Lo gótico y lo vampírico en La condesa sangrienta

Magdalena Quintana

En 1965, Alejandra Pizarnik publicó La condesa sangrienta, un texto breve pero intrincado basado en la biografía novelada sobre la aristócrata húngara Erzsébet Báthory (1560-1614) que la escritora surrealista francesa Valentine Penrose había publicado en 1962. De esta forma, se establece un juego de espejos entre la obra de Pizarnik, la novela de Penrose y la historia-leyenda de Erzsébet Báthory, supuesta torturadora y asesina en serie que acabó con la vida de unas 600 jóvenes en la región occidental de la actual Eslovaquia.

 

La complejidad de la obra reside en su transgresión, ya que en ella se vulneran los límites genéricos, estilísticos y temáticos. De esta forma, desde el punto de vista genérico, el texto participa de géneros tan dispares como el ensayo o la novela; mientras que estilísticamente comparte rasgos con la prosa poética o el relato histórico, entre otros; y, temáticamente, posee características de la novela gótica y de la literatura de vampiros. En este sentido, el relato se inscribe en los ambientes sombríos propios de este tipo de narrativa y se articula en torno a la figura de la condesa Báthory, que ha sido históricamente relacionada con el arquetipo del vampiro.

A comienzos del siglo XVIII, en medio del auge de las ideas positivistas y del ensalzamiento de la razón, comenzó a gestarse en Inglaterra una nueva estética en la que se reivindicaba la oscuridad, lo sombrío y lo lúgubre. Este gusto por los ambientes tétricos fue el germen de la novela gótica, que surgiría a finales de esa misma centuria. Los antecedentes directos de este género y precursores de esa nueva estética fueron los llamados «Graveyard Poets», un grupo de poetas prerrománticos ingleses en cuyos textos, ambientados en escenarios sombríos -sobre todo cementerios, de ahí su nombre-, reflexionaban sobre la muerte en tono melancólico. Entre estos poetas habría que destacar las composiciones de Edward Young y Thomas Gray: Pensamientos nocturnos(1742) y Elegía escrita en un cementerio de aldea(1751), respectivamente.

 

No obstante, habría que esperar hasta la publicación de El castillo de Otranto de Horace Walpole en 1796 para poder hablar de novela gótica. De esta forma, Walpole fue el encargado de sentar las características principales del género, como la atmósfera siniestra, el uso de personajes principales de sangre noble y, sobre todo, la importancia del espacio arquitectónico. Siguiendo esta línea, pese a que no podemos adscribirla totalmente en este género, La condesa sangrienta es deudora de la novela gótica.

 

En este sentido, la relación existente entre la narrativa gótica y La condesa sangrienta se palpa claramente en el uso de ambientes, situaciones y agentes siniestros pero, sobre todo, en el escenario que la poetisa argentina dibuja. Así, como se ha señalado, el espacio arquitectónico es el eje central de la novela gótica, ya que la trama transcurre casi en su totalidad en pasadizos y subterráneos ignotos de castillos o de desolados edificios religiosos, convirtiéndose en un agente más. De hecho, el espacio posee una función significativa y deja de ser un mero soporte por el que se deslizan los personajes, para convertirse en la imagen especular de la psique de éstos, reflejando su interior. La importancia del escenario en este género es tal que, sin la arquitectura, sin el castillo, la novela gótica no existiría.

 

El texto de Pizarnik retoma esta estela marcada por la narrativa gótica y convierte el castillo de Csejthe en una somatización del interior de la Condesa. Se trata de un espacio oscuro, amenazador y asfixiante en el que no solo están atrapadas las víctimas sino también la propia Condesa, primero en sentido metafórico y finalmente en sentido literal. Por otro lado, la descripción que la escritora argentina hace de este castillo se ajusta completamente al canon gótico:

 

Castillo de piedras grises, escasas ventanas, torres cuadradas, laberintos subterráneos, castillo emplazado en la colina de rocas, de hierbas ralas y secas, de bosques con fieras blancas en invierno y oscuras en verano, castillo que Erzébet Báthory amaba por su funesta soledad de muros que ahogaban todo grito (Pizarnik, 2014: 49).

