Cataño en su horizonte vertical

Iván Cabrera Cartaya

el horizonte que no quita nada…


JRJ


Quizá deba, para escribir sobre La próxima vez (2014), segunda y nueva entrega de los diarios de José Carlos Cataño, ir à rebours y remontarme unos trece o catorce años atrás, hacer memoria y recordar releyendo mis propios diarios. A finales del siglo pasado y comienzos de éste, yo era un joven estudiante de filología, tímido y algo melancólico, en La Laguna; esta pequeña ciudad llena de tiempo, húmeda, conventual; pero también tentadora a su manera. Tenía clases por la tarde y, antes de entrar o cuando salía, me paseaba por El Cuadrilátero o las calles de La Carrera, Viana, Heraclio Sánchez o San Agustín. Entonces ya escribía y comenzaba a dar los primeros pasos en periódicos y revistas literarios, donde iba publicando poemas y artículos. Recuerdo haber visto en unas pocas ocasiones, a la entrada del Hotel Aguere, del Nivaria y en una mesa del Ateneo, a un hombre elegante, sofisticado, muy bien vestido, de maneras educadas, y fino bigotito que quizá subrayaba una época pretérita y mejor. Este hombre, que llamaba la atención por su aspecto, no me era del todo desconocido pues había leído algunos de sus libros, Disparos en el paraíso(1982) o Muerte sin ahí (1986). Ese señor misterioso era, por supuesto, José Carlos Cataño, y desde hacía tiempo estaba encarmelado en Barcelona como un «pijoaparte» isleño y transterrado. José Carlos, como ahora, era un ave de paso en la isla, la que seguía siendo la suya. Me hubiese gustado acercarme a él y conocerlo en aquel momento; pero su elegancia me apabullaba: «ya conocéis mi torpe aliño indumentario», diría recordando a don Antonio Machado, y nunca encontré un motivo suficiente para el saludo. Nuestro encuentro sólo se produjo muchos años más tarde durante un mediodía soleado en la terraza del Hotel Nivaria.

Uno, primero como lector; escritor tanteante después, y encima filólogo por vocación para rematar la faena, ha estudiado el diario encasillado en su compartimento estanco de subgénero de la biografía y, aún más ajustadamente, como subgénero de la autobiografía, como lo es el poema en prosa con respecto a la poesía vista desde una perspectiva tradicional, y que ya desde el Romanticismo alemán y mediados del siglo XIX adquirió carta de naturaleza y una inmediataa aceptación en Francia con los célebres Gaspard de la nuit (1842), de Aloysius Bertrand; y el Spleen de París (1869),de Baudelaire. En lengua española luego, tuvo iniciales y fantásticos cultivadores como el venezolano Ramos Sucre. Muchos autores y estudiosos del tema están de acuerdo en que para que haya diario, además de una escritura fragmentaria y sostenida con cierta regularidad, basta la fecha, la datación cronológica de la escritura como una huella o un trazo en el tiempo vivido, que allí se preserva y nos resguarda con la precariedad de todo lenguaje y memoria. Confieso que he vivido (1974) tituló sus memorias Neruda, y así era; aunque yo veo las memorias como un diario idealizado, tramposo, falsamente totalizador, quizá con más olvidos que recuerdos, por invertir el título de otras memorias que también se leen en las aulas universitarias: las de Francisco Ayala.

 

Podríamos empezar, proponer un incipit, preguntándonos por qué, con qué fin y en base a qué tentación, fuerza o debilidad, se escribe un diario en este siglo XXI. Entiendo, y habla alguien que empezó escribiendo uno a los quince años y aún persiste en su error, que un diario se escribe como verdadera cédula de identidad, como consuelo y placer propios, hasta onanista si me apuran. El diario es una práctica no menos íntima que una masturbación, un ensayo de modesta eternidad que de alguna forma nos proyecta hacia el futuro como una nave espacial, y que también nos defiende y nos dignifica un poco con respecto a los ojos del que vendrá a interrogarnos luego. De veras creo que solemos ser injustos y parciales con el que fuimos, y nunca somos bastante generosos perdonándonos. Se puede entender y leer un diario de muchas maneras; pero, ante todo, el texto, el papel que defiende su blancura y donde uno se confiesa, es un participante que siempre nos dirá que la vida fue hermosa o triste, valiosa o dura, que puede y debiera seguir siéndolo, y que nos hemos confesado ante un oído que no usará esa información para juzgarnos y condenarnos más tarde, como escribió Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975): estoy pensando en la confesión religiosa como violencia y maquillado abuso de poder. El diario es un conversatorio con nuestro silencio hablador, un participante paciente y memorioso: un Funes angustiado por la riqueza latina de la minucia.

