Vueltas y revueltas para una aproximación a la obra de Eugenio Padorno

Javier Hernández Fernández

Todos nos agitamos

como flores cerradas por un apasionado viento.

El viento no nos conoce.

 Antidio Cabal

 

 

El azar puede determinar la vuelta a la obra de muchos autores, pero solamente aquellos que han hilvanado una obra llena de cuerpo permiten, con los años e independientemente de ellos, una relectura, un espacio nuevo para su interpretación. La obra de Eugenio Padorno se encuentra entre estas, pues permite al lector conocer, como si de una primera vez se tratase, unas letras que en un principio probablemente pasaran por oscuras y eruditas, alejadas de la vida. Esta segunda posibilidad, víctima de un cierto azar, podrá hacernos reconocer a lo largo de todos los libros publicados por el autor, al poeta, al profesor, al filósofo, y también al hombre que vive bajo su letra. 

La poesía que encuentra Eugenio Padorno, ya desde sus inicios, horada, como por instinto primario, las tierras raras de la reflexión sobre la creación literaria, el cuestionamiento acerca de los hilos articulantes de los procesos creativos, maravillado el escritor ante un horizonte oblongo y manso, a sus pies, por un instante:

 

HABITANTE en luz,

sentir sus embestidas

por los alrededores tibios

de las formas precisas,

sembradas a voleo. Viene creciendo

hasta mis labios de no sé qué venero.

Miedo me da de alzar los hombros

por no romper su transparencia.

[…]

            Todo me está diciendo: estás.

            En el fondo del aire

espera una forma posible

de la muerte,

virgen para tus ojos que pregunta,

oh viajero en la luz,

de paso hacia la nada.

 

Se percibe una entrega exclusiva, en los primeros poemas, a la Poesía, sin más, al tiempo que intuimos una inclinación personalísima hacia el trabajo del lenguaje. Es también desde la poesía que Eugenio Padorno guía sus naves hacia el pensamiento y la filosofía, de la mano de la reflexión sobre la creación literaria y el enfrentamiento familiar con esas incertezas que abonan todo proceso creativo, la indagación acerca de los porqués, sus primeros y propios porqués (¿constantes?), sobre el antes y el después de la letra escrita, sobre esos ecos que, una vez liberan su irradiarse desde dentro, empapan toda la realidad del que escribe. Es desde aquí que el lector puede leer los conocidos minutarios del autor como el fértil y natural emparejamiento (hallazgo, descubrimiento) entre un terrero ilimitado, sin las cercas del verso vertical y dictatorial, y las ansias del autor por encontrarse y decirse, por erguir y mostrar su pensamiento; aquí el poeta comienza a dar vida a la costumbre de mudar la piel constantemente, la búsqueda perpetua del que se sabe habitante de un seno filosófico, y que busca sin pausa llevar su peso a la cima.

 

Primero me fue dado oír sólo dos o tres notas luego hube de seguir por mi cuenta con la disposición auditiva de un felino el resto de la remota melodía… Y es que, a veces, sin que jamás hubiésemos oído cierta secuencia musical, hemos tenido la experiencia de haber sido capaces de preverla, de adelantarnos en el tarareo de sus notas, porque de su secreto debíamos estar hechos, fieles a la evocación de su tonada, ritmo de quiebros aún inexistentes. más, de algún modo, a tientas, como avanzar a tientas, con las yemas titubeantes de todo el cuerpo entre la tierra firme y los perforados abismos del alfabeto Braille. 