Sin embargo, la novela gótica fue ampliamente criticada en su época por la excesiva repetición de recursos y argumentos que se debían, en gran medida, a la fuerte esquematización del género. Por todo ello, su fama -positiva y negativa- duró apenas un siglo y alcanzó su punto álgido con Drácula (1897) de Bram Stoker. En efecto, la literatura de vampiros se desarrolló como subgénero de la novela gótica y, entre otros, habría que destacar La familia del vurdalak (1843) de Aleksey Konstantinovich Tolstoy, Varney el vampiro o el festín de sangre (1847) de James Malcolm Rymer y Carmilla (1872) de Sheridan Le Fanu.

 

Como se ha señalado, el eje central del texto de Pizarnik es la figura de la aristócrata húngara Erzsébet Báthory, cuya identidad histórica ha quedado ensombrecida por su leyenda. Es decir, se trata de un personaje que transita entre lo histórico y lo legendario. Esta singular situación entre realidad y ficción refuerza el extrañamiento y el horror que caracterizan al texto. Es decir, la vacilación se emplea como recurso intensificador de la atmósfera siniestra.

 

El mito de la llamada «condesa sangrienta» nació y pervivió en una geografía en la que las leyendas sobre vampiros estaban muy arraigadas, como muestra la larga lista de criaturas vampíricas que pueblan el imaginario húngaro y eslavo. Así, a lo largo de toda Europa del Este encontramos relatos orales sobre monstruos ávidos de sangre como el ubour y el krvoijac de Bulgaria, el tenjac, el vukodlak y el kozlak croatas, el ogoljen de la República Checa, el nelapsi eslovaco, el kodlak y el pijavica eslovenos, el zmeu de Moldavia, el upier y el ohyn de Polonia, el vlokoslak serbio o el liderc nadaly en la misma Hungría (Bunson, 2000). El mito de Erzsébet Báthory pasó por el filtro de la narrativa gótica a través de la figura de la condesa Mircalla que Sheridan Le Fanu imaginó en su relato Carmilla y que, a su vez, se inspiraba en el personaje de Geraldine del poema inconcluso Christabel (1797-1800) de Samuel Coleridge.

 

Dejando de lado los hechos históricos comprobables y de acuerdo con la leyenda, Erzsébet Báthory vivió en el castillo de Csejthe, en la actual Eslovaquia, con su marido el conde Ferenc Nádasdy hasta que este murió en combate contra los otomanos. Tras enviudar, la condesa se dedicó a torturar y matar doncellas vírgenes para bañarse en su sangre, obteniendo así el sobrenombre de «condesa sangrienta». Las historias sobre su afición corrieron de boca en boca hasta que, el 2 de enero de 1611, fue juzgada junto a cuatro sirvientes acusados de cómplices. El tribunal le perdonó la vida por pertenecer a la nobleza, pero la condenó a ser emparedada en el mismo castillo de Csejthe, en el que moriría tres años después. La obsesión de Erzsébet por la sangre había surgido de manera fortuita cuando un día una de sus ayudas de cámara le hizo daño mientras la peinaba; como castigo, la condesa le propinó un bofetón tan fuerte que le hizo sangre y notó que, allí donde su mano había estado en contacto con el líquido, su piel parecía más rejuvenecida. Esta asociación entre la sangre y la juventud hizo que la condesa quedase ligada a la figura del vampiro.

 

El mito del vampiro está asociado a la angustia más intensa y al deseo más antiguo de la humanidad: el miedo a morir y la búsqueda de la inmortalidad. De hecho, la posesión del elixir de la vida eterna ha provocado la aparición de numerosos textos, sobre todo alquímicos, que han hallado en el Santo Grial uno de sus iconos más literarios. En este sentido, la Condesa de Pizarnik se relacionaría con la figura del vampiro, ya que en ella subyace el terror a la muerte y el ansia de vida/juventud eterna.

