Los pasos de un viajero desencantado

Ramiro Rosón

Cuando abrimos las páginas de El cosmopolita, nos encontramos con un relato de viajes nada convencional, un fruto insólito y libérrimo del siglo XVIII que se abre con una frase que Lord Byron colocaría como epígrafe de su poema narrativo Las peregrinaciones de Childe Harold: El mundo es una especie de libro del que sólo ha leído la primera página quien no conoce más que su país. Su autor, Louis-Charles Fougeret de Monbron (1698-1760), una de las figuras menos conocidas de la Ilustración francesa, comienza su periplo geográfico y literario con una estancia en Inglaterra tras heredar la fortuna de su padre, que le permitirá financiar sus viajes. Allí queda tan admirado por la cultura y las costumbres inglesas que siente una gran pesadumbre cuando se ve obligado a abandonar el país para volver a Francia por asuntos de negocios. En el viaje de vuelta se detiene en Holanda, donde censura la obsesión de las gentes por el beneficio económico (en sus propias palabras, el dinero es su único dios y el mezquino ahorro su virtud capital), debido a la moral calvinista del trabajo y el sacrificio, la misma que según Max Weber influiría de manera decisiva en la génesis del capitalismo. Nuestro viajero pasa una temporada en París, disgustado con las costumbres y con el estado general de Francia, hasta que conoce al embajador francés en Turquía y consigue marchar al país otomano con él, en uno de los barcos que forman la expedición que los conduce hasta allí.

En la travesía por el Meditérraneo, Fougeret aprovecha para conocer islas griegas como Chipre, Rodas e Ítaca, lugares que, pese a encontrarse deshabitados y estériles cuando los visita, guardan para él el grato recuerdo de la literatura y la mitología de la Antigüedad grecorromana. Cuando llega a Turquía, se une al séquito del embajador y así consigue entrar en el palacio del sultán del imperio otomano, cuya magnificencia le sorprende. Se aloja en la casa de otro diplomático francés, pero también frecuenta la residencia del embajador de Suecia. En casa de este último tendrá lugar una anécdota que hará pensar a Fougeret sobre la relatividad de las ideas humanas. Un grupo de músicos turcos ofrece un concierto al embajador: los turcos que se encuentran entre el público aplauden con entusiasmo, pero al escritor su música le resulta desagradable al oído en extremo. Sin embargo, después de la actuación de los turcos, cuando un grupo de músicos europeos toca algunas piezas de su gusto, sucede justo lo contrario: los turcos comienzan a reírse a carcajadas, pues la música europea les parece ridícula y nada armoniosa. De este episodio Fougeret concluye que nuestros gustos dependen de nuestra educación y de nuestro carácter.

 

Por otro lado, el viaje al país otomano le sirve de excusa para burlarse de los monjes capuchinos, hacia los que parece sentir un fuerte desprecio, en la línea del anticlericalismo que caracterizó a buena parte de la Ilustración francesa, como Voltaire, Diderot y Holbach. Fougeret considera a estos monjes como parásitos que viven de pedir limosna y de la veneración supersticiosa que los católicos les profesan. Al mismo tiempo se ríe de la literatura de viajes de su siglo, que ofrece una visión fantasiosa de Turquía, narrando toda clase de historias y aventuras novelescas. Por el contrario, nuestro viajero destaca que en los harenes de los sultanes y los pachás, celosamente vigilados por numerosos guardias y escondidos tras altos muros, jamás podrían darse las historias de jóvenes galanes que seducen o raptan a las odaliscas, que solían contar los escritores de viajes de la época.

