, una particular “Praefación” donde se confirman nuestras intuiciones, resumidas perfectamente en su sentencia final: “Lecteto o lecteta: mi desasimiento de tu aprobamierda te hará leerme a todo vapor”. Si observamos detenidamente esta oración, y seguimos la máxima pizarnikiana de que “la rebelión consiste en mirar una rosa / hasta pulverizarse los ojos”, esto es, poner en evidencia el propio lenguaje y sus mecanismos como Gertrude Stein en su célebre composición, nos daremos cuenta de que la inserción de una expresión de desafecto por la opinión del lector, con todo el desprecio que vuelcan las palabras-cajón que emplea (“lecteto o lecteta”, “aprobamierda”) a través de la inserción de lo sexual y lo escatológico en el mismo lenguaje, implica, en efecto, la expresión de la preocupación constante por el efecto que el texto pueda tener en el lector. Si no fuese así, la autora no se hubiese molestado, desde luego, en avisar al lector, ni mucho menos en provocarle con semejante mostración de desprecio. No se odia algo si no se ama primero, ni se desprecia si no se estima sobremanera.

 

A partir de ello, podemos inferir que nos hallamos en un texto donde el lector, más que ser una ausencia, es una presencia constante en el texto que planea sobre él en la huella inequívoca de la provocación, donde todos los mecanismos se van a concentrar en incomodarlo o repelerlo buscando, en el fondo, su aprecio y aceptación. ¿Y qué desea que apreciemos o aceptemos? ¿Qué desea transmitir con tanta ansiedad la autora argentina? Volvamos al principio, a lo ya señalado. Todo empieza, como comprobamos en la cascada de duplicaciones antedicha, en la propia forma de la obra, híbrido genérico entre la prosa y el teatro donde se parodian y evidencian los propios moldes del género literario y se exponen abiertamente sus mecanismos. Como todo discurso, al fin y al cabo, tiene un molde genérico en el que insertarse, una forma determinada por la tradición y el uso, el ataque se puede extender, ciertamente, a todos los discursos. Estos se convierten, así, en un mero corsé lingüístico que cobra sentido a través de la convención –de la fuerza y el significado que la tradición les ha dado-, y no en un vehículo transmisor de algún tipo de saber o de verdad por su propia naturaleza.

 

Este barrenado inicial es sólo el comienzo de una serie de descentramientos que, desde autores como Jarry, Carroll, Artaud o Joyce, coronan el ataque al discurso iniciado en obras anteriores como Los perturbados entre lilas, donde el discurso político o el pedagógico habían sido parodiados y echados por tierra. Sin embargo, en esta obra, el ataque de Pizarnik es aún más fuerte y firme, y, cómo adelantábamos, afecta al propio cuerpo de la lengua, donde la autora inserta, parafraseando a Jarry, cuyo Tout Ubu Pizarnik devoraba mientras escribía Hilda, la “mierdra”, fundamentalmente, como el autor francés, a través de la manipulación del significante. Antes de entrar en ello, verdadero centro de este trabajo, sería aconsejable volver a una cita de su obra de teatro Los perturbados entre lilas. En ella, uno de sus personajes, Segismunda, nos dice: "La obscenidad no existe. Existe la herida. El hombre presenta en sí mismo una herida que desgarra todo lo que en él vive, y que tal vez, o seguramente, le causó la misma vida". Ciertamente, la existencia de la “obscenidad”  solamente  adquiere  sentido  en  un  sistema  de  ocultamiento lingüístico del núcleo fundamental constituyente de cada sujeto. Su afirmación de la inexistencia de la “obscenidad”, palabra que sostiene todo un sistema de obliteración de “la  herida”,  “revela”,  como  señala  Evelyn  Galiazo,  “aquello  que  el  sexo  desnudo exhibe:  la  condición   trágica   de   la   existencia   que   la   lengua   encubre”1. Este encubrimiento del sexo y la muerte que somos exige la torsión de sistema lingüístico y la entrada en el discurso de todo aquello que habitualmente ha quedado fuera bajo la mascarada de la “obscenidad”, a fin de exhibir la desgarradura  y desde ella quebrar abiertamente “la vida que nos dan”. Sin embargo, en Hilda la polígrafa la autora argentina va un paso más allá:

 

-Conocer el volcanvelorio de una lengua equivale a ponerla en erección o, más exactamente, en erupción. La lengua revela lo que el corazón ignora, lo que el culo esconde. El vicariolabio traiciona las sombras interiores de los dulces decidores –dijo el Dr. Flor de Edipo Chu.