 

Si como pensaba Paul Valéry, la poesía es el desarrollo de una exclamación, quizá no sea descabellado plantearse la posibilidad de que el diario sea la prolongación o la extensión de una agenda, de un dietario de vida que empieza por llenarse de planes hasta que esos planes se llevan a cabo o se frustran, o hasta que tienen vida y voz y empiezan a hablar, mal o bien, de sus dueños. El primer título que José Carlos ideó para este amplio conjunto de sus escritos en los últimos diez años iba a ser El porvenir del horizonte, nombre que ahora se reserva para el tercero de los volúmenes en que ha quedado dividido. Me parece que el diario es también la búsqueda o el impulso hacia un horizonte posible, el sueño de realizar ese contacto, esa alianza que se aleja a medida que nos acercamos a ella, como la potencia que impulsaba hacia delante a los poetas románticos. ¿Acaso es otra la naturaleza del deseo o el carácter de una vida que siempre se entiende como continuidad, como preservación y como variante de los mismos temas, como redundancia inédita de un lenguaje que se bifurca, y siempre tiene el encanto de ofrecernos una ligereza nueva o un gesto distinto? Sobre esto escribe Cataño el 31 de mayo de 2005:

La vida nos apura mientras nos arrastra. La literatura trata de fijarnos entre sus remolinos.

 

Creo que los diarios que hoy les presento a ustedes tienen mucho de exploración, de meditación para después, de impresión ligera que en ocasiones se ahonda hasta límites que ni siquiera el autor sospecha; pero pienso que justamente en esa aventura de ahondamiento, de buceo, se alza todo el atractivo y la imantación de cualquier actividad literaria. La intimidad de estos textos, ahora volcada hacia un destinatario posible, no excluye el testimonio del autor sobre su tiempo, la observación de los pequeños animales, la crítica civil, la exploración de muy distintas aficiones artísticas, los viajes, las costumbres morales, e incluso el cuestionamiento de las viejas creencias e ideas, siempre necesitadas de nuevas interrogaciones. Como en una novela, todo cabe en el diario; y creo que puede verse en él un subgénero omnívoro donde las reglas, la extensión, los temas, los ambientes o los personajes... aparecen, se mezclan, se imponen o se ocultan caprichosamente, en un azar imposible de abolir en el simple transcurso de los días. Sólo la necesidad, la voluntad de una libertad necesaria, guía esta escritura mediante una conciencia imaginativa e intelectual que casi pinta lo que ve por la fuerza con que los sentidos se abren al mundo.

 

Mientras se leen los diarios de José Carlos Cataño, a uno le parece estar asistiendo a las peripecias cotidianas del voyeur o del flâneur de Walter Benjamin; una suerte de exquisito canalla, en apariencia un transeúnte más, que observa la vida con unos ojos siempre frescos, y de una plasticidad a flor de piel. Explorador de la erótica de una realidad donde todo se enlaza y se dispersa a cada instante, Cataño, que también ha escrito y escribe ficción (ahí están novelas como El exterminio de la luz, Madame o De tu boca a los cielos) se muestra más libre y ligero que nunca en estos fragmentos, o se tumba en los divanes de oriente y occidente para aplicarse su propia terapia, paciente y doctor de sí mismo. Creo que la escritura de un diario no es otra cosa que el registro de un pulso que intuye la desaparición angustiosa de todo. La literatura ya lo es, pero quizá no haya género más ambicioso y ávido de que perdure nuestra realidad entera que el diario. «Hay escritos que tienen el propósito de una publicación, e incluso de que esta sea póstuma. Los grandes diarios literarios han sido escritos sin ninguna expectativa de ser leídos. Algunos ejemplos son los de James Boswell y Samuel Pepys», ha escrito William Boyd en su ensayo Bamboo (Duomo), y es que uno de los grandes problemas que nos plantea cualquier diario es su propósito, la perspectiva o la finalidad con la que se llevan a cabo.

 

El diario como estrategia para una vitalidad doble, para un programa de vida que se contradice y se reformula, siempre ansioso por encontrar detalles inmensos. Los autores grecolatinos no escribían diarios tal como los entendemos hoy, pero algunos textos de Platón, las cartas de Cicerón, las Meditaciones de Marco Aurelio o las Confesiones de San Agustín, aunque sin fechas, no estarían lejos del tono y los rasgos del género. Podemos recordar también el cuaderno de bitácora como un precedente viajero del diario: ahí está el de Colón, donde halla su arranque la amplísima y rica literatura hispanoamericana. La aparición de la imprenta a mediados del siglo XV, la conquista y el expolio de América, donde nace el comercio global de hoy, el pensamiento de Descartes, la Revolución Francesa, los ilustrados, la implantación de los derechos humanos y sociales... fueron el caldo de cultivo donde se van cociendo los primeros diarios modernos.