Después de su estancia en Turquía, Fougeret regresa a Francia por barco, haciendo una breve escala en Malta. En el trayecto de Malta a Francia, cuando la nave pasa junto a las islas de Hyères, situadas junto a la Costa Azul, la tripulación teme sufrir el ataque de una flota de barcos ingleses que había atracado en estas islas, pues en aquel momento Francia e Inglaterra se encontraban en un periodo de fuerte hostilidad mutua, pero finalmente no se produce el ataque y la nave llega indemne hasta Francia. El autor confiesa su alivio por no haber tenido que enfrentarse a un combate naval, con los peligros que ello implica, pues le parece preferible conservar su integridad física a convertirse en un mutilado de guerra, por más honores y distinciones que se le ofrecieran en tal caso:

 

Sin embargo, suponiendo que, contra toda esperanza, se me hubiese tratado como a un militar, ¿dos dedos de cinta de color de fuego en un ojal o una modesta anualidad me habrían hecho olvidar alguna vez la sustracción de alguno de mis miembros? Y el honor de sostener mi cuerpo sobre dos muletas, o de sonarme la nariz con una sola mano, ¿habría sido equivalente al placer de estar bien seguro sobre mis dos pies y poder aliviarme a mi antojo con la derecha y con la izquierda?

 

No creo en modo alguno que se me pueda hacer ver en eso una verdadera compensación. Al contrario, estoy muy seguro de que no hay ni uno de esos ilustres y gloriosos mutilados que no sacrificase todos los laureles de Marte por recuperar su estado inicial si la cosa estuviese en su poder. En cuanto a mí, que no encuentro nada de sobra en mi persona y que amo todas mis proporciones, no cedería ni un gramo de ellas por cien quintales de gloria.

La nave fondea en la bahía de Toulon, donde Fougeret desembarca. Desde allí se dirige a París tras haber pasado ocho días de cuarentena en un lazareto con los demás pasajeros. Cuando llega a la capital francesa, lo ataca una fiebre maligna que lo lleva al borde de la muerte, pero, contra todo pronóstico, se cura de la enfermedad y poco después decide partir a Italia. En este punto, Fougeret reconoce que su pasión por los viajes le ha hecho adoptar una visión pesimista del género humano, al que define como egoísta e interesado por naturaleza, por más que intente disimular su verdadera condición bajo una máscara de amabilidad. De este modo, el escritor francés recuerda por momentos a Thomas Hobbes y su visión del ser humano como un lobo para sus semejantes:

 

Antes no tenía ni idea de por qué los hombres me eran odiosos. La experiencia me lo ha descubierto. He conocido a mi costa que la dulzura de su trato no compensa los fastidios y sinsabores que resultan del mismo. Estoy totalmente convencido de que en todas partes la rectitud y la humanidad son sólo términos convencionales que en el fondo no tienen nada de real ni de verdadero, que cada uno vive sólo para sí y sólo se ama a sí mismo, y que el hombre más honrado no es, propiamente hablando, más que un hábil comediante que posee el gran arte de acicalar las cosas bajo la máscara impostora del candor y la equidad. Y por razón inversa, el más malvado y despreciable es el que menos sabe fingir.

En consonancia con este pesimismo antropológico, Fougeret piensa que el objetivo de la moral y de la ley no debe consistir en perfeccionar al hombre, lo cual resulta imposible, sino sencillamente en apartarlo de las inclinaciones perjudiciales para los demás:

 

El objetivo de las leyes y de la buena disciplina no es cambiar la obra de la naturaleza ni refundir nuestros corazones. Su intención es solamente ayudar a librarnos de nuestras inclinaciones criminales. A nadie se responsabiliza de tener un mal fondo, pero sí de sus malas acciones. Lo que perjudica a la sociedad es practicar el mal, no el deseo secreto de hacerlo. Sin el perjuicio de la reputación y el temor a los castigos, nunca se habría conocido la palabra virtud. Éstas son las dos ataduras que retienen a los hombres y son su seguridad recíproca. Tal vez sorprenda que con estos pensamientos tan poco ordinarios pueda permanecer en el tumulto del mundo, pero tengo que decir que el universo es para mí un espectáculo continuo en el que me recreo gratis y que miro a los seres humanos como a los titiriteros que a veces me hacen reír pero a los que, en cualquier caso, ni amo ni estimo.

