La montaña mágica y su discusión

Iván Cabrera Cartaya

Para José Aníbal Campos y Pablo de Cuba Soria


Hace unas semanas tuve un interesante intercambio de ideas y opiniones con el crítico y traductor cubano José Aníbal Campos, y el profesor Pablo de Cuba Soria a partir de un post desencantado del primero en facebook sobre su reciente relectura de La montaña mágica (1924), la célebre novela de Thomas Mann. De ese intercambio de ideas, de esa discusión bibliófila nacieron los siguientes párrafos.

Podría empezar este texto preguntándome: ¿fue Mann un hombre y un escritor comprometido con lo que podría llamarse, no sin cierta cursilería, «los problemas de su tiempo»? ¿Su obra (otra palabra algo excesiva para la literatura de hoy) acaso puede seguir diciendo algo sobre este asunto en concreto? No lo sé, no tengo una respuesta definitiva; pero lo dudo, además de dudar sobre la actualidad de buena parte de sus novelas y cuentos (no de todos), quizá ya caducos, prematuramente envejecidos, en el momento en que se fueron publicando constante e incansablemente. Creo que en no pocas ocasiones se puede ver, entre las líneas del autor alemán, una actitud o una postura equivocada por agrandada y soberbia, que lo alejó de la vida, de la vida de los otros, del latido de su tiempo, por llamarlo así, no sufriendo ni gozando de ese sentimiento del tiempo que daba título a uno de los mejores libros de Giuseppe Ungaretti.


Además de una palmaria bildungsroman, una novela de formación, de aprendizaje o travesía hacia la madurez, La montaña mágica (Der Zauberberg, 1924), como nos decía Pablo de Cuba, es una novela de burgueses y aristócratas venidos a menos que se encuentran en un sanatorio para tuberculosos, y pasan su tiempo, helado y casi vegetativo, hablando blandamente de asuntos agotados en un mundo crepuscular y marchito. Ese mundo ya no era el mundo, sino la radiografía negrísima y nostálgica, infructuosamente reflexiva, de una Europa extinta, de la que ellos son los últimos testigos, zombis, cadáveres cultos aún en pie. No deja de ser cierto, como comentaba Aníbal en la discusión, que los temas sobre los que habla (y sobre todo oye hablar) Hans Castorp, resultan banales e intrascendentes, excesivamente gratuitos y filantrópicos en el peor sentido, en un planeta que está a punto de reventar (de hecho ya había reventado) y que, pisando sobre los millones de muertos y las ruinas de la Primera Guerra Mundial, inicia un camino de cambios sin marcha atrás: quizá los felices años veinte lo fueron sólo en París y no mucho más allá. Si, como pensaba Hölderlin, somos una conversación, estos seres tenían poco o nada que ser y apenas migajas de ideas que transmitirse, además con el entrecejo fruncido y ningún humor digno de risa o de recuerdo.


Poniéndola en contraste con otras grandes novelas de nuestro acervo cultural y decir, como afirma Pablo De Cuba Soria, que don Quijote «era un Amadís en medio de una calaña que no le pertenecía» es, a mi parecer, no haber sabido leer entre líneas la novela de Cervantes, su ambición experimental y alcance narrativo, su ironía, su feliz juego de contrastes entre realidad y ficción, y las intervenciones y el espíritu contestatario, rebelde, poliédrico, incluso violento, del personaje de don Quijote (y de su autor) con respecto al Amadís de Gaula (1508), y a todas las novelas que la precedieron hasta llegar a la saga artúrica. La modernísima creación cervantina del narrador y su punto e vista, la determinación de don Quijote de ser lo que no es, ni se espera de él, su mundo libresco, su confusión identitaria (¿una burla del concepto?), la mezcolanza de planos y niveles de lenguaje, situaciones de aparente imposible entendimiento entre personajes de toda ralea y calidad moral; esa gran orgía de experiencia y pensamiento, de creencia y risa, con un sentido del humor admirable y oportunísimo (entre otros muchos aspectos), la convierten en única y en el mejor arranque posible para el género, tanto que sigue siendo la novela más ambigua, compleja y completa, la más genial para muchos lectores de entonces y de hoy. No en vano Carlos Fuentes, que la lee una vez al año desde que tiene doce y que tanto ha escrito sobre ella: Cervantes o la crítica de la lectura (1976), por ejemplo, ha dicho que es «la novela que funda la narrativa europea moderna».

