Diario del otoño de 2006

José Carlos Cataño

Lunes, 25 de septiembre. La tierra es hermosa también aquí, los vendavales de luz de septiembre, la videncia azul del cielo, las imágenes del verano transcurrido estrellándose contra él.

 

Jueves, 12 de octubre. Banderines patrióticos, niños y no tan niños paseando por las calles envueltos en banderas rojigualdas, aquí también, en Madrid. El también va por los otros, los que se abrigan con la rojigualda doble. Nosotros ahora, esta tarde de otoño despejada, regresamos a Barcelona, cuando nuestro deseo sería tomar un avión hasta Lisboa, y mucho después proseguir hasta Tenerife, El Hierro…

 

Lunes, 23 de octubre. Esta habitación, en el Hotel Iberia de Las Palmas, podría ser la misma de la última vez, hace doce o trece años, cuando ya se había roto la relación, y, sin embargo, la llamé por teléfono, le pedí que subiera, y lo hizo, pasó la noche conmigo, me soltó el piropo aquel de que conmigo había sentido lo que no había sentido antes.

Las ventanas están orientadas al nordeste y el cabezal de la cama mira al sureste.

Tengo que detenerme para hacerme una composición de lugar. Por lo demás, el cielo al otro lado de las cristaleras está limpio y afuera hace calor.

Domingo, 5 de noviembre. En el autobús que me llevaba hasta mi casa en el Carmelo, subía una amiga con otra riendo a grandes carcajadas, un poco caballunas y grandotas, con los pelos negros y ensortijados, sin ser atractivas en absoluto, más bien poco agraciadas como una tarde de domingo provincial; pero con los muslos generosos a la vista, unos muslos blancos, rotundos y caprichosos, pues mientras daban cuerda a las risotadas, los abrían y los cerraban, con lo que el jubilado que venía a mi lado, ante la puerta misma del autobús, se desesperaba por si se bajaba en la siguiente parada o seguía un rato más el trayecto pendiente de verles las bragas negras, o coloradas, o aun de color violeta, que habría que ver cómo irían de decoradas por dentro las amigas estas.

 

Martes, 7 de noviembre. Volando hacia el sur del poniente. Esta vez con el amigo y poeta R. H., que ha querido la casualidad que coincida conmigo en el mismo vuelo, unos asientos más atrás. Otra vez en ruta hacia Allá, que pronto cambiará de nombre metafísico para convertirse en Rocas Negra, o Isla, o escuetamente Tenerife. En noviembre, entre calígines deslumbradoras y con el mar apenas perceptible. Otra vez. Otra ida.