 

Estas palabras recuerdan a las de Alceste, el protagonista de la comedia de Molière El misántropo, quien deseaba retirarse, debido a su misantropía, a un desierto u otro lugar donde pudiera evitar todo contacto con el resto de los hombres. Sin embargo, a diferencia de Alceste, Fougeret prefiere permanecer entre los hombres para reírse con el espectáculo de la sociedad, con el gran teatro del mundo. Por otro lado, pese a su pesimismo antropológico, reconoce que el hombre es un ser social y que los individuos humanos necesitan unos de otros. Por ello recomienda establecer relaciones superficiales con los demás, sin llegar a conocerlos en profundidad, pues ello supondría siempre una decepción:

 

Por otra parte, no se puede estar eternamente dedicado a uno mismo. Un poco de compañía, buena o mala, ayuda a pasar el tiempo. Como he dicho, el único modo de hacer que la vida sea agradable en las relaciones con los hombres es tratar con ellos superficialmente y dejarlos, por así decir, con buen sabor de boca, pues la repugnancia sigue siempre al conocimiento demasiado profundo.

Tras un mes de viaje por Italia, Fougeret llega a Roma. Visita el Vaticano y ve al papa bendecir a la multitud en una ceremonia religiosa, lo cual le sirve de excusa para desatar en el texto su anticlericalismo y su crítica ilustrada a las religiones. Poco después conoce por casualidad a un conde italiano de origen bastardo, fruto de los amoríos que un cardenal romano había mantenido con la hija de uno de sus criados. De este personaje el autor afirma que era un muchacho de trato agradable, pero a la vez reunía los vicios más frecuentes del libertino: la afición a la bebida y al juego, el trato deshonroso a las mujeres, el uso continuo de la mentira y del engaño y la costumbre de no pagar las deudas. Enseguida Fougeret se hace buen amigo del conde, pero éste le da a conocer un día a su amante, llevando al extremo su complacencia, y el escritor francés contrae la sífilis. Este accidente, sumado al hecho de que el conde le había robado cierta suma de dinero, rompe de súbito la amistad entre ambos. Fougeret decide aprovechar el resto de su estancia en Roma para visitar los monumentos y contemplar las obras maestras que alberga la ciudad. Esta experiencia estética lo lleva a la conclusión de que los artistas modernos a menudo igualan y a veces incluso superan a los antiguos, contra la opinión reinante en la época, según la cual el arte de la Antigüedad ofrecía un modelo de perfección inigualable, que los siglos posteriores imitarían en vano:

 

Por ejemplo, ¿qué monumento puede ser puesto al mismo nivel que la iglesia de San Pedro en cuanto a la magnificencia, la extensión, las proporciones y la elegancia de su arquitectura? ¿Qué se puede comparar a la magnífica columnata del viejo Louvre, que encandila por igual los ojos del estúpido ignorante y los del juicioso conocedor? En fin, ¿cuántas estatuas se pueden encontrar que sean superiores o, por así decir, cuántas se pueden encontrar que se sitúen al nivel de las de Puget? Si alguna cosa les falta, es posiblemente la vejez, por la que se tiene prejuiciosamente un respeto tan ciego que las obras más ordinarias marcadas con su sello tienen a menudo un precio inestimable.

 

Junto a las obras de arte, el viajero francés observa con atención las costumbres de la sociedad romana. Desde su visión ilustrada y su crítica mordaz, se complace en ridiculizar algunas prácticas religiosas, como la obsesión de los fieles por conseguir indulgencias y bendiciones papales, que censura como ejemplos de superstición y de hipocresía. Terminada su estancia en Roma, se dirige a Nápoles con el único propósito de escalar el monte Vesubio. Sin embargo, cuando llega a la ciudad del sur de Italia y sube hasta la cima del volcán, le decepciona lo que se encuentra y afirma sin reparo que no vio sino un gran agujero y mucho humo. La visita a la ciudad de Nápoles y sus alrededores compensa la decepción sufrida con el Vesubio, pues descubre singulares prodigios de la naturaleza, como la gruta de Pozzuoli y el cráter de la Solfatara, y lugares relacionados con la mitología clásica, como el lago del Averno, un lago salino en que los poetas antiguos se inspiraban para sus descripciones del inframundo, o la cueva de la Sibila de Cumas, donde la legendaria pitonisa habitaba y recibía los oráculos del dios Apolo. Pero Fougeret recoge una explicación más pedestre sobre el origen de esta cueva: se decía que la sibila la había excavado para reunirse en secreto con un sacerdote de Apolo al que tenía por amante.

