Testigos de cargo, de Bruno Mesa

Yeray Barroso

La tarea más difícil para quien emprende el camino de la crítica quizá sea la de analizar un texto reciente sin quedarse en la mera descripción. Cuando aún el plano simbólico de la significación que nutre el libro no ha liberado la cercanía temporal, parece asunto casi adivinatorio indagar en las profundidades de sus laberintos. Pedregoso es, entonces, el camino de quien casi como hermeneuta se atreve a tratar de extraer los elementos claves de quien acaba de nacer, de quien aún no ha dado los pasos que puedan acrecentar las perspectivas. El margen de error aumenta y también la seducción para el crítico, pues es probable que no exista crítica sin riesgo ni aventura.

 

 

Me propongo así extraer las líneas simbólicas que cobran mayor relevancia en el reciente libro Testigos de cargo (Octubre, 2015), de Bruno Mesa, quien desde el año 2000 ha ido consolidando un  interesante camino poético. Para ello será necesario analizar los que, entiendo, son los elementos que de forma determinante nutren a la obra. Se necesitarán dos bloques temáticos. Por un lado el pesimismo y por otro el espejismo del paraíso.

Pesimismo

 

¿Puede la humanidad superar sus ruinas? Si de algo bebe Testigos de cargo es de preguntas y desalientos desde su primer poema, que podría incluso haber aparecido como sentencia con sus últimos cinco versos: “Y si caminamos aún erguidos / es por ver cómo caen esas columnas, por untar / la sangre que sabe a mermelada, / cerezas tan antiguas / que la tierra la recibe con el honor de la putrefacción”. Las ruinas, para el viviente, no están de forma única en la historia, en el paso y el peso de los siglos. También están aquí y ahora. ¿Acaso puede la ciudad, que en la apertura es Roma pero podría ser cualquier otra, estar orgullosa de su historia? Lo natural, entiende quien emprende el viaje, es estarlo a pesar de la misma, sentirlo todo en lo cotidiano. Si lo que está cayendo no se puede visitar únicamente en el museo, ¿es la sociedad actual la auténtica ruina? Con la afirmación a esta pregunta parecen partir estos testigos que nos muestran sus videncias. Ante esta perspectiva, el individuo, como engranaje de lo social, se encuentra en la escalera última y su mirada hacia el presente es desgarrada porque intuye una sociedad sin futuro:

Sólo falta en ese lugar la sospechada escalera final,

la que debe recordarnos que nuestro nombre no existe

y en un leve descenso, aprendiendo del barro,

ocupar nuestro hueco,

firmar el último divorcio con la carne,

 

inclinarse hacia el gusano. (p.11)

La escalera de los siglos se instala en la dicotomía entre la evolución y la vuelta a la insignificancia. La calle ya no es agradable y la ciudad parece no dar las soluciones para quien solo pretende sobrevivir, ¿Cómo salir del margen de la misma?

 

El peso simbólico que adquiere la desesperanza en la obra sitúa a los poemas del lado del dolor. No suele haber en ellos dicha o victoria, más bien un engranaje de sufrimiento que pretende dejar en evidencia un sistema de vida insertado en la podredumbre. Ser en estas circunstancias es no significar. Los yoes son leves y lo que espera tras la muerte no es aquí posible salvación religiosa, sino la desvirtuación de todo lo que fuimos: la investigación de nuestros restos tras la muerte. ¿Qué somos y qué podremos ser? No significado, pérdida del sentido:

            Mañana seguiremos discutiendo con bocas ajenas.

harán ceniceros con nuestros huesos.

Una rata disecada, nuestro cerebro y la etiqueta de un vino

ocuparán vitrinas cercanas en el museo de arqueología. (p.13)

 

La mirada que nos legan los testigos de cargo es desgarrada y a su vez crítica: hay unos pocos privilegiados frente a esto que se muestra. Subyace aquí una crítica social, como se muestra en el poema “Tres calles al sur”, donde lo cercano con la fiesta que pasa parece a la vez un territorio infranqueable, otro mundo. El lugar de los que sí viven frente a los que solo sobreviven. Esos que están solos a pesar de la gente, que transitan dentro del rebaño por una ciudad que quizá nunca se llegue a conocer del todo porque la sociedad vivida es la de lo urgente. ¿Puede uno sentir un desierto en la multitud? Esta es la pregunta que redunda este desasosiego: “y aunque veo agitarse a la multitud/ también sé que no hay nadie, / que es mentira este día que no acaba. / Tan huérfanos llegamos / que en la noche nos basta el hombro de un borracho / para encontrar un padre” (p.22).