-Usted prometió enseñarme a pintar con un pincel, no con la lengua –dijo A.

-Ni un aforismo más. Pero estudiarás el pacaladiario con flecos de la pittura o los nombres de oro que configuran el vacabluffario pictórico. De modo que cerrá los oídos y abrí las piernas.2

 

Estas palabras del “embajador chino” Flor de Edipo Chú, con las que alecciona a A. (siempre que aparece “A.” en cualquier texto la autora nos indica en sus manuscritos que remite a sí misma), son definitorias con respecto al propósito de las operaciones realizadas en el texto: sacar lo trágico a través de lo sexual (“erección” o “erupción” nos van a remitir a lo mismo: calentarla hasta el límite) para poner en evidencia “lo que el corazón ignora, lo que el culo esconde”, es decir, el sexo como vector principal que atraviesa nuestras existencias por mucho que la espiritualización que se le opone (el corazón) y la degradación  a la que se le somete (el culo) pretendan desviar la mirada y ocultar “las sombras interiores”, motor de la acción del parlante. De este modo puede entenderse que la lengua, instrumento de encubrimiento que ha de ser manipulado hasta que eyacule lo que oculta, se componga de un “vacabluffario” que, como su nombre indica, no es más que un vulgar timo basada en la eterna exclusión de lo heterogéneo batailleano a través de su aplazamiento indefinido (quizás fuese mejor decir différance). Si en Los perturbados entre lilas, no obstante, la mostración se realiza desde el signo teatral, desde todos los elementos de la obra teatral, pero no llega a trastrocar el propio signo lingüístico en el parlamento de los personajes, en Hilda la mostración y el requiebro tienen lugar en el mismo centro del decurso lingüístico a través de la torsión constante del lenguaje para insertar en el propio código aquello que siempre queda entre líneas, que siempre se desea esconder pero que flota y planea sobre el texto constantemente. Este mecanismo, en efecto, corrompe y destroza el propio lenguaje tal y como lo conocemos y empleamos habitualmente, y propone un nuevo código en el que, en efecto, corren en paralelo varios sentidos y significaciones que se activan a un tiempo y que consiguen poner en escena lo que se dice, lo que se quiere decir y lo que se quiere ocultar. La propia palabra “volcanvelorio” esconde la metáfora del carácter magmático y convulsivo del lenguaje, pero, a un tiempo, fúnebre y portador de muerte, aunque quizás sirva como ejemplo más claro una expresión más aparentemente neutra como “a propósito”, que, por obra y gracia de la magia pizarnikiana se convierte en “a prepúcito” y nos revela el prepucio oculto en todo propósito, esto es, el carácter sexual de cualquier finalidad.

 