 

Esta explicación da pie de nuevo a que el escritor francés desate su anticlericalismo, pues en su opinión los religiosos se privan en apariencia de los placeres carnales para degustarlos con más intensidad en secreto: en sus palabras, hacen de las dulzuras del amor un fruto prohibido para encontrarlo más exquisito, para saborearlo más deliciosamente cuando pueden tomarlo a hurtadillas. Fougeret ilustra esta opinión relatando un encuentro amoroso que mantuvo con una joven novicia a bordo de una diligencia, en el curso de un viaje por Flandes. Al mismo tiempo, como ya hiciera en Roma, no pierde la ocasión de criticar las prácticas religiosas de los napolitanos: se burla cuando ve cómo las gentes se llevan huesos de las catacumbas de los primeros cristianos como santas reliquias, sin saber si se trataba de los restos de un santo o de un delincuente, y asiste con gran escepticismo al presunto milagro de la sangre de san Genaro, que según la tradición fermenta y hierve cuando se acerca la festividad del santo. Pero nuestro viajero también aprovecha para visitar el famoso teatro de san Carlos y acudir a una función de ópera en presencia del rey de Nápoles y de su corte. En la polémica entre los partidarios de la música italiana y la francesa, se decide por la de su país, considerando que las óperas francesas poseen mejores escenas y diálogos que las italianas, llenas de arias interminables para que los cantantes exhiban su virtuosismo.

 

Desde Nápoles, Fougeret se dirige hacia el norte de Italia con el objetivo de llegar a Venecia. Se detiene en Loreto, en cuya basílica se guarda la casa donde según la tradición nació la Virgen María en Nazaret. Nuestro viajero cuestiona las leyendas populares surgidas en torno a este lugar, como la creencia de que varios ángeles trasladaron la casa de la Virgen desde Dalmacia en el siglo XIII o la de que la imagen de la Virgen que se encuentra en la basílica fue esculpida por san Lucas, patrón de los artistas. Se embarca en un paquebote de Ferrara a Venecia y, cuando llega a su destino, queda fascinado por el ambiente del carnaval veneciano y los personajes de toda clase que aparecen entre la muchedumbre: vendedores de elixires, echadoras de cartas, sacamuelas, domadores de osos, actores, equilibristas, bailarines y cantantes, que convierten las plazas y calles de la ciudad en un formidable espectáculo. Frente a la opinión generalizada en su época, no le parece que Venecia sea una ciudad caída en el desorden y el libertinaje si la compara con París o Londres. Pese a los defectos de sus gentes, como la insolencia de los gondoleros o la costumbre de orinar y defecar en los edificios monumentales, el autor afirma que Venecia es, sin duda, el lugar del mundo donde uno puede sacar provecho a la vida del modo más agradable, sumándose a la larga lista de viajeros insignes que en diversas épocas se han rendido a la belleza y el encanto de la ciudad del Adriático.

 

Cuando se cansa de Venecia, el trotamundos francés atraviesa la región de Etruria y visita Florencia. No deja de alabar la buena situación de la ciudad toscana, la majestad de sus edificios, la dulzura de su clima y la belleza de los paisajes que la rodean. Nada más entrar en sus calles, presencia un fastuoso cortejo en el que marchan, montados en gran número de carrozas, damas y caballeros vestidos con una riqueza y un gusto admirables. Sin embargo, se sorprende cuando le dicen que el motivo de todo aquel boato era que un gentilhombre del país quería hacerse fraile, pues a su juicio se le iba a felicitar por la tontería que hacía de renunciar al trato con personas honradas para enrolarse en un grupo de despreciables holgazanes. En una iglesia de la ciudad, tiene la ocasión de ver cómo una joven toma los hábitos de monja por la coacción de sus padres, en una escena que sin duda recuerda a las primeras páginas de La religiosa, la célebre novela de Diderot en la que una joven francesa, Suzanne Simonin, es obligada por su madre y su padrastro a ingresar en un convento de París:

