Ismael Belda. Tres poemas

Creación

EN LA CASA DE LOS PÁJAROS

 

El autómata vive con Laura,

una mujer que algunos años atrás conoció en San Francisco.

La casa donde habitan está al otro lado del Golden Gate,

en Richardson Bay, entre Sausalito y Tiburon.

Es una blanca mansión victoriana a orillas del mar

que se mantiene derecha, hermosa y triste

en un pequeño terreno vagamente cercado.

En verano, unas altas gramíneas producen chasquidos al sol

cuando se abren sus vainas y las semillas saltan

como en pequeñas explosiones.

De algunos árboles chaparros

descienden grises pájaros rabilargos, muy despacio,

como invisibles funambulistas.

Desde hace ya algún tiempo,

el cerebro artificial del autómata

ha entrado en contacto fatal con algunas frecuencias muy poco frecuentes.

Ciertas voces anfíbracas en su cabeza

le hacen compañía, le dan conversación, le ofrecen consejos no muy extraños,

como palabras de compañeros de oficina.

Una de ellas, la primera que llegó,

es la voz de Drácula, conocido en vida como Vlad Tepes.

«La vida era aquel temblor de ardicia», le decía de pronto. El autómata

miraba alrededor. Estaba solo. Quizás un mirlo lo miraba desde un árbol.

«Recuerdo el dolor y la belleza», decía Vlad.

«Recuerdo una noche, un banquete en el corazón de un bosque de cuerpos

        empalados,

a la luz de las antorchas. Era hermoso.

Echo de menos estar vivo. Yo estaba tan vivo

y era tan hermoso y estaba tan vivo. A veces

me acostaba en una cama y soñaba toda la noche».

Pronto se acostumbra a sus monólogos sangrientos.

A veces Vlad le pide cosas. Por otra parte, no hay diálogo real entre los dos.

El autómata, en secreto, le envidia. 

Otro de los visitantes es ni más ni menos que

Donatien Alphonse François de Sade, el célebre marqués.

Resulta ser una sombra melancólica,

con cierto sentido, a veces, del humor. Extrañamente comprensiva.

«Trata bien a Laura. Ella te ama. A su edad

amar así es un lujo que sólo concede un espíritu lleno de luz.

Olvida a la otra, a la muchacha olvidadiza».

El autómata, no sabe bien por qué, se emociona exageradamente

cuando habla con el marqués. Hay algo en él

que le parece conocer y amar desde el principio de los tiempos.

«Querría», le dice, «que te quedaras conmigo para siempre, Donatien».

 

También se escucha a veces

al fantasma de Kleist, el poeta alemán.

Es el único al que puede ver en ocasiones.

Oteando el mar desde el mirador, como una especie de holograma. Adoptando

poses románticas en una ventana, con su figura de muchacha gorda y

su pañuelito negro en la mano. Un atroz tartamudeo,

agravado tras su paso al otro lado,

vuelve imposible cada palabra. «Las maaa… las maaa…»,

dice el autor de Michael Kohlhaas, de nuevo invisible. «Las maaa…».

El autómata asiente, como si comprendiera.

 

En la casa hay una placa en la que pone:

«Lyford House (1867)

Restored in honor of Donald Ryder Dickey ornithologist 1959».

Por la noche, Laura y él cenan en la cocina, se ríen

de alguna cosa, examinan con cuidado la comida.

La vieja madera de la casa huele bien y tiene cientos de ojos.

Después están en el sofá, vagamente enlazados. Mirando la televisión.

A Laura le gustan las películas de grandes robos, los programas de cirugía.

Después se lavan los dientes, se meten en la cama.

Tienen ciertos problemas para hacer el amor.

Laura se duerme.

En la oscuridad, el autómata ve formas que se abren y se cierran, parecidas

a anémonas marinas, y piensa en Donald Ryder Dickey, ornitólogo y fotógrafo.

Una vez buscó su nombre en internet. Una foto

lo mostraba, con gafas y camisa impoluta arremangada,

sujetando por los extremos de las alas extendidas

a un murciélago en apariencia indiferente a sus manejos.

En 1923 participó en la expedición Tanager

a la isla de Laysan (noroeste de Hawái).

Allí, la tripulación del USS Tanager presenció

la extinción del pájaro llamado apapane de Laysan

(Himatione sanguinea freethi),

un ave carmesí que anidaba en el suelo. Desapareció

de la faz de la Tierra durante una tormenta de arena en la isla.

El autómata conoce el viento que se llevó lejos a aquellos pájaros.

Conoce esa tormenta de arena cegadora.

Conoce el sonido como de flautas japonesas que la anuncia.