Si ello lo conjugamos con un conjunto heterogénero de “persopejes”, es decir, de pequeños personajes astutos y sagaces a los que admirar, en el texto, como si los contemplásemos a través de los cristales de una pecera, travestidos, además, en cada intervención en nuevos roles y formas a través de las innumerables variaciones de sus nombres y discursos –podremos ya entrever que la concepción de la identidad como algo fijo e inmutable se nos ha ido por el retrete-, el resultado es, cuanto menos, inquietante. Un perfecto ejemplo se encuentra en esta intervención del loro Pericles, uno de los persopejes más activos de esta historia: “-Soy el andrófobo, el príncipe verde en su percha abolida. Mi única papa ya la he comido y mi pirulín muerto revive al sol tuerto de mi redonda tía –dijo Pericardo de Nervicles.”. Como se habrá podido vislumbrar, los conocidos versos de Nerval flotan en el texto ligeramente desfigurados, aunque no tanto para no reconocerlos: la conservación de su sintaxis y la máscara nominal de Pericles son suficiente para permitir que las asociaciones paradigmáticas se disparen y cualquier conocedor de la obra de Nerval conecte enseguida con sus versos –como se dijo, hay una auténtica preocupación por la presencia del lector, con cuya presencia se cuenta constantemente para divertirlo y concienciarlo. La operación pizarnikiana se muestra al completo para permitirnos apreciar la transformación del texto de Nerval y su desenmascaramiento: el goce (“papa” comida, “pirulín” resucitado) como motor del texto y la repetición psitácida como forma cultural. La ruptura en cadena que línea tras línea se realiza sobre diferentes autores y textos canónicos a través de su desacralización y parodia (desde sus propios nombres personales, como por ejemplo “se mallarmeaba de risa”) conducen, inevitablemente, a la corrosión y ruptura de la sintaxis cultural occidental, y no solamente en lo que respecta, como hemos visto, al discurso artístico. Publicidad (“La pájara en el ojo ajeno” es una parodia de un texto publicitario al completo), Historia, Política, Filosofía… Todo ello es puesto en solfa a través de un sinnúmero de procedimientos de transformación lingüística que revelan sus mecanismos de funcionamiento discursivo sin remitir, necesariamente, a un texto en concreto, como vimos en el caso de Nerval. Quizás el mejor ejemplo se halle en esta parodia del discurso político en boca de Empédocles:

 

Empédocles, que estaba en pedo, dijo:

-Peresidientes del póker pejecutivo de la Res Púbica, nuestro país es homo...

-¡sexual! -gritaron.

-géneo, burutos. Nuestra apatria es homogenual. Quiero decir, estimados fantasmas recorridos de cólicos, que todos somos iguales.

-¡Brave! ¡Pish!-dijo la mame Gruau.

Inmediatamente, Bibi Draisina, el virtuoso sin manos, se sacó la bata y agarrando la batuta (no hay bata sin batata –dijo el Papa), dirigió la orquesta de la armierda:

-Homogenual, ¡qué grande sos! / Mi Co Panel, / ¡cuánto cosés! / Merdón, Merdón, / Merdón, Merdón, / para pá pá / pá pá pá pá.

 

Empédocles, el célebre filósofo griego, en plena borrachera, como su nombre por obra y gracia de Pizarnik, indica, nos emite un discurso que podríamos poner en boca de cualquier presidente al uso, y en cuya parodia la autora argentina (o bien Casimiro Merdón, persopeje que es presentado como “verdadero autor de este libro” y celebrado en el himno; el principio de autoría, desde luego, no iba a quedar impune en Hilda) elimina la sacralidad del sistema político y militar a través de la deformación caricaturesca del significante (“peresidientes”), la sustitución (“póker” por “poder”, “Púbica” por “pública”) y el portmanteau (“armierda”). Sus burlas, además, son más concretas, y remiten directamente no sólo a las ideas del propio pensador griego (“lo semejante conoce a lo semejante”, puesto en evidencia a través del equívoco “homosexual”-“homogéneo”-“homogenual”), sino a la ideología izquierdista, pero homófoba y racista de Perón (el equívoco “homosexual” por “homogéneo”, sintetizado en el “homogenual” del himno, es una crítica directa a lo artificial de su discurso sexual y racial de corte nacionalista: nuevo descentramiento operado desde el sexo), y a su derrocamiento, en su primer mandato, por un golpe de estado de elementos afines al conservadurismo, a la Iglesia Católica (la referencia irónica al Papa no es baladí) y apoyado por la Armada (la celebración de la orquesta de la “armierdra” tampoco es casual). La clave de lectura nos la desvela claramente la autora argentina o el persopeje escritor –al gusto- en su referencia abierta a las enseñas del régimen filonazi de Perón, quien sigue los procedimientos ya conocidos para destrozar felizmente el estribillo de la propia Marcha Peronista (“¡Perón, Perón, qué grande sos! ¡Mi general cuanto valés! ¡Perón, Perón, gran conductor, sos el primer trabajador!”) en el himno dirigido por el pene del virtuoso músico mutilado Bibi Draisina3. La huella de Jarry planea por el texto (de hecho, la “mame Gruau” es, en una de las variantes del manuscrito, la “mame Ubu”), donde lo ubuesco está presente en todo momento en el lenguaje, los personajes y la situación escénica. Como se puede apreciar, el entreverado de los significantes en el portmanteau carrolliano o la palabra-cajón joyceana encuentra también su correlato en un plano más abstracto o conceptual y une, en una sola figura, como si de un portmanteau conceptual se tratara, a dos personajes y dos discursos aparentemente distantes (Empédocles y Perón), poniéndolos a funcionar simultáneamente y revelando sus increíbles y peligrosas semejanzas, así como los insospechados meandros paradigmáticos que sintaxis cultural puede trazar.