Me parece que no importa quién era en realidad o quién creía ser don Quijote, sino lo que Cervantes, o el autor-traductor arábigo Cide Hamete Benengeli, hizo con ese delicioso error de perspectiva, con ese desajuste entre realidad y ficción que lo hace todo ficticio y real a la vez, como especulaba Borges en un ensayo magnífico titulado «Magias parciales del Quijote» (Otras inquisiciones, 1952). Como nadie hasta entonces ni quizá después, supo Cervantes introducir y reactualizar una ficción caduca, un arte periclitado (el de las novelas de caballería), en una realidad pobre y sórdida que queda transformada por la fe de un solo hombre, para criticar y burlarse de ambas. ¿Sería cierto, como pensaba Paul Groussac en 1924, que «con alguna mal fijada tintura de latín e italiano, la cosecha literaria de Cervantes provenía sobre todo de las novelas pastoriles y las novelas de caballerías, fábulas arrulladoras del cautiverio», y Cervantes fue uno de los últimos lectores verdaderamente apasionados de esas novelas? ¿Será verdad que don Quijote es un trasunto de Cristo, como suponía mi profesor Ramón Trujillo, y que el autor va dejando pistas de ello a lo largo del libro sobre todo mediante el parafraseo, por parte del caballero andante, de ciertas parábolas y afirmaciones recogidas en los cuatro evangelios sinópticos?

 

Sin embargo, y al contrario que El Quijote y otras grandes novelas, sigo pensando que La montaña mágica no es hoy una obra ni tan universal ni tan genial como se nos vende desde la cátedra y el pulposo y tentacular púlpito. Otras novelas menos conocidas y loadas de autores menos célebres que el señor Mann, y que tuvieron y siguen teniendo que escribirse desde países pequeños y lenguas minoritarias en cuanto a traducciones y a su número de lectores, me han parecido luego más geniales y cuyos elementos, en forma de temas, situaciones y personajes, juzgo también más universales, es decir más propicios a ser sentidos y compartidos por todos. No sé con exactitud, pues es imposible, cuántos centímetros de grandeza o pequeñez ha crecido o menguado Mann en las últimas décadas. Sé que en su momento sus libros lo convirtieron en autor canónico, en uno de los grandes novelistas del siglo XX que alcanzó, para rematarlo bien todo, el Nobel de Literatura en 1929. Hoy, sinceramente y con todo respeto, intuyo que Mann ya no daría para tanto (sus diarios, por ejemplo, se hacen minuciosamente insoportables). Supongo que si existe lo que muchas veces se ha llamado «la sensibilidad de la época», la de hoy, grosso modo, dista mucho de apreciar a Mann y leerlo con el entusiasmo y el interés que quizá sus muchas páginas ya no transmitan.

 

La montaña mágica no es una novela fácil de leer, y hoy resulta grave y tediosa en exceso. Como muchos otros lectores, con lo que yo más disfruté hace más de diez años —en mi primera lectura del libro— fue con las disquisiciones de Settembrini y la inapelable construcción del libro. Que cada quien tiene sus preferencias lectoras, su Parnaso particular, sus libros de cabecera, es indudable, lo mismo, me parece, que cierta estética y su supuesto alcance y validez universales exige. Lo cierto es que determinado canon, ciertas nociones acerca de lo estético, se nos han impuesto antes de ser expuestos y contrastados y discutidos en relación a otros, éstos últimos tachados desde un principio por un poder que deviene de academias, críticos, editoriales y centros universitarios. Un ejemplo: a mí no me gusta Cien años de soledad (1967) ¿por qué aplaudirla, como hace una gran mayoría de lectores, desde la descreencia o la ceguera, que todo podría ser?