 

Ante esta soledad el testigo se pregunta sobre su identidad (¿Qué soy?) y el poema responde: busca a quien más te desagrada en la multitud, esa persona es quien más se parece a ti. Nacer en este mundo, por tanto, es llegar con la carga de los siglos, con la hostilidad que condiciona al viviente desde que nace. La conclusión a este entramado de significación del libro es que la sociedad está enferma y que las opciones para quien pretende liberarse son limitadas: o entra al redil junto al rebaño o el margen espera. Ante esto solo queda renunciar a la gran marcha:

No hay antígenos para esa enfermedad, amigo,

sólo nos queda una íntima resistencia:

quedarnos rezagados en la gran marcha,

detener el asedio,

firmar un armisticio,

aprender a vivir como los perros de Antístenes,

y si no se cruza una bala en tu camino

defender cada palabra

como un testigo de cargo. (p.26)

 

 

Las fuentes cínicas inundan en libro. Lo inservible se muestra como tierra prometida a una humanidad desorientada. El vertedero es prueba de ello. Viajar tampoco salva al yo, condenado desde el principio. ¿Para qué llegar? Parecen preguntarse los testigos. Para defender la palabra, parecen responder.

welcome: Espejismo del paraíso

 

Cada bloque simbólico parece instrumentarse en las distintas partes en que se distribuye el libro, más intenso al comienzo que al final. Si en algo redunda la composición es en la mirada que no reconcilia al yo con la humanidad prácticamente en ningún momento, pese a que la tercera parte es alentadora en su apertura. Para ella se toma un texto de Derek Walcott: “el destino de la poesía es enamorarse del mundo a pesar de la historia”. Es en esta última y tercera parte donde se muestran los versos que encarnan algo de esperanza, sembrados en lo cotidiano, en la intimidad absoluta: en aquello de lo que se bebió. “Sonríe, amigo, no te cures/ eres un parpadeo / de alas de buitre, / una grieta en el desierto, un veneno, / tal vez un código binario, / un motor desecado en un barranco, / y todos los milenios se detienen / para inventar tus ojos” (p.86). Antes de esta petición de sonrisa que cierra el libro se desprende, eso sí, el espejismo del paraíso. Las ínsulas no son tan prometidas como parecen, ni tan Hespérides ni tan Atlántidas.

 

Si viajar no supone un gran cambio ni mucho menos una salvación, habrá que regresar entonces al punto de partida para leer lo próximo, una proximidad que viene herida por un pasado poco deseable y por un futuro incierto. Ahora no es la ciudad, sino la isla lo que es hostil. El testigo de cargo se introduce en el terreno de los símbolos del lugar exótico, del turismo que enfrenta al yo con el otro y en el que la primera persona deja de ser lo que era para no saber lo que es. En este punto es donde aparecen las máscaras, la careta necesaria para vivir:

Acercaros:

sois el maná y por estas calles

suele dormitar un perro

que podría serviros de guía

por nuestros apacibles tumores:

camadas impasibles, emperadores de su quinta,

párpados con escamas,

reblandecidos europeos, saldos de mitología

con la piel quemada

y una sonrisa de cemento para vuestras carteras.

 

La isla se inserta en la tradición para quien testifica en esta obra. El concepto que se tiene de ella viene de lejos: isla -nada- aislamiento. Miguel de Unamuno, cuando elaboró el prólogo a El lino de los sueños de Alonso Quesada, vio la profundidad del a-isla-miento del propio Quesada y de los jóvenes que habitaban la ciudad de Las Palmas. También habitó Agustín Espinosa como hijastro de la isla, como aislado, en la isla de las maldiciones. El sentido que adquiere esta visión para la obra que analizamos es el de la  ínsula como un olvido, donde la juventud no ha podido ser y necesita rebelarse o morir, como ocurre en “Chicos de mi calle”:

Lo quemarán todo.

Como papeles que el viento arrastra por las autopistas

nadie podrá detenerlos.

Corren equivocados,

seguros de cada error.

Nada les importa

más allá de esta noche.

Lo quemarán todo.

Nadie puede atraparlos

porque nunca fueron nada. (p.48)

 

Lo insular aquí tampoco tiene su centro de referencia claro, por eso se intuye como una periferia, como un alejamiento con respecto al otro. En ella son casi obligados la dureza, el dolor, la soledad y lo imposible. El paraíso proyectado hacia el exterior en forma de petición al visitante no solo se niega, sino que en esta ocasión el canto que se ejecuta es de nuevo pesimista. El paraíso se vierte como espejismo de una realidad que no es lo que se muestra: “no hay mayor violencia que tener esperanza” (p.51). Tampoco es agradable la visión que se tiene de lo próximo, que es desesperante, feo y terrible. De este modo surge la propia calle, la del yo, en la que casi no apetece la vida. También surge el agua, que invita a salir: “ese océano que lleva siglos diciendo «huye»” (p.52).

 

El interior en esencia no se diferencia de lo externo. Es igual de corrupto e igual de podrido. No hay salvación aparente aquí. Tampoco la hay allá. Este lugar próximo fue idealizado por otros, pero no es ideal, sino todo lo contrario. Su podredumbre nace de un lugar en que viven los ladrones. De nuevo la crítica es social y política. Sobre todo política en este plano. En el exterior las cartas de recomendación se atrincheran “Tres calles al sur” (p.12), en el interior lo hacen en “El cotarro de los ladrones” (p.54).

 

 

El espejismo del paraíso es, en definitiva, una venta constante, un desmoronamiento continuo (“El desmoronamiento es mudo como la gangrena” [p.59]). Por tanto, frente a la creencia de estar habitando lo ideal aparece la declaración de quien habita el libro: la fiesta ha terminado, queda la crisis existencial.

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