 

Tuve la curiosidad de asistir a la toma del hábito de una de esas desgraciadas víctimas de la avaricia de sus padres. La tristeza dibujada en sus ojos anunciaba claramente que su vocación no era sincera, pero las miradas amenazantes de una madre inhumana le arrancaron un consentimiento contra el que protestaba su corazón, a pesar de la violencia que se hacía a sí misma para ocultar la turbación. No me es posible expresar el dolor y la indignación que sentí al contemplar una ceremonia tan bárbara. Me escapé de la iglesia con el rostro cubierto con mi pañuelo bañado en lágrimas y bendije mil veces a los pueblos que, al tener horror a estos infames y tiránicos abusos, sólo conocen la prisión para los malhechores.

 

Fougeret prosigue su rumbo por Italia, visitando Pisa, Livorno y Génova. Retorna a Francia, pone en orden sus finanzas y parte hacia Berlín, donde el embajador francés lo introduce en las principales casas de la ciudad. Sin embargo, sufre las intrigas del marqués d’Argens, escritor francés protegido por Federico el Grande, quien acusa en falso a Fougeret de difamar a la corte de Prusia en sus obras. Desde Berlín se traslada a Dresde, donde conoce la corte de Sajonia, y regresa de nuevo a Francia. Poco después del retorno, la pasión de viajar embarga una vez más a Fougeret, de manera que decide partir hacia España. Con este objetivo recorre el sur de Francia, haciendo escala en Perpiñán, y llega a Barcelona en la víspera del Corpus Christi.

 

Cierto día, mientras pasea por las calles barcelonesas, una prostituta le hace señas desde el balcón de su casa para que suba. Cuando llega a su habitación, descubre que se trata de una muchacha a la que había conocido en los burdeles de París. Fougeret le pregunta cómo ha terminado en España y ella le narra toda la historia de su vida. Hija de una lavandera y de un padre desconocido, había mantenido sus primeras relaciones con un monje carmelita y no tardó en entregarse a una alcahueta que la inició en la prostitución, hasta convertirse en una de las meretrices más famosas de París. Poco después se trasladó a España con un rico oficial de la guardia valona que se había enamorado de ella, pero éste murió de viruela al cabo de tres semanas, dejándola sola y sin recursos en un país extranjero. Sin embargo, pudo conocer a un comisario del Santo Oficio, gracias al que ahora lleva una vida acomodada y que obtiene su riqueza extorsionando a la gente con falsas acusaciones. Aprovechando que este personaje se ha marchado unos días a Gerona, el escritor francés se reúne varias veces con esta vieja amiga suya para decorar con una cornamenta la cabeza del comisario del Santo Oficio. Más tarde Fougeret visita Zaragoza y Madrid, donde se queja de la suciedad y la falta de higiene en las calles. No tienen desperdicio las palabras vejatorias que dedica a España, sin duda escritas bajo el peso de la leyenda negra, pero que aun a día de hoy harían rasgarse las vestiduras a más de un españolista furibundo:

 

España es la más orgullosa de las naciones y la que tiene menos motivos para serlo, a menos que las cualidades monacales –a saber, la beatería, la holgazanería y la mugre– sean títulos para enorgullecerse. En todo caso, no se le puede negar una gran bravura a este pueblo altanero y soberbio, pero sería de desear que lo templara la humanidad. Se recordarán siempre con tanto horror como indignación los actos crueles y feroces que llevaron a cabo en la conquista del Nuevo Mundo y los ríos de sangre que hicieron correr. Sólo los diablos o los frailes pueden haber inspirado tanta barbarie.