 

El pensador en el poeta poco a poco toma cuerpo, un cuerpo que le es propio y natural, volviéndose, al mismo tiempo, inseparable del poeta, amante de la poesía, buscándose incluso cuando el género textual pretende separarlos. Porque la poesía, en Eugenio Padorno, es medio y alimento para sí misma, temblor para el pensamiento:

 

Pues bien; así he iniciado estas líneas, a las que dejé que fueran poco a poco imponiendo lo que llamo “su” música, en la sospecha de su naturaleza, desarrollo y deriva. […]

 

Este DECIR no es el de un hacerse con palabras, sino, más bien, lo contrario: un deshacerse de ellas, con transacciones incluso generosas, pues no es permitido ir examinando y calculando en el acierto de la enunciación que pasa a estar entre otras cosas necesarias; este DECIR es un des-cortezar (a la manera, por ejemplo, que se quitan las sucesivas capas de una alcachofa o de una cebolla), y al tiempo que se avanza hacia el núcleo, no deja de anunciarse su desaparición: es ¡ante nuestros ojos! un progresivo igualar el Todo y Nada. Lenguaje que se hace silencio que antes fue lenguaje.

 

Temblor éste como aquel que desvelara la filósofa María Zambrano, que encuentra otros ecos y cuerpos en nuestra literatura (véase la obra de Jorge Rodríguez Padrón) y que en la obra de Eugenio Padorno se extrema a través del compromiso del autor con el lenguaje y la exigencia expresiva, exigencia ésta alejada de la naturaleza lúdica que, por ejemplo, podemos encontrar en otros poetas como Federico J. Silva. Es por ello que la lectura de la poesía de Eugenio Padorno, y también de su obra en prosa (ensayo, crítica literaria, poesía horizontal) provoca en el lector la suficiente extrañeza como para empujarlo al cuestionarse acerca de los motivos y deseos que llevaran al autor tan hacia los brazos del lenguaje, tan hacia ese aire grave y solemne romántico en cierta medida, sobre todo cuando el autor se reconoce

 

[…]el fascinado pescador de bajura que si bien se inclina sobra la transparencia de los charcos, ha dejado dispuesto en las altas mareas de la luz el grave anzuelo con el engodo único de su alma, y aguarda, aguarda el primer leve halar desde lo oculto que da paso al tirón extremoso del lenguaje.

 

Es precisamente la relación que el autor establece y alimenta con el lenguaje lo que invita a la persona que es el autor (la parte humana de todo artista) a participar del laberinto y viaje de la creación literaria, dejándose ver en sus textos, en apariencia vestido pero desnudo, en realidad, cubierto con poco más que dudas y preguntas    

             

[…]

¿PERO estaba la vida verdadera en aquello que entonces comenzaba a escribir? ¿Aquello que en forma de recuerdo o de ausencia (de desposesión o de desconocimiento) quería hacer mío? ¿En lo que ahora escribo, en lo que estoy diciendo, o estuvo y está fuera de mí, en ese escribo?

¿Obtiene el escribir la vida verdadera o sólo en él se manifiesta el escribir del escribir? ¿No está más bien la vida real y poderosa en cualquier parte, excepto aquí, el delicado espacio de un aquí que no está en parte alguna, que es un sonido que acaba de disiparse en un cataclismo silencioso?

[…]

 

Este humano temblor, a lomos de una inquisición del pensamiento, acerca al poeta a la persona que habita, aconteciendo entonces que poeta y hombre mutan en pensador, ensayista, crítico y jardinero de la literatura canaria como entidad real y corpórea con un pasado, un presente y un futuro en dolorosa construcción. Y cuanto más alcanza la visión del escritor sobre la realidad —social, histórica, cultural y lingüística— que lo afecta y circunda, más nítidamente se distinguen los colores de aquellos otros cuerpos que hablan a través de él. Y tanto es así que pareciera que es sobre la forma del ensayo, del texto de reflexión, crítica y pensamiento donde el autor se siente más cómodo o donde el lector puede verlo más y mejor, sin las cadenas del compromiso y exigencias del lenguaje. Es aquí, en la prosa de Eugenio Padorno, donde el hombre que es poeta y pensador expresa su malestar, la queja por una realidad —literaria, en este caso, pero también social— que continúa perpetuando viejos males, viejos castigos, viejas (¿connaturales?) desidias, sin nunca abandonar el seno del cuerpo poético, quizás porque también siente poesía y pensamiento como un único cuerpo habitado por personas de carne y hueso que se entregan a escribir.

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