 

La cultura funciona en todos sus campos y disciplinas, como Pizarnik nos muestra, como un lenguaje, y como tal parece estructurarse como si del subconsciente lacaniano se tratase. Si la cultura toma, en Pizarnik, las características del lenguaje verbal, no hemos de olvidar, por tanto, el carácter convencional del lenguaje y su relación artificial y nula con la realidad, amén de su peligrosa capacidad para trasmitir mucho más de cuanto los “vicariolabios” de los “dulces decidores” desearían. La cultura se convierte entonces, desde este punto, en el mismo bluff que el lenguaje, y funciona como una estafa construida desde y para el enmascaramiento de la condición trágica y sombría del sujeto, pequeño inexistente cuya entidad e identidad se trazaría como falacia en el vacío artificio de la cultura: nuestra identidad cultural es una mera cuestión de referencia, un ardid en el que cada elemento sería “una trampa, un escenario más” donde representar la ficción de un sentido.

 

La “ubuización” del poder y de la cultura como ficción que sostiene todo su engranaje –operación que, si en Jarry se centraba en el poder político y sus interrelaciones, en Pizarnik, por obra y gracia de Foucault, se dispersa por toda la vasta geografía de la microfísica del poder- penetra, por lo tanto, en los intersticios del discurso y pone en evidencia, como dijimos, “la mierdra” en todas sus formas. Por ello, quizás, la primera gran inmolación de Pizarnik como autora, como pieza fundamental del campo cultural y procreadora de discursos, sea su propia autoría, bajo la forma de la puesta en cuestión de su propia relación con el texto que está escribiendo y con toda su obra anterior.

 

En efecto, la autoría del texto es discutida desde la presentación de sus persopejes, donde, como ya se dijo, Casimiro Merdón aparece como el verdadero autor de este texto, si bien no establece si se refiere al texto de su propia presentación, o bien al texto completo de Hilda. Los propios persopejes y la propia autora, quien entra y sale constantemente del texto como un persopeje más –veíamos antes a A. tomar lecciones con el Dr. Chú- no aclaran en absoluto la situación:

 

-Pedrito se caga en los lectores. Pedrito quiere lo mejor para Pedrito y para Pizarnik. ¿El resto? A la mierda el resto, y, de paso, el sumo. Porque Pedrito se caga en lectores, ubetenses, consumidores de triaca, tintineadores, atetados, tetepones, tesituradores, tetrarcas en triciclos, popes opas con popí de popelín y –dijo Petroilo y bailó un tango hasta que se cayó de culo.  

