Ruido o luz. El tres en el uno

Antonio Arroyo Silva

He visto un planetario. Se podían observar recreaciones del cielo nocturno de diversos lugares del orbe y en diferentes momentos del año. Allí mismo, donde se asienta este recuerdo, en el 2007, a Daniel Bellón, Ernesto Suárez y Carlos Bruno Castañeda se les ocurrió la feliz idea de hacer un recital de poesía: los poemas debían estar relacionados con el lugar, debían danzar en el silencio de los nombres y de las cosas. Recitar a las estrellas, a esas espectadoras lejanas que quizás ya no existan pues su luz puede tardar millones de años en llegar a la mirada del ser humano. Recitar al posible último estertor del todo. Según la teoría de la relatividad, la localización de los sucesos físicos, tanto en el espacio como en el tiempo, son relativos al estado de movimiento del observador. Y esta relatividad nos trae sorpresas, como veremos.

He visto un planetario en forma de libro de poemas. Lo elucidaron los poetas mencionados junto con músicos y técnicos astrofísicos. Todo ocurrió desde entonces. No un poemario al uso donde se responda a la teoría de causa-efecto. No, es un planetario, con todas sus piezas dispuestas a lo largo y ancho de toda su cúpula que se pliega y se repliega en el papel del libro que intenta reproducir el mundo. Nada de inocencia, pero tampoco presunción de sabiduría. Conectados los observatorios más importantes del mundo, mirando al cosmos, ahí están celosamente distribuidos, demostrando lo pequeño que somos en el firmamento; pero también, como dice Javier Gil, el comentarista que me precede, la prueba de a dónde puede llegar nuestra mirada y nuestra imaginación. A lo largo del poemario-planetario se trazan las coordenadas que coinciden con la razón o lugar a la que apunta el poema, de norte a sur, de sur a norte girando en la inmensa oscuridad de su noche de tinta. El ojo trino del astrónomo, tan lejos del ojo polifémico, nos dice que la luz nos oculta de la luz

 

para ver

hacemos uso de los oscuro

 

Rilke en el pensamiento del astrónomo, con su caballo de la luz que le apagará los ojos de su límite humano. Acaso Rilke no fue más que un Einstein de la poesía que por cerrar su escueta visión pudo ver más allá de la ecuación que representa ese intervalo espacial del que habla Hawking, cuya relación de causalidad no debería afectarnos a nosotros los habitantes de eso que llama futuro absoluto. Pero nuestro astrónomo desde su equilibrio del tres innominado, el tres del enfoque heterónimo, apunta su haz perfecto, su triángulo de luces y sombras que invierten-revierten la realidad de todos los intervalos espacio-temporales donde se fija. Y entonces descubrimos que el caos no es una simple teoría o un borrón sobre el papel, es esa violencia de la que surgimos, ese zumbido que nos cruza a los hijos de la detonación y, como dice al final de la primera parte titulada «Luz y sombras»

 

Debido a la velocidad limitada de la luz

resulta que podemos ver más atrás en el tiempo

cuanto más lejos miremos.

 

Así conectamos con la teoría de la relatividad y entramos en la segunda parte, «Pérsicos». La entrada desde el presente al pasado, desde la guerra de Irak del presente –ahora pasado— a la amplia tradición cultural astrológica y literaria de la Persia de Omar Khayyan o de Las mil y una noches, el mundo musulmán tan plagado de sabiduría astronómica, como ahora de violencia, quizás fruto del ansia de posesión de los colonialismos occidentales. Tejido de estrellas apuntan al texto y al intertexto, a la violencia humana del presente, a la creatividad del pasado. Bucle espacio-temporal entre lo escrito y lo hablado. Todo está escrito bajo las estrellas; todo, dicho, pero no la mirada singular

 

Mientras el universo se concentra de nuevo

en la negra pupila de los desesperados

[…]

implosión

para una explosión nueva

 

Explosiones nuevas que son «Geodesia» y «Rotaciones y Traslaciones». A propósito de esta cuarta parte, me viene a la mente aquel poema célebre de La miseria del hombre, del poeta chileno Gonzalo Rojas, titulado «Rotación y traslación» que dice: «Soy tu demonio/divino,/el príncipe/de otras edades,/parecido/a un árbol/por el sismo/arrancado/desde su puesto/de combate,/para volver/al final/de un milenio/de nebulosa/a su fuego/de origen.//Tal vez/la máquina/es mi cadáver».

 

Aquí, en estas «Rotaciones» ese asesino divino ya no va a ser un yo lírico, sino Érebo, personificación de la oscuridad y la sombra que llena todos los rincones y agujeros del mundo y por ende del espacio sideral, quien se abandone a su destino en el olvido (la máquina, su cadáver), pues

 

si nació del caos o del tiempo

a nadie le importaba ya

cansado de ser la oscuridad eterna

 

Como todos los planetarios, el libro Ruido o luz gira entre un prólogo donde la mirada inocente de un niño—el lector-observador— que solo ve «puntos/ Desordenados»y la culminación del epílogo donde se descubre la levedad del universo—más allá del ser del que hablaba Kundera—en la «mudez sonora del mundo», no una antítesis caprichosa, sino que hace alusión a la escritura poética, pues esta representa esa habla especial que dialoga con los signos, las señales y toda esa parafernalia que nuestros tres astrónomos poetas han situado estratégicamente por toda la geografía de su poema-circunferencia-planetario.

 

Aunque sin el consabido estilo barroquizante ni un ansia al menos aparente de formalismo —que la hay, pero que tenemos que descubrir los lectores-, aquí están presentes los planteamientos de Haroldo de Campos y su idea de la explosión poética. Cito un fragmento de su poema «Galaxias»: «donde escribir sobre el escribir es no escribir sobre no escribir y por eso empiezo despiezo pieza por pieza acoto cotejo y me tejo un libro donde todo sea fortuito y forzoso un libro donde todo sea y no se esté sea un ombligodelmundolibro un ombligodelibromundo un libro de viaje donde el viaje sea el libro el ser del libro es el viaje por eso comienzo pues el viaje es el comienzo».

 

Pero tampoco se aprecia la interpretación sempiterna cuasi canon que se le quiso dar en cierta época por estas tierras a dichos planteamientos, donde todo rodó—según mi opinión— sobre un silencio de meteoritos caídos y no tras una explosión.

Dice Laura Cabezas que «en el universo camposiano los escritores y las textualidades se convierten en suertes de estrellas que el crítico asocia y semeja mediante líneas imaginarias que posibilitan conformar constelaciones literarias: no importa cuántos años luz las separen, siempre se pueden construir nuevos conjuntos que alberguen relaciones entre singularidades, desterrando de este modo el esencialismo, el poderío cronológico y la organicidad».

 

 

El hecho de que tres poetas como Ernesto Suárez, Daniel Bellón y Carlos Bruno Castañeda hayan decidido diluir sus nombres en pro de la creación poética me parece un hecho singular y, como diría el crítico Jorge Rodríguez Padrón, una verdadera consecuencia de aquellos planteamientos: enfrentarse a la noche blanca del papel para dejar allí la mudez sonora del mundo, como ellos mismos establecen.

 

 

A pesar de que sabemos que Ruido o luz está escrito por tres poetas, sólo se percibe una voz que, si bien, a veces, nos trae a la mente algo de la trayectoria poética de cada uno de ellos, estos supieron alinearse como los planetas, las estrellas y las galaxias. Y, como sabemos, entre astros y poetas esto ocurre una vez cada miles de años. Así que la próxima vez visiten un planetario y tengan en sus bolsillos y en el pensamiento este libro.

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