Jordi Doce. Cuatro poemas

Jordi Doce

 

Incógnita

 

La voz del que corría por el bosque

¿era la tuya?

¿Eras tú quien hablaba

en la zanja contigua,

a solas con su miedo?

¿Susurrabas

en mitad de ninguna parte,

tumbado entre hojas secas?

 

Noche adentro

todo es cruz.

Todo escapa

cuando limitas con su sombra.

 

Almizcles te denuncian. Ropa vieja.

La cautela

que siembras al andar,

como esporas.

 

La pupila del cuervo

te va cortando a su medida.

El color de los abedules

es el color del extravío.


Aquí

 

Con Maribel Nazco

 

Es un sol que amanece como si se pusiera.

Una luz incompleta, la paciencia del tallo.

No sabes dónde estás,

por qué ruta llegaste,

 

pero aquí, donde el suelo

tiembla bajo tus pies

como un idioma a punto de extinguirse,

la curva del brotar y la curva del horizonte

 

se confunden,

respiran una en otra

para limar las formas de la tierra,

los velos y espesores de la tierra.

 

Aquí, donde tus ojos son ojos que te miran

y nada es del metal de que está hecho:

deltas, riberas, vestigios de animales

 

y cuerpos que se buscan bajo un sol ilusorio.


PIEDRA

 

A Edmundo Garrido

 

Vine para estar cerca de la piedra

 

—la piedra que aguarda en cualquier camino,

anónima y fiel,

que vio durar soles, planetas, prodigios

remotos,

que sufrió el castigo de vientos volubles

y fue deshojándose, menguando sencillamente,

descuidando sus confines

por los siglos de los siglos,

balbuciendo en sueños con la boca llena

 

—la piedra que estaba dentro de sí misma,

luchando por aflorar

 

—la piedra que poco a poco se convirtió en grumo,

en grano,

en polvo de escoria que el aire se lleva lejos

y desciende aquí, donde no hay camino,

vistiendo mis ropas y hablando en mi nombre.


PRIMER ACTO

 

–Aquí estás, con las ruinas.

–Es mi sitio.

–¿Llegaste por tu cuenta,

o alguien movió los hilos sin querer?

–Brillaban como nieve.

Eran copos que el viento

mecía en breves remolinos.

–Es triste el espectáculo

de la repetición, el agua

desnutrida.

–Nadie me dijo nada. –Nadie

era la contraseña.

–Hablas como si fuera irremediable.

–Hablamos por hablar, o así parece.

–Pero el niño que hablaba con el cuervo

no decía lo mismo.

–El niño se perdió en el bosque.

–Huellas

y más huellas en círculo,

como una diana…

–Lo recuerdo.

Era una tarde de septiembre

y el calor arreciaba:

polen sucio, álamos orgullosos

como lenguas de fuego.

–Lo recuerdo. Había tres caballos

en lo alto de una colina.

–Lo recuerdo:

el mundo estaba en calma y la casa en silencio.

–Pero el niño que dibujaba cuervos

vivía en esa casa.

–Era una mella en el mirar,

una mota de polvo en el ojo indefenso.

–La vi más tarde,

posada sobre nuestros nombres

en el libro de entradas de la clínica.

–Allí, junto a los árboles nevados,

fuimos felices.

–Pero el niño que alimentaba al cuervo

era el dueño y señor de los pasillos.

–Lo sabes.

–Más allá de los árboles no hay nada.

–No. Sí. Quiero decir que has vuelto.

–Aquí estoy, con las ruinas.

–Nunca te fuiste.

–Siempre lejos, siempre volviendo a casa.


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