 

Nuestro particular loro ateniense, ahora autonominado Pedrito, pero nombrado como Petroilo por la voz narrativa, esputa toda una exhibición diarreica hacia el lector y toda una serie de entidades, aparecidas por obra de la “atroz materia verbal errante” precipitándose en una inacabada cascada fónica. Su declaración de fidelidad a los intereses de Pizarnik es inobjetable, pero, ¿podemos entender que sus palabras nos hablan de la verdadera autora del texto? ¿Pedrito es fiel a la autora en detrimento de sus lectores? ¿A otro persopeje, en detrimento del verdadero autor de la obra y de sus lectores? ¿O meramente a la firmante del texto, distinta del autor o autora y del persopeje A.? ¿Son Pizarnik, Casimiro Merdón y A. tres instancias que comparten un mismo referente, sólo dos lo comparten o no existe la menor relación entre ellos? La duda se ahonda si nos adentramos en apartados como “Hilda la polígrafa”, donde la voz narrativa se expresa en femenino –“Lector, soy rigidísima”, “Algunos –yo, la primera“-, sin aclarar en ningún momento quién habla, si Pizarnik, Hilda, Casimiro travestido o A.); en “La pájara en el ojo ajeno”, donde aparece otra instancia más, nombrada como “laloc” –“la locutora”, aclara una nota al pie, aunque el texto deja entrever un doble juego con “la loca”-, y que parece, en un gigantesco anuncio de radioteatro, una máscara más con la que la voz narrativa aparece desdoblada en la narración como personaje y narradora a un tiempo; pero, sobre todo, en “Diversiones púbicas”, donde se produce, directamente, una suerte de enfrentamiento entre la voz narrativa y Sacha:

 

Hay cólera en el destino puesto que se acerca…

-Sacha, no jodás. Dejá que empiece el cuento:

(…)

Yo… mi muerte… la matadora que viene de la lejanía.

¿Y cuándo vendrá lo que esperamos? ¿Cuándo dejaremos de huir?

 

NO SEAS BOLUDA, SACHA

 (…)

¿Debo agradecer o maldecir esta circunstancia de poder sentir todavía amor a pesar de tanta desdicha?

Sacha, no jodás.

 

La voz de Sacha –así deseaba Pizarnik que la llamasen en sus últimos años, así firmó algunas de sus cartas- pugna por entrar en el relato e introducir el discurso poético de El infierno musical (serio, elevado, trágico, lingüísticamente estándar), firmado por Alejandra Pizarnik. A pesar, no obstante, de sus interrupciones constantes, la voz narrativa consigue que el relato continúe y que la voz de Sacha (Pizarnik) quede en silencio (si es que Sacha y Pizarnik son también identificables, esto es, dos nombres que se refieren a la misma voz), frustrando su intento por contaminar el texto e imponer su voz sobre la(s) otra(s) que planean sobre el relato. Incluso, en otra variante manuscrita de “Las diversiones púbicas”, se llega hasta la burla del apellido de la firmante / autora de El infierno musical / posible autora de Hilda: “Maripericles, que se ruborizó de Pizarnik a Pasternak”. No es baladí el juego con el nombre de Alejandra Pizarnik. Ciertamente, como recoge el manuscrito en una versión de “Leika”, “…Si todos los nombres foiran Alexandra, qué vida verdadera viviéramos, y no esta farsa representada con pocas posibilidades!”. Alexandra –ni siquiera Alejandra- parece ser el único nombre que posee la clave de la existencia, de la “vida verdadera”, y es la única nominación ausente para la firmante tras A., Pizarnik y Sacha. De hecho, el propio nombre está proyectado como algo genérico, sin referente fijo: no tenemos por qué plantear una relación directa entre el nombre introducido en la obra y el nombre real de la persona firmante de la obra. Hacerlo sería caer una vez más en la trampa de la lengua, en la relación falaz del lenguaje y la realidad. El terrible y corrosivo sarcasmo del texto nos enfrenta, una vez más, al problema de la designación como efecto de la interpretación en un contexto, y pone en evidencia la falsedad de la relación inequívoca entre nombre y poseedor, entre persona y palabra, en un nuevo juego que aleja aún más a la autora de su texto. Bajo un aparente anhelo de unidad, la disociación avanza en la inextinguible proliferación de nombres. Las preguntas siguen sucediéndose, desbocadas: ¿qué papel toma entonces la firmante, Alejandra Pizarnik –firma, además, otorgada y supuesta a posteriori, por una discutible editora-, en su propio texto? ¿Podemos establecer la identidad de una sola voz narrativa, o un cambio constante de narradores, o narratarios, que se suceden en torrente? ¿Quién habla en cada momento? ¿Existe realmente alguna relación, más allá de la convención cultural, entre persona, firma, autor, voz y texto? Las preguntas continúan sin que la premonición de una sola respuesta flote en el ambiente. Así las cosas, esta suerte de mise en abyme llevada hasta lo laberíntico nos deja entrever una pregunta final nada tranquilizadora: ¿Existen, más allá de la trampa del lenguaje y la falacia de la cultura, el sujeto o el “yo”?