 

El vampiro propugna la inmortalidad del cuerpo frente a la inmortalidad del alma. Esto es, en lugar de la promesa de una vida eterna tras la muerte, la criatura vampírica promete una vida en la que, pese a estar condenada, es posible conservar los placeres de la carne. Por ello, «La rebelión del vampiro es la rebelión de Lucifer, con toda su carga de pecado y su energía desbordante. De ahí que prendiera tan fácilmente en la superstición popular y también viniera como anillo al dedo para la nueva estética satánica de la poesía maldita del siglo XIX» (Conde de Siruela, 2006: 29), y de ahí que el vampiro permanezca en nuestra imaginación «por la atracción que ejerce sobre nuestra alma todo lo prohibido, lo inalcanzable, o bien todo aquello capaz de simbolizar nuestra parte de sombra» (ibíd.: 15).

 

Sin embargo, el elemento más simbólico y más íntimamente ligado al vampiro -y a la Condesa de Pizarnik- es la sangre. La literatura romántica se apropió de un tabú religioso recogido en el Antiguo Testamento (Lv. 17, 8-11), en el que Dios prohíbe a los hombres comer sangre:

Si un hombre cualquiera de la casa de Israel, o de los forasteros que residen en medio de ellos, come cualquier clase de sangre, yo volveré mi rostro contra el que coma sangre y lo excluiré de su pueblo. Porque la vida de la carne está en la sangre, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras vidas, pues la expiación por la vida se hace con la sangre (Ubieta López, 2008: 141)

La sangre aquí se considerada un fluido místico destinado a la divinidad y portador de la esencia de la vida, por lo que beberla equivale apoderarse de esa vida sacrificada. Esta concepción mística de la sangre como portadora de la vida se recupera también en la leyenda del Santo Grial, el vaso sagrado en el que, según el evangelio apócrifo de Nicodemo, José de Arimatea recogió la sangre de Cristo crucificado, confiriendo la inmortalidad a aquel que bebiera de dicha copa. Para el dios del Antiguo Testamento, desobedecer su mandato equivale a romper una ley sagrada; la literatura de vampiros no incide en este tipo de cuestiones, pero resulta interesante ver cómo transforma una ley ancestral en un recurso estético y la condensa en el personaje atemporal y condenado del vampiro.

 

No obstante, la figura del vampiro no es una invención puramente literaria sino que aparece ya en Mesopotamia entre la extensa variedad de demonios del imaginario arcaico. La criatura vampírica de la antigüedad era un ser monstruoso que compartía características humanas y animales. Sin embargo, con el paso de los siglos, esta criatura fue deshaciéndose de sus rasgos animales. Asimismo, el elemento erótico asociado al vampiro -y por extensión a la muerte- aparece tempranamente. Así, se ha encontrado una vasija sumeria en la que se representa a un hombre manteniendo relaciones sexuales con un vampiro femenino (Conde de Siruela, 2006: 15). Por tanto, la asociación entre el eros y el tánatos en la criatura vampírica es uno de sus primeros elementos constitutivos.

 

Sin embargo, la imagen literaria del vampiro nace en el siglo XIX directamente de las tradiciones eslavas. Durante el siglo anterior, la figura del vampiro había estado asociada a las epidemias que asolaban Europa; así, en medio de un panorama desolador en el que la muerte era una constante, las historias sobre estas criaturas se propagaron y llegaron a escribirse numerosos tratados que ponían de manifiesto la relación entre los vampiros y las epidemias, como Dissertatio Historico-Philosophica de Masticatione Mortuorum (1679) de Philipp Rohr o el Tratado de las apariciones de los espíritus y de los vampiros o revinientes de Hungría (1748) de Dom Agustín Calmet. A principios del siglo XIX el tema del vampiro se convierte en el recurso perfecto para desarrollar la nueva estética del horror como fuente de deleite que la novela gótica había descubierto. De esta forma, en 1819 se publica El vampiro de John William Polidori quien, sin proponérselo, establece el arquetipo del vampiro en la literatura inglesa. De este modo, desde el Sir Francis Varney de James Malcolm Ryme al Lestat de Anne Rice, pasando por el eterno Conde Drácula de Bram Stoker, el personaje del vampiro masculino es siempre el mismo.