Percibir una vaga noción de universales estéticos como un conocimiento objetivo, casi científico y santificado ex cathedra, que compartimos o podemos compartir todos, ¿es esto cierto, verdadero, posible, real? El cristianismo como la revelación del esperado mesías, del hijo del único Dios verdadero tampoco era universal hasta que se impuso a sangre y fuego durante siglos llevándose millones de víctimas por delante. ¿Quién puede culpar a aquel judío del Medievo que se convertía para salvar el cuello ante la Santa Inquisición? Lo imposible después de Auschwitz no era escribir poesía, como dejó dicho Adorno, sino justamente negarla, negar la virtud que lleva al lenguaje literario a una libertad y una liberación incomparables. Ya lo demostró Celan, cuya escritura desnuda y señala a Adorno (también a Heidegger en otro sentido) con toda la belleza trágica y oscura de sus poemas.

Quizá sólo el placer estético depara la única lectura posible, la más sincera atención, que se gana o pierde un libro con el transcurso del tiempo. Ni las tutelares auctoritas ni el supuesto prestigio de un título debiera obligarnos a continuar sin entusiasmo la lectura de una obra hasta completarla. ¿Puede ser otro gesto más que el bostezo lo que me provoca hoy La montaña mágica? Desde luego no es la risa en un autor que no se distinguía por la calidad de su humor. En mi caso no es posible plantear una tercera lectura de la novela de Mann como una tarea destinada a proporcionar algún placer, alguna satisfacción: tanto me he alejado con los años del Nobel alemán. No creo que el conflicto, la diatriba entre revolución y belleza, preocupe todavía a los escritores ni a los lectores de hoy.

 

Las obras de Kafka o de Hermann Broch, por ejemplo, se mantienen en todo su vigor, la de Kafka con una actualidad indiscutible; La montaña de Mann no, a mi parecer. Muchas veces las periferias, los extrarradios de una cultura o de una lengua crían a los autores que la socavan con actitudes, con libros y voces que les prestan el hálito vital que las mantienen con vida mediante la creación sin manierismos y la crítica: Góngora, Rimbaud, Camus, Lezama Lima, Borges, Vallejo, Celan, Rezzori, Walcott, Herta Müller, etc. Superado o no superado por otros autores, temas o circunstancias, ¿quién puede discutir el talento de Mann y su virtuoso dominio de la lengua alemana? No lo pongo en duda, como tampoco niego ni me cuesta admitir que La montaña mágica sea, siga siendo, una novela mucho más que digna de ser leída y releída si le place al lector ocioso, pese a las carencias y rigideces que yo le sigo viendo cada vez que le echo el ojo encima.

 

Lo que me parece cardinal de todo el asunto son las ideas que cada uno tiene de las distintas tradiciones literarias encontradas o recibidas, y lo saludable que es leer esas tradiciones, esos libros, no como un tótem inamovible sino como un ser vivo necesitado de ser comprendido, contextualizado, cuestionado y discutido: la criatura frankensteiniana, hecha de muchos órganos y miembros, siente, sufre o goza, en la cabeza de los buenos lectores, como un solo ser. Supongo, como comentábamos en el diálogo, que no hay verdades estéticas eternas e invulnerables a menos que uno se llame Cervantes o Shakespeare, haya escrito Don Quijote o Macbeth, y esté por encima de ellas, de los intereses académicos y curriculares que se incluyen en ellas, y de los prominentes «cráneos previlegiados» (Valle-Inclán dixit) que le dan carta de naturaleza al genio o no genio literario: llámense Theodor Adorno, Georg Lukács (cuidado con las mezclas explosivas de ideología y literatura: ¿quién supedita a quién?) o Harold Bloom.

 

Estoy de acuerdo con Aníbal Campos en la actitud conservadora de Mann ante su escritura y la novela moderna. Los problemas de su tiempo pasan por encima del autor y de su montaña, no tan elevada como su escritura y sus destrezas estilísticas. Sólo la amenidad y la elegancia del estilo pueden salvar, en algunos momentos, los temas y personajes apergaminados de Mann. ¿Le sucedió a Mann como a Victor Hugo cuando sacó a la luz Los miserables (1862)? Parece que la leyenda de los siglos, para decirlo con un título del último, había comenzado a roer pronto la grandeza de ambos: Creo que hasta la aparición de Flaubert y Madame Bovary no hay novela moderna en Francia. Sólo cuando nos acercamos a la mitad del XX vemos a un Mann más sabio y consciente de cuál es el carácter y la naturaleza demoníacos del siglo pasado, y su idioma corrompible y frágil, manipulable, ya no tallado en mármol, donde todo parece convertirse en consigna, discurso o Macrohistoria.