 

Como ha escrito el profesor de la Universidad de Málaga Manuel Alberca en su libro La escritura invisible. Testimonios sobre el diario íntimo (Sendoa), los libros de cuentas y de familia fueron transformándose en anotaciones de carácter personal y expresivo. Los diarios, como en Caro diario (1993), la extraordinaria película de Nanni Moretti; la Vida y cartas de James David Forbes (1873); el Diario de un loco, de Nikolái Gógol; los Diarios de León Tólstoi; los del pintor suizo Paul Klee; el Diario que Anna Frank comienza con trece años; el Martirologio de Andrei Tarkovsky; el Diario de Susan Sontag; los Cuadernos en octavo de Franz Kafka; los voluminosos Cahiers de Paul Valéry; por no hablar de los de Katherine Mansfield, Yorgos Seféris, Thomas Mann, Virginia Woolf, Robert Musil, Julien Green, André Gide, George Orwell, Cesare Pavese, Ernst Jünger, James Salter, John Banville; los Carnets, de Albert Camus; el excepcional Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa... En fin, cada uno de ellos los leo como una contravención, una rebeldía narrativa, un narrar sin prevenciones ni servidumbres y que quizá, como en la novela de Proust o en la parábola quijotesca de Ginés de Pasamonte, sólo pueden cerrarse con la propia vida.

 

 

Numerosos poetas, narradores, ensayistas o pintores de lengua española, hoy escriben su diario y lo van publicando, además de escribir ensayos sobre ello. En la época moderna y contemporánea, me vienen a la memoria los diarios de Zenobia Camprubí; el Diario de un pintor (1984), de Ramón Gaya; El Cuaderno gris (1966), de Josep Pla; La gallina ciega (1971, 1975, 1995), de Max Aub, que el profesor y crítico Nilo Palenzuela comentaba en sus clases de Literatura; el extraordinario La tentación del fracaso (1992), de Julio Ramón Ribeyro; el diario-río de Andrés Trapiello, que lleva el título genérico de El salón de los pasos perdidos (Pre-textos) y del que ya han aparecido hasta dieciséis entregas; el Dietario voluble (2010), de Enrique Vila Matas; los de Alma Guillermoprieto, José Luis García Martín, Alan Pauls, Justo Navarro; o los del lúcido e inconforme Ricardo Piglia, un autor por el que siento verdadera pasión.

 

Lo que me parece muy interesante y atractivo de un diario, de su planteamiento o ideación, es su asistematicidad, su disciplina abierta, su rostro poliédrico. En él podemos narrar sueños, mentir, diseccionar e idear miniensayos sin la pesada carga de la erudición y la minucia bibliográfica, donde a veces lo más accesorio es lo más jugoso, lo más sustancial lo que en apariencia es menos trascendente. Dentro de una expresión que suele ser coloquial y sin el incómodo oído de un público posible (al menos en principio), el autor tiene ante sí muchas formas de elocución y de silencio. Se argumenta, se narra, se explica, se describe, se comentan películas, se menudea en los deseos, se fantasea. Muchas novelas, ensayos, libros de poemas, vocaciones y aprendizajes, tienen lugar en un diario. Los diarios de hoy ya no son los de ayer. Podríamos preguntarnos a dónde van los diarios hoy cuando se editan, y en manos de quiénes ponemos nuestra intimidad.

 

Creo que muchos de los diarios que hoy se escriben ya no se hacen en esos estrafalarios y siempre adornadísimos cuadernos que se guardaban en la mesilla de noche. Los blogs, que proliferan hasta el infinito en la web, son los diarios de la actualidad y es en ese nuevo formato donde escritores de toda clase y condición, de cualquier edad y talento, vuelcan sus prácticas de escritura. Esto lo sabe muy bien José Carlos Cataño, quien desde hace mucho mantiene uno en el que de vez en cuando nos enseña algunas de sus impresiones, de sus paisajes, de sus pensamientos; pero que luego va borrando de la misma manera que desaparece la estela de un barco que se aleja en el mar. A todos los que conocemos y leemos a José Carlos nos resulta familiar su afición marina, como lo son su fascinación por los viajes, los collages, la fotografía o las ediciones y objetos antiguos. La próxima vez (2014) es la noticia inquieta y renovada de su sensibilidad e inteligencia.

 

Esta próxima vez que ya fue o aún está llegando, esta ocasión que siempre queda incompleta y pendiente para un encuentro con algo hermoso y duradero, es la que celebra y promete la escritura como una estrategia de supervivencia, como una prueba de vida. Ojalá su lectura permanezca en nuestra memoria y la ilumine porque, vuelvo a Valéry, si es verdad que un gran poeta convierte a su lector en un inspirado, en Cataño encuentran su perfecta alianza ambos planos. Su vida desplegada y observada minuciosamente en estas páginas también nos enseña a compartir la nuestra, y a dejarla ser enlazada a muchas otras que nos acompañan, nos enseñan, y nos permiten ser nosotros mismos. Así lo expresa el poeta en una nota escrita el viernes, 25 de noviembre de 2005:

Las vidas que vamos abandonando, entregando a otros...

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