 

Estos escritos –humor porno, como lo calificaba ella- supusieron la última obra de cierta extensión escrita por su autora. Su escritura no tuvo el carácter festivo que pudiese suponerse de este festival de humor corrosivo. Como ella misma escribió en una carta a Cristina Campo: “Si cree Ud. que sonrío al escribir pornografía, Ud. me desprecia. Estoy llorando”. Y, desde luego, en ellos, probablemente, Pizarnik nos muestra probablemente lo más amargo de su obra, y su risa es la carcajada de quien nada tiene que perder, porque ya lo ha perdido todo. Reflejan el fondo de su abismo, y la negación absoluta que contienen son la expresión perfecta del desengaño que conlleva la lucidez, y la lucidez que conlleva el desengaño. Quizás su escritura, la diversión y el alivio que tuvieron que proporcionarle, supusieron, en cierto modo, un asidero al que aferrarse y que contribuyó a postergar el inevitable final. Quizás le hicieron más evidente aún el estado de ruptura total al que había llegado. Fuese como fuese, tras ellos sólo la muerte, literal o metafórica, podía constituir una solución lógica a los problemas que plantea en el texto, cuestión de la cual la autora fue extremadamente consciente:

 

Osías, amigo mío, tuve que haberme muerto en diciembre, cuando terminé de escribir esas prosas de humor, las corrosivas que ya te mencioné. Ahora sólo me la paso pensando qué mala suerte tuvo Hölderlin al vivir 40 años después de su erosión y corrosión. Y qué suerte morir joven.4

 

De hecho, tras “esas prosas de humor”, su vida estuvo jalonada de internamientos en el psiquiátrico e intentos de suicidio hasta que, un año y nueve meses después de ponerles punto y final, el 25 de septiembre de 1972, consiguió al fin descansar en paz con una sobredosis de barbitúricos.

NOTAS

 

Galiazo, Evelyn, “Todo lo sólido se desvanece en el aire. Ecos nietzscheanos en la obra de Alejandra Pizarnik”, en Instantes y azares. Escrituras nietzscheanas, Nº 6-7, Buenos Aires, La Cebra, 2009, pág.

143 

2 Todas las citas de la obra realizadas en este artículo corresponden a Alejandra Pizarnik Papers; 1954-1972 (mostly 1960-1972), Manuscripts Division, Department of Rare Books and Special Collections, Princeton University Library.

Es necesario recordar que, en el momento de escritura del texto, Argentina se hallaba bajo la dictadura del general Lanusse, quien había permitido la reagrupación de los partidos políticos y había prometido un nuevo retorno a la democracia. El justicialismo peronista se había reagrupado y su próxima victoria se daba por hecho, como en efecto ocurrió en 1973, ya fallecida Pizarnik, con la obvia vuelta del “susobicho” “peresidiente” al poder.

4 En una carta a Osías Stuttman de 1971, Bordelois, Ivonne, Correspondencia Pizarnik, Seix Barral, Buenos Aires, 1971, pág. 168

Escribir comentario

Comentarios: 0