 

Sólo en 1947 publicó Mann el Doctor Fausto, quizá, como opina Aníbal, una obra superior a La montaña; aunque no menos autorreferencial y entronizadora de la vocación artística con orejeras, de espaldas al mundo, de los otros libros del autor, tan deudor siempre de la estética y los ideales tardorrománticos (como lo estaba entre nosotros el primer Juan Ramón Jiménez). Este trauma, esta herida, está tozudamente presente en el autor de Los Buddenbrook (1901), una de sus mejores novelas, y es lo que nos lleva a ese desenlace fatal, decadentísimo y cursi, para el herr Aschenbach de Muerte en Venecia (1912). Aunque yo no disfruté en su momento con Doctor Fausto, y mantenga una cita pendiente con el libro, quizá sea cierto que en ella aprende Mann el lenguaje de su siglo poniéndolo en marcha con la habilidad deslumbrante que acostumbraba ofrecer a sus lectores.

 

Lo que sigo pensando es que Mann casi siempre se expresa a través de los labios de Castorp en el libro que comento, y entonces —pese a las 1000 páginas— no tiene nada que decir, porque Castorp vaga por el hospital con el ánimo constreñido y como una gran oreja decimonónica, pendiente de escucharlo y registrarlo todo con la minuciosidad obsesiva del anticuario; pero aséptico, sin comprometerse ni implicarse en nada, ni siquiera consigo mismo. Las ideas paradójicas de Naptha y Settembrini, en su duelo dialéctico, se congelan en sus cabezas hipocondríacas antes de ser expresadas: falsamente luminosas como el temblor de una estrella muerta que no es, ni mucho menos, la estrella que guía a la Modernidad hacia el Portal de Belén de La Sorbonne, del Bundesbank o de la White House. ¿Juan Preciado muere en Comala o cuando llega ya está muerto? Y Castorp, ¿enferma en la montaña mientras visita a su primo o sube ya enfermo?

 

En cualquier caso un denso hedor a gasa sucia, a emplasto, a costra e infección, a convalecencia lenta y a un dejarse morir se extiende en estas páginas en un momento en el que, efectivamente, Europa, la vieja Europa de Mann o la Mitteleuropa a la que se refiere Claudio Magris en El Danubio (1986), agonizaba y se resquebrajaba para siempre. Citaré palabras del Quijote: «...la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más...» (cap. LXXIV, 2ª parte). En fin, que en mi modestísima opinión Mann fue uno de esos escritores que nació fuera de su tiempo; pero no antes, sino bastante después de que su público hubiese abandonado las últimas butacas, porque, como dijo bien Juan Goytisolo: «La Montaña mágica es una gran novela, pero del siglo XIX». Esto es, a grandes rasgos, lo que opino hoy de Mann y su montaña; pero quizá mañana opine ligeramente distinto y hasta todo lo contrario. No faltará entonces quien quiera afearme el cambio recordándome este texto; pero, volviendo al siglo XIX, citaré lo que dice Stendhal en Le rouge et le noir (1830): «...Yo soy independiente. ¿Por qué me piden que tenga hoy la misma opinión que tenía hará seis semanas? Si así fuera, mi opinión sería mi tirano...»

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Comentarios: 1
  • #1

    C.G.F. (domingo, 05 julio 2015 03:12)

    Confieso que no he leído La montaňa mágica, pero todas las personas que conozco que la han leído me han dicho que es "una de las mejores, por no decir la mejor, que han leído en su vida". Me sorprende tu texto. Pero a Cervantes sí lo he leído y considero indiscutible el hecho de que abre las puertas a la literatura moderna, en todos los sentidos. El ejercicio metaliterario que realiza es, simplemente, fruto de una mente brillante y eminentemente adelantada a su tiempo.
    Un texto muy bien escrito.
    Abrazos.