 

Pese a que España le desagrada, continúa su viaje por la Península Ibérica hasta Lisboa. Una vez más, allí percibe el omnímodo poder de la Iglesia sobre toda la sociedad, pues, al igual que en España, el Santo Oficio campa por sus respetos y los curas y frailes reinan tan poderosamente que tiemblan hasta sus familiares más cercanos. Las mujeres portuguesas, según Fougeret, apenas salen a las calles salvo para acudir a la iglesia, pero se celebran tantas ceremonias religiosas y procesiones que siempre tienen excusas para estar fuera de sus casas sin que sus maridos puedan oponerse. Infelices en el matrimonio, a menudo aprovechan estas salidas para cometer infidelidades con sacerdotes, como reconoce una dama conversando con el autor:

 

Se nos acusa […] de disimular. ¿Quién tiene la culpa sino los hombres? ¿Hay algo más injusto y ridículo que las leyes que nos imponen? Todas esas reglas de buenos modales, esa discreción, esa modestia a las que nos sujetan, ¿son realizables? Si es cierto que estamos hechas de la misma pasta que ellos, como nuestras pasiones y apetitos lo demuestran por otra parte, ¿no es muy extraño que quieran forzarnos a vencer una naturaleza a la que ellos mismos se ven forzados a ceder continuamente? Nuestra condición es tal que, al no poder obedecer a nuestros tiranos, nos hemos visto obligadas a recurrir a la picardía y al disimulo para descanso suyo y nuestro. Nos quieren modestas, castas, discretas, piadosas: nos ponemos la máscara de todo ello a fin de que estén contentos y nosotras también. Convertimos en placeres nuestros pretendidos deberes. Los trucos que inventamos para engañar a nuestros vigilantes tienen la dulzura que sólo nosotras sabemos apreciar y sentir.

 

Hastiado de Portugal, nuestro viajero se embarca en una flota inglesa que parte de Lisboa a Gran Bretaña, pese a que Francia se encuentra en guerra con los británicos. Al cabo de un mes de navegación, el mal tiempo obliga a la flota a desembarcar en Portsmouth antes de llegar a su destino. Desde allí Fougeret se dirige a Londres: en los primeros días, vuelve a quedarse maravillado por las costumbres de los ingleses, pero más tarde se da cuenta de que también poseen defectos como todos los seres humanos, ya que su afán por distinguirse de las demás naciones consigue que prefieran pasar por singulares, caprichosos y raros antes que parecerse a otros pueblos del universo. Con todo, se muestra generoso a la hora de alabar sus virtudes, reconociendo que son uno de los pueblos más dignos de estima y admiración del mundo, por su carácter valiente y humanitario, su interés por las artes y la igualdad ante la ley que protege a todas las clases sociales, pues disfrutan apaciblemente de lo que tienen sin temor a que un poder arbitrario les prive de ello.

 

Cuando las potencias europeas envían a sus ministros para firmar la paz de Aquisgrán, Fougeret vuelve a París y pasa tres meses en la capital francesa hasta que comienza a preparar otro viaje. Mientras organiza los preparativos, un comisario de policía y un detective se presentan en su domicilio para examinar sus escritos, que se llevan en un paquete precintado, lo detienen y lo conducen hasta la prisión real de Fort-l’Évêque, situada en el centro de París. La detención se debe a que Fougeret había escrito una novela sobre la prostitución, Margot la remendona, y aunque no la había publicado tuvo la imprudencia de dejársela leer a un mediocre autor de la época, el abate d’Alainval, que reveló el contenido de la obra y consiguió que lo acusaran ante la policía de redactar un libelo contra la religión y el gobierno. El inquisidor de la policía, tras leer su obra, se dio cuenta de que le habían engañado, pero inventó falsos cargos para justificar la detención de Fougeret sin verse obligado a admitir el error que había cometido, insinuando incluso que se trataba de un difamador pagado por el gobierno inglés. Cuando el caso llega al ministro de policía, éste ordena la liberación de Fougeret, pero la orden no se cumple hasta un mes más tarde. Este retraso se debía a que el escritor francés se había negado a redactar una instancia en tono servil y suplicante dirigida al inquisidor de policía, que podría haber agilizado su salida de la prisión, pues este trámite le parecía ridículo y humillante. Para colmo de males, el rey dictó una orden de alejamiento sobre Fougeret, prohibiéndole acercarse a más de cincuenta leguas de París. En esta situación, harto de las vejaciones que ha sufrido en su patria, nuestro viajero decide marcharse de nuevo a Londres, donde termina este libro declarándose ciudadano del mundo por encima de cualquier identidad nacional:

