Hablando de cine con Ángel Mollá

Benito Romero

Viernes, 6 de junio de 2008– A iniciativa del profesor Ángel Mollá, presento en el Salón de Grados de la Facultad la película Hasta que llegó su hora, de Sergio Leone, programada a sugerencia mía dentro de un pequeño ciclo de cine y música organizado para la asignatura de Estética que imparte él mismo (las otras películas que se han visto dentro del heterogéneo ciclo han sido El último vals, Yellow Submarine y Un corazón en invierno). A la proyección asistimos cuatro personas, de las que únicamente Mollá y yo aguantamos hasta el final.


Terminada la película, el profesor Mollá me invita a almorzar en un restaurante de La Laguna, ya que no se fía (y hace bien) de la comida que sirven en el comedor del campus universitario. Durante el trayecto en el tranvía comentamos el filme: Mollá sostiene que los personajes, más que dialogar entre ellos, lo que hacen es escupir sentencias que parecen efectistas eslóganes publicitarios. Yo, por mi parte, y tras haberle dado la razón a Mollá como un autómata suave y cremoso, defiendo que en esta película del oeste en concreto (pero en muchas otras también), el personaje femenino es una pobre excusa que sólo sirve para recordarle al espectador la férrea heterosexualidad de los protagonistas masculinos, aunque en muchos casos, y por muy exuberante y carnosa que sea la fémina elegida (como queda reflejado en la película de Leone), la desesperada loa pro heterosexual metida con calzador se desinfla en cuanto queda clara la total indiferencia que existe hacia el sexo femenino. Se impone, pues, la clásica camaradería masculina (a menudo un refugio para las inclinaciones homosexuales). En Hasta que llegó su hora esta idea se advierte sin dificultad en su alargado tramo final, con las dos despedidas bien diferenciadas llevadas a cabo por el personaje de Charles Bronson: la fría y distante que mantiene con una brutal Claudia Cardinale (cuyo personaje se siente atraída por el de Bronson), y la cálida y cercana que establece con el simpático bandido interpretado por Jason Robards. Tras escuchar con atención mi razonamiento, Mollá masculla durante unos segundos y termina por admitir que no se trata de una idea tan descabellada, después de todo (viniendo de una persona tan exigente como él, su desapasionada manera de secundar mi precipitado análisis supone un halago mayúsculo en toda regla).


Durante el recorrido en el tranvía (demasiada gente y demasiado sudor concentrados en muy poco espacio), y antes de llegar a nuestra parada, a Mollá y a mí nos da tiempo de comentar la influencia estética que el género del «spaghetti western» ha ejercido en otras películas, como las rodadas en Hong-Kong por John Woo con Chow Yun-Fat de protagonista (explosiva mezcla del «western», el cómic y el cine policiaco francés). También mencionamos las aventuras futuristas filmadas por John Carpenter en la década de los ochenta (aunque lo cierto es que quien verdaderamente inspira a Carpenter son los cineastas clásicos, como Howard Hawks o John Ford). En un alarde de pedantería, me atrevo a indicar que los códigos propios del «spaghetti western» se encuentran presentes en la animación japonesa, en series como Oliver y Benji o Los Caballeros del Zodiaco, lo que tampoco es ningún descubrimiento alquímico, sobre todo si se tiene en cuenta que el «spaghetti western» se inspira, a su vez, en el cine de samuráis internacionalizado en la década de los cincuenta por Akira Kurosawa (sin duda alguna el más occidental de los cineastas asiáticos de la época). Al bajarnos del tranvía le confieso a Mollá que en el fondo tampoco soy un especial seguidor del «western», que mi género cinematográfico favorito es el cine negro, y él me revela, a su vez, que tampoco es un especial seguidor del cine en general.


La velada en el restaurante (elegido por Mollá, claro) es agradable, fresca, atípica. La charla es elegante y deliciosamente snob. Mollá posee, como todo profesor de Estética que se aprecie, un fino y envidiable olfato cultural. Tengo la impresión de que los alumnos (a tenor de los descalificativos que he venido escuchado sobre su persona a lo largo de estos años) no terminan por captar la exquisita ironía del profesor Mollá, muy emparentada con la de su admirado Oscar Wilde. Apurando el postre, Mollá derrocha inmaculada sensatez cuando sostiene, con férreo pulso militar, que «los grandes sistemas filosóficos que aspiran a la totalidad absoluta, hace tiempo que dejaron de tener sentido». Y un poco después, mientras sorbe su café con la parsimonia desdibujada propia de un Fernando Pessoa, remata su crítica hacia la arquitectura filosófica tradicional al lamentarse de que tantos compañeros suyos hayan caído en ese agujero negro que, según él, es el heideggerianismo (su aflicción se asemeja a la de un capitán del ejército que ha visto morir a sus hombres en las trincheras de batalla). Aunque Mollá lo ignore, he leído tres artículos suyos publicados aquí o allí (por desgracia lo suyo no es prodigarse en el terreno de la escritura), y los tres me parecen excelentes, de la mejor prosa universitaria que ha caído en mis manos. De hecho, llevo anotado en mi cuaderno personal esta frase suya sacada de uno de esos artículos: «¿Cómo representar aquello en que nos va la vida sin convertirlo en una lamentación autoexpresiva, en burda predicación o en una nueva estética del resentimiento?».