 

Ahora bien, si en la primer parte del siglo XIX el vampiro es masculino, en la segunda mitad del mismo siglo la mujer, siempre relacionada con el tópico de la femme fatale, irá adquiriendo paulatinamente mayor relevancia en este tipo de literatura. Aunque es cierto que en la primera etapa del Romanticismo ya hay bastantes mujeres fatales, como la Salambó de Flaubert (1862) o la Carmen de Mérimée (1847), el arquetipo no quedaría del todo configurado hasta la segunda mitad del siglo XIX. La vampira clásica, ligada a la femme fatale, es una criatura que conserva todos sus atractivos humanos y que suele ser descrita como delgada, pálida, melancólica, de ojos profundos y negros y de larga cabellera del mismo color. En este sentido, la Condesa ideada por Pizarnik podría encajar en el canon, ya que en el texto es descrita como una mujer «de palidez legendaria, de ojos dementes, de cabellos del color suntuoso de los cuervos» (Pizarnik, 2014: 14). No obstante, la Condesa no participa del todo en el arquetipo de la vampira clásica ya que no suscita atracción en sus víctimas ni tampoco necesita hacerlo para llevar a cabo sus tropelías, puesto que su poder es absoluto.

 

De hecho, el personaje ideado por Pizarnik no es un vampiro en el sentido consuetudinario del término, ya que no absorbe la sangre de sus víctimas. No obstante, la Condesa es una vampira en tanto que vampiriza todo lo que le rodea. Erzsébet se desdobla y se proyecta a sí misma en su entorno, apropiándose de él. De esta forma, el castillo de Csejthe, su siniestro espejo, su autómata asesino y sus víctimas se transforman en imágenes especulares de la Condesa. Se convierten en sus otros cuerpos.

 

Otro factor que desvincula al personaje de Pizarnik de los vampiros clásicos como Drácula de la obra homónima de Bram Stoker o Lord Ruthven de El vampiro de Polidori es el hecho de que la Condesa no necesita la sangre para existir, sino que la utiliza por motivos estéticos y eróticos. El vampiro clásico está biológicamente muerto, por lo que precisa de ese líquido vital para poder perpetuar su existencia; sin embargo, la Condesa está biológicamente viva y, en ella, la sangre no es una necesidad vital sino un capricho narcisista motivado por un temor por la pérdida de la juventud y de su belleza intrínseca y, en última instancia, por el miedo a la muerte. Así, de acuerdo con Freud, la preocupación por la naturaleza efímera de la belleza puede desembocar en «amargado hastío del mundo» o en «la rebeldía contra esa pretendida fatalidad» (Freud, 1972e: 2118). De este modo, como veremos más adelante, esta conciencia del carácter perecedero de la juventud provoca ambos sentimientos en la Condesa. Por ello, en su delirio narcisista y melancólico, la Condesa vampiriza su entorno, se apropia de él y se oculta tras múltiples máscaras; por lo que, para llegar a su verdadera esencia es necesario despojarla de esos disfraces. En este sentido, y como se ha señalado, es un personaje complejo formado por los diferentes elementos que parasita. Es decir, se trata de una muñeca desarticulada, desmontable, que ha vuelto a ser ensamblada.

 

Por todo ello, La Condesa sangrienta de Pizarnik participa de recursos propios de la narrativa gótica -como el ambiente siniestro, la importancia del espacio arquitectónico o el uso de personajes nobles- y de la literatura de vampiros, como la relación que se establece entre sangre y vida a lo largo del texto o el deseo de inmortalidad y transgresión. Sin embargo, no es posible encasillarla en este tipo de literatura, ya que se trata de una obra fragmentaria, carente de linealidad y de trama, y porque la Condesa no es una vampira en el sentido estricto del término. 

Bibliografía

 

Amícola, José (2013): «La condesa sangrienta con las ilustraciones de Santiago Caruso». Revista Pilquen, XV, 16, pp. 1-7.

Bachelard, Gastón (1983): La poética del espacio. México: Fondo de Cultura Económica.

Bunson, Matthew (2000): The Vampire Encyclopedia. Nueva York: Gramercy Books.

Cirlot, Juan-Eduardo (1985): Diccionario de símbolos. Barcelona: Labor.

Conde de Siruela (ed.) (2006): «Imaginar el vampiro», en El vampiro. Madrid: Siruela.

Curran, Bob (2006): «Elizabeth Bathory», en Encyclopedia of the Undead. S. l.: Career Press, pp. 71-75.

Depetris, Carolina (2004): Aporética de la muerte: estudio crítico sobre Alejandra Pizarnik. Madrid: UAM.

Fitts, Alexandra (1998): «Alejandra Pizarnik’s La condesa Sangrienta and the Lure of the Absolute». Letras Femeninas, XXIV, 1-2, pp. 23-35.

Freud, Sigmund (1972a): «Tres ensayos para una teoría sexual», en Obras completas. Tomo IV, ed. de Jacobo Numhauser Tognola. Madrid: Biblioteca Nueva, pp. 1169-1237.

______________ (1972b): «Los actos obsesivos y las prácticas religiosas», en Obras completas. Tomo IV, ed. de Jacobo Numhauser Tognola. Madrid: Biblioteca Nueva, pp. 1337-1342.

______________ (1972c): «Introducción al narcisismo», en Obras completas. Tomo VI, ed. de Jacobo Numhauser Tognola. Madrid: Biblioteca Nueva, pp. 2017-2033.

______________ (1972d): «Duelo y melancolía», en Obras completas. Tomo VI, ed. de Jacobo Numhauser Tognola.  Madrid: Biblioteca Nueva, pp. 2091-2100.

______________ (1972e): «Lo perecedero», en Obras completas. Tomo VI, ed. de Jacobo Numhauser Tognola. Madrid: Biblioteca Nueva, pp. 2118-2120.

______________ (1974): «Lo siniestro», en Obras completas. Tomo VII, ed. de Jacobo Numhauser Tognola.  Madrid: Biblioteca Nueva.

González Moreno, Beatriz (2007): Lo sublime, lo gótico y lo romántico: la experiencia estética en el romanticismo inglés. Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha.

Grau, Olga (s. f.): «Espejo y melancolía. La Condesa Sangrienta de Alejandra Pizarnik». Escuela de Filosofía Universidad ARCIS, s. d.

Mateo del Pino, Ángeles (2001): «El territorio de la memoria: mujeres malditas, La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik». Rassegna Iberistica, 71, pp.15-31.

Montenegro, Rodrigo D. (2009): «La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik: una poética en el límite. El horror de la belleza; la belleza del horror». Espéculo. Revista de estudios literarios, 42. En: <https://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero42/condsang.html> (1 de julio de 2016)

Piña, Cristina (2012): «La palabra obscena», en Límites, diálogos, confrontaciones. Leer a Alejandra Pizarnik. Buenos Aires: Corregidor, pp. 14-50.

Pizarnik, Alejandra (2014): La condesa sangrienta. Barcelona: Libros del Zorro Rojo.

Punter, David (ed.) (2000): A companion to the Gothic. Oxford: Blackwell Publishers.

Sylvas, Graciela Aletta de (2000): «Para una lectura de La Condesa Sangrienta de Alejandra Pizarnik». Arrabal, 2-3, pp. 243-253.

Ubieta López, José Ángel (dir.) (1998): Nueva Biblia de Jerusalén revisada y aumentada. Bilbao: Desclée de Brouwer.

Venti, Patricia (2004): «Alejandra Pizarnik: visiones y silencios de La Condesa Sangrienta», en Yvette Sánchez y Roland Spiller, eds. La poética de la mirada. Madrid: Visor Libros.

 

 

Escribir comentario

Comentarios: 1
  • #1

    C. G. F. (jueves, 17 noviembre 2016 20:09)

    Me ha gustado. Desconocía que el factor de la arquitectura fuera determinante para hablar de novela gótica. Un saludo.