 

Por lo demás, si he actuado mal, acepto la condena y me someto voluntariamente al ostracismo. Mientras tanto, mi retirada es tranquila, pues me encuentro bien en cualquier sitio menos en prisión. Todos los países me son iguales, siempre que pueda disfrutar en libertad de la claridad del cielo y pueda mantener convenientemente a mi persona hasta el fin de sus días. Señor absoluto de mi voluntad y soberano independiente, cambio de lugar, de costumbres y de clima a mi capricho; tengo de todo y no necesito de nada.

 

Hoy estoy en Londres, quizá dentro de seis meses me encuentre en Moscú, o en San Petersburgo, en fin, ¿qué se yo? No sería un milagro que un día llegara a Isfahán o Pekín. Acepto que una conducta y una manera de pensar tan singulares me acarreen muchas más censuras que aplausos, pero después de haberme expresado al comienzo de esta miscelánea como lo hice acerca de los hombres, se podrá juzgar cabalmente que tanto su censura como su apoyo me resultan igualmente indiferentes. Me aplaudan o no, mi amor propio no se va a envanecer ni a humillar por ello. La estima de los humanos depende de tan poca cosa, se adquiere y se pierde tan fácilmente, que su adquisición no vale la pena ningún esfuerzo, por pequeño que sea.

 

En definitiva, nos encontramos ante un libro de viajes tan insólito como interesante, que describe todo el periplo de su autor con sencillez y amenidad, como si se tratara de la obra de un periodista viajero, pero con el estilo elegante y el sentido crítico de la Ilustración francesa. Desde la primera página, cuando Fougeret dice que parte a Inglaterra para encontrar al hombre al que Diógenes buscaba paseando, a plena luz del día, con un fanal encendido por las calles de Atenas, este libro expresa una fuerte vinculación a las ideas de los cínicos, chocando con el trasfondo estoico de la mayoría de los filósofos ilustrados, que creían en la idea de un derecho universal y común a todos los pueblos. De este modo, propone un cosmopolitismo de raíz cínica, en el que el ser humano se convierte en ciudadano del mundo por estar en diversos lugares y porque se va conociendo a sí mismo a través de esos lugares, sin reivindicar más derecho que la inquietud y el deseo de salir de viaje a la menor ocasión. Posiblemente resulte una propuesta demasiado individualista para generar un proyecto político y social, pero en todo caso puede tener validez como proyecto vital para quienes se sientan atraídos por ella.

 

 

Por su visión desengañada y pesimista de la humanidad, Fougeret se ganó fama de misántropo y hombre carente de sentimientos, hasta el punto de que Diderot llegó a calificarlo de tigre con dos patas. Sin embargo, pese a esta misantropía, El cosmopolita se dirige a otros (es decir, a sus potenciales lectores), pues no se trata de una obra que el autor deseara guardar para sí mismo, y en todo momento describe y analiza las relaciones que entabla con sus semejantes. Por este motivo, cabe suponer que Fougeret era, como afirma el profesor de filosofía Julio Seoane en el epílogo de este libro, solo un hombre contradictorio que se había dado cuenta de que el primer paso es el amor a uno mismo, el propio interés, si queremos decirlo así, pero que tal paso genera inmediatamente algún tipo de cariño, de relación donde el corazón se emociona y deja de ser el de un tigre para convertirse, simplemente, en el de un ser humano que ni siquiera sabe quién es hasta que se topa con el relato de su propia vida.


*El cosmopolita. Louis-Charles Fougeret de Monbron. Editorial Laetoli, 2011. 112 págs.

 

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Comentarios: 1
  • #1

    Sergio B. (martes, 01 marzo 2016 14:50)

    Muy buen texto, Ramiro. Me compraré el libro. Las editoriales deberían considerar este tipo de crítica literaria como elemento publicitario... ¡y pagar a la gente que lo hace tan bien como tú!