Tal y como sentenció al bajar del tranvía, Mollá no es un gran entusiasta del cine: lo suyo es la música. Todo tipo de música: medieval, barroca, clasicista, romántica, impresionista, contemporánea, modernista, jazz, rock... Por eso conmigo tiene una paciencia infinita, puesto que mi incultura musical es casi tan alarmante como mi bajo nivel de inglés. Me insiste en que lea a Charles Rosen, un teórico musical que a él le fascina, y los libros que José Luis Pardo y Eugenio Trías han escrito sobre la materia. En las películas Mollá sólo tolera la existencia de la música diegética (aquella que se interpreta o suena en escena), en tanto que la música extradiegética (los insertos musicales que los personajes no escuchan, y que es la tendencia dominante) le parece una solemne bobería, un malsano capricho que infantiliza el discurso de las imágenes.


Mollá aprovecha que ha retomado el tema del cine para desarrollar su enconada crítica hacia el denominado séptimo arte: sostiene que la mayoría de las películas que se ruedan en la actualidad no se toman en serio a sí mismas, niega que en un trabajo colectivo como es el rodaje de una película figure el concepto de un único autor que ensombrezca al resto del equipo (lo que, a su juicio, ha generado una frustración y un resentimiento entre los trabajadores del mundillo cinematográfico más acusado que en el resto de las artes) y, por último, afirma que en el cine abunda la gente que se cree con más talento del que en realidad posee, personas que porque han visto cincuenta veces El padrino ya piensan que tienen algo importante que contar con una cámara. «Para satisfacer el capricho creador –afirma, categórico–, lo mejor es que escriban un libro, así al menos saldrá más barato».


Como no podía ser de otro modo, con el cine que más disfruta Mollá es con el francés: Bresson, Renoir, Chabrol, Godard, Sautet, Malle... Y, por encima de todos ellos, Éric Rohmer, su cineasta favorito. A Mollá le encanta el cine de Rohmer pero en cambio detesta el de Theo Angelopoulos, que en su opinión representa mejor que nadie la cumbre de la pedantería cinematográfica. En cuanto a los actores que le gustan, cita básicamente a los norteamericanos, en concreto a los que surgieron de las entrañas del Actors Studio. Respecto a la segunda generación que produjo esa escuela (Jack Nicholson, Al Pacino, Dustin Hoffman o Robert De Niro), Mollá asegura que estos actores dieron lo mejor de sí mismos al comienzo de sus carreras, pero que una vez se consolidaron dejaron de interpretar personajes para interpretar en exclusiva el suyo propio hasta degenerar en lo caricaturesco.


Yo le confieso a Mollá mi incapacidad para frecuentar cinematografías demasiado exóticas (o sea, ni estadounidenses ni europeas), para mí sería como llevar una dieta sana y ecológica, pero por desgracia maltrato sistemáticamente mi estómago y mis intestinos con fritos, bocadillos y porquerías recalentadas en el microondas. En este sentido, la universidad ha servido para constatar mis lagunas de cinéfilo, porque a cada instante me tropiezo con estudiantes a los que le gustan géneros o estilos muy concretos y que van más allá de la comercialidad hollywoodiense a la que estoy tan acostumbrado como a la comida basura: gente que disfruta con el cine de terror de los años 30 o con el de ciencia-ficción de los años 50, con el expresionismo alemán o el neorralismo italiano, con películas de temática homosexual o con comedias románticas europeas, con Tarkovski o con Kusturica, con el cine turco o el hindú, con el soviético o el asiático, con el Dogma 95 o el cine independiente norteamericano, con Isabel Coixet o Sofia Coppola. Incluso llegué a tener un compañero de clase que sólo era feliz viendo películas que nadie más había visto, de directores absolutamente minoritarios y rarísimos como Otar Iosseliani, Goran Paskaljevic, Béla Tarr, Léos Carax o Harun Farocki. Y luego están las películas icónicas, por supuesto, esos títulos sólo aptos para intelectuales y que si no te gustan es que no eres un intelectual (es verdad que algunas de ellas sí que me han gustado, pero la mayoría me parecen pedanterías sin gracia y sin estilo, celuloide trasnochado enfocado a deslumbrar a los fumadores e impotentes críticos de los festivales de cine y sus locos seguidores).


Antes de finalizar el segundo café, Mollá y yo coincidimos en señalar al austríaco Michael Haneke y el danés Lars von Trier como los directores actuales que más triunfan entre la joven cinefilia isleña; de repente, todo el mundo está rodando a mansalva cortometrajes copiando la sórdida estética de Haneke y von Trier, dos directores que no tienen reparos en decirle al espectador que el cine básicamente consiste en un ejercicio de exagerada manipulación visual, una máxima que practican con estudiadísimo descaro estos dos directores, que por lo general les sale bien (cosa que no puede decirse de su legión de imitadores), pero cuya crudeza expositiva es de tal magnitud, que a la larga su contemplación se torna de lo más desagradable (por este motivo sólo soy capaz de ver sus películas una única vez).


Anoto en mi cuaderno dos frases de Mollá que me resultan interesantes: «La originalidad surge muchas veces de un desconocimiento absoluto de la tradición. No hace falta ser culto para innovar con estilo», y «A veces los mayores admiradores son los que hacen los más flacos servicios». Después de dejar el restaurante, y antes de despedirnos, Mollá me pide tres cigarrillos. Al cogerlos me dice con sorna que uno no se plantea en serio el dejar de fumar hasta que se le han muerto la mitad de los conocidos por culpa del tabaco. También me comenta que lo más probable es que pase el resto del día encerrado en casa escuchando discos de Haydn. Luego nos despedimos de forma brusca y seca. En realidad, todavía no sé qué clase de opinión tendrá el profesor Mollá sobre mí (es bastante reservado respecto a sus emociones), tal vez ninguna; en cualquier caso, intento que este desconocimiento no me importe.

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Comentarios: 1
  • #1

    Paco León (miércoles, 19 noviembre 2014 11:11)

    ¡Muy bueno Benito, me gustó leerte. Enhorabuena por ese trabajo secreto!