Después decide dormir, y sueña toda la noche

con la sangrienta isla de los apapanes, lejos de Hawái.

 

Cerca de la casa

hay una pequeña ensenada de gruesa arena gris.

El mar parece sucio allí. Lamas verdes se secan en las piedras.

Hay un mirador de madera, y en él un banco.

En el banco, una cita de Ovidio: «With deeds my life was filled»,

y un nombre y una fecha, Caroline Sealy Livermore – 1960.

Vivir más, piensa el autómata. Vivir, vivir, vivir. Vivir más adentro,

vivir más afuera, no sé, vivir más, vivir, vivir. «Yo apenas viví»,

susurra Donatien. «Por mucho que la fama me desdiga.

El verdadero amor, el dolor verdadero, y el placer,

están lejos. Y nosotros pasamos los dedos

por sombras proyectadas en un agua indiferente».

Desde allí se puede ver la forma azul de Angel Island, rica en bosques.

Comienza a soplar un viento lleno de humedad.

«Las marionetas», dice de pronto Kleist con perfecta claridad,

su voz formando un nicho de quietud en la corriente,

«necesitan el suelo sólo para rozarlo, como las hadas. Nosotros

lo necesitábamos para descansar en él, y para recobrarnos

del esfuerzo de la danza». La Dama de las Cabras, llamaban

a Caroline. De hechos estuvo mi vida llena. Amaba la ópera,

el mar, los animales y los bosques. Un ave de amarillos ojos

hizo en ella su nido, nos dicen, y escribió con su fina lengua de pájaro

tres o cuatro líneas que nadie conoce. Yo te hubiera amado, Caroline,

industriosa anciana de ojos verdes.

 

Una noche, mientras Laura duerme,

el autómata escucha ruidos cerca de la casa.

Es un rascar moroso, como el sonido

de una bala lentísima atravesando el cerebro de Heinrich von Kleist.

A la noche siguiente el ruido vuelve, y el autómata

sale de casa. Entre las altas gramíneas

hay una sombra inmóvil, en silencio.

Cuando se acerca, ve que se trata de una cabra gigantesca,

grande como un caballo, negra en la noche.

Es un hermoso y pacífico animal, inmensamente triste.

El autómata le acaricia la cabeza y la cabra

lame su mano con una lengua áspera como la piel de un tiburón.

 

«Dame música del dolor», le dice a veces Vlad. «Dame

música de la sangre». «El pobre muchacho», comenta Donatien,

«está perdido. No ha encontrado aún la salida. Recemos por él».

«Sin duda éste es el último capítulo

de la historia del mundo», dice Kleist, y calla para siempre.

«El dolor es su alimento», dice el marqués. «Es uno de esos.

Inofensivo ya, afortunadamente. En ti

no hay nada humano en realidad, amigo mío».

La casa se mantiene en vela la noche entera,

vigilando sus pasillos, demorándose con desesperación suicida

en los cuatro cuartos de baño, temblando en un cable de teléfono

que corre por debajo de las garras de madera

de un antiguo armario ropero.

 

¿Conoce el autómata el dolor? ¿Conoce el llanto, el rechinar de dientes?

Hay algo triste, delicadamente sagrado en él.

Rosamunda murió sin duda hace muchos años, piensa

mientras el ferry rodea Angel Island para entrar en la ensenada de Ayala,

y me he quedado solo para siempre. Qué belleza.

Ve los árboles lujuriantes que llegan hasta el agua misma.

Ve nubes de copos que parecen emanar del follaje, papelitos

desvaídos aleteando en el aire. Algunos

caen en la cubierta. Son pequeñas mariposas amarillas y marrones.

Muchas tocan el agua verdinosa y mueren en el acto.

 

En Angel Island, todo es bosque.

Los árboles están cubiertos de esas tenues mariposas,

como escamas que los visten de arriba abajo

a las que a veces recorre un temblor que se bifurca y se trifurca.

Caminos en penumbra conducen a lo alto del monte Livermore,

el centro de la isla.

Ve un ciervo pequeño que le mira entre los trémulos troncos

y que desaparece como una sombra.

En la cima no hay árboles. El autómata contempla la bahía. Ve

las inmóviles estelas de los petroleros. Sobre él

vuelan los halcones de cola roja, trazando las líneas

de un compás invisible, conectados, de alguna forma,

con la distancia de espuma y las rutas marinas.

 

¿Quién habrá que le entregue el mapa

que ha buscado tanto tiempo? ¿Quién

tendrá piedad de él? ¿Quién sabe si el autómata

desea algo, necesita algo de verdad? ¿Quién le llama

desde un cruce de caminos olvidado, desde el otro lado

de la tarde? ¿O quién ha dejado de llamarle para siempre, sólo a él?

Hay una lluvia de acero en el centro del autómata,

una pequeña cosa que salta y baila bajo el aguacero,

como un hada eléctrica que quiere cantar.

El Marqués de Sade le dice: «Vamos a morir, amigo mío.

Mira la rosa de los vientos. En uno de sus pétalos lo dice».

 

De pronto Laura ya no está en la casa.

La soledad de Lyford House se vuelve un extraño orgullo frío

para la casa misma, que pasea sus lentos pensamientos

por pasillos y escaleras y que mira fijamente al autómata, solo

en una habitación, y todo está en silencio.

De noche se oyen las sirenas de los oxidados petroleros lejos en la bahía.

El Golden Gate es una ruina abandonada desde hace mucho tiempo.

No hay absolutamente nadie ya en la casa.

Las ventanas están rotas.

De vez en cuando un pájaro gris

recorre a breves saltos el parqué,

sube a una mesa, se revuelca

espasmódicamente en la cama,

saca algunos hilos del sofá. Deja

una breve y blanca letra L

que ya nadie puede leer.


DE ROSTROS

 

 

Vosotros en las antiguas murallas al poniente,

a los que casi nadie ve, ayudadme, no sé

qué decir, cómo pedirlo. Ayudadme, dadme muerte.

 

Vosotros que miráis a lo lejos, que veis el final

que no vemos, de terribles rostros, de rostros

de muchachas que lloran, de ciegos atletas.

 

Vosotros murallas, espadas que destrozasteis a mi padre,

ayudadme a morir, llevadme por la llanura

hasta la muerte, abridme, abridme, morded mis huesos.

 

Vosotros extraños pensamientos, cambiadme, rompedme,

vosotros inadvertidos días, palabras antiguas, ayudadme,

yo no esperaba esto, yo no sabía, os lo suplico, yo no sabía nada.


 

HACIA LA LLAMA

 

Primera figura: entre los pinos negros

nubes rosas y amarillas, acostadas en bandas.

¿Quién camina? Es invierno y el suelo escucha.

 

Segunda figura: el cubo azul transparente

de una piscina en la mañana. Sin nadie.

Un mirlo pica adelante y atrás y salta en el césped.

 

Séptimo evaporamiento: en la florida pagoda

alguien espera. Recuerdas el invierno

y el pinar y así te desplazas. Ríes.

 

¿Quién sueña esta noche en la pagoda?

En el aire de verano resuena a lo lejos el tenis,

voces de muchachas, helicópteros.

 

Un gato camina esta noche en el tejado

de la florida pagoda. La luna

se hace más grande, se introduce en el gato.

 

Quinta figura: algo terrible tiene lugar

entre los pinos. La mano apoyada en el piano mientras

Rodolfo arpegia, Ernestina se pellizca la falda y canta.

la luz de la araña ciega y adormece.

 

Primer evaporamiento: el hombre de la pagoda

te muestra en el suelo nueve huesos pequeños.

Eliges uno y ves que es una flauta deliciosa.

 

¿Quién sueña esta noche en el pinar, bajo la escarcha?

Un perro solo tiembla y tiembla, sabe de la muerte,

se aovilla junto a una piedra, va haciéndose transparente.

 

Una mujer madura nada en la piscina.

Un avión ruge entre las nubes y ella bucea.

Una mujer desnuda se seca de pie sobre la hierba.

 

La rama en flor se aproxima a la orilla.

La rama en llamas, alumbrando la noche.

El gato vomita un mar, las algas se mecen en las ondas.

 

Tercera figura: aquí está el prado a la luna

donde aún no han levantado la pagoda.

Un hombre diminuto camina, mira el suelo, se retuerce

sus diminutas manos, dice por qué, por qué, por qué.

 

Alguien canta una canción entre los pinos, a la tarde.

Las flores de azafrán rompen el suelo del invierno.

El humo fragante se pasea entre los troncos

como una mente que vaga entre sueños.

Escribir comentario

Comentarios: 1
  • #1

    Adenar (lunes, 10 agosto 2015 16:55)

    Es un misterio tu poesía, un gran misterio maravilloso que uno desea estudiar y desentrañar. Porque se sitúa en un lugar exacto que es al mismo tiempo un punto de partida. Es la reunión de la poesía sin lo gratuito, de la prosa sin lo mecánico, de la belleza sin el ornamento, de la música sin lo predecible, de lo concreto sin el peso, de la metáfora sin el barroco, y todo eso, que podría parecer un imposible, una quimera, se hace en tu poesía realidad.