Los jefes

Roberto A. Cabrera

LOS MUCHACHOS echaron a correr. Se concentraron en el solar, junto a la calle. En ese momento las farolas se encendieron. Al fondo del solar, encajado entre dos edificios con paredes ciegas, una chabola maltrecha. Unos chiquillos, armados con palos, los aguardaban. Defendían la chabola. Los recién llegados midieron con la vista las fuerzas de la pandilla. Decidieron no adentrarse en el solar. Las distancias, respetar las distancias, susurraba el jefe. Estudiar el terreno. Los palos cambiaban de mano. Alguno estornudaba. Otro hurgaba en el suelo. Sopesaba unas piedras. Alguien se enderezó con un hierro. Lo alzó blandamente. Lo dejó caer a sus pies.

 

La pandilla de la chabola los ignoraba. Permanecían de pie, silenciosos, obstinados. Alguno entraba o salía de la chabola. Otro terminó por sentarse.

 

Somos menos, advirtió el jefe. Los muchachos callaban. Alguno respiraba aún con dificultad, a causa de la carrera. Otro se mordía las uñas. O escupía ante sí, con un gesto malogrado. Un perro entró en el solar. Correteó entre pilas de neumáticos, entre vísceras oxidadas de lavadoras, entre matojos miserables. Una muñeca desmembrada entre los dientes y el aire indeciso de quien vaga desconcertado. El perro se acercaba a veces a uno de los muchachos. Echaba a correr. Una huida sin motivo. Ellos lo observaban. Y era un alivio el animal. Les ofrecía el don de no pensar, ni decidirse. Los de la chabola espantaron al perro. A pedradas. Y desapareció. Entonces cayeron en la cuenta: se había hecho de noche.

 

Somos menos, volvió a susurrar el jefe. Los muchachos lo rodearon. Golpeaban el suelo con los palos. Alguno dio una patada a una piedra. Alguien dijo: hay que luchar. La piedra rebotó contra una pieza de chatarra. El ruido hizo más audible el silencio. Nos vamos. Otro día juntaremos más. Son tres a uno. Nos molerán. Mierda. Caguicas. A la mierda digo. Volvieron a callarse.

 

El jefe dijo: voy a hablar con ellos. Tiró su palo y se dirigió a la chabola. Los otros lo recibieron desdeñosos. Se apreció alguna nota burlona en el aire. Lo hicieron pasar a la chabola. Desapareció dentro.

 

Los muchachos siguen callados. Los palos ya no tocan el suelo. Se blanden levemente, a la altura del estómago. Alguien vuelve a interesarse por las piedras. Hace acopio desordenado de ellas. Otro se le suma, en cuclillas, con manos que hurgan a ciegas. Ahora todos están en pie. Cierran los puños, sobre los garrotes, sobre las piedras, sobre sí mismos. Aguzan el oído. Los hombros alzados, tensos. Un cosquilleo les recorre la espalda. Un puño en la boca del estómago. Y el aire de la noche, que no se mueve.

 

El jefe sale de la chabola. El jefe de la pandilla sale tras él. Los ven, de pie, uno junto a otro, con los brazos en jarras. Hablan entre sí. Las cabezas se giran, se encuentran. Alguna baja al suelo. Asienten ambos. Hay un estrecharse de manos y el jefe se despide.

 

Los muchachos, interrogativos, lo ven acercarse.

 

Nos vamos, dice. Aquí no hacemos nada. Es la paz.

 

Los muchachos evitan mirarse. Algunos palos caen al suelo. Las piedras caen. Los hombros. Alguna boca se abre. Se cierra.

 

El jefe echa a andar, con las manos en los bolsillos. Lo siguen, en silencio.

 

 

Los Sauces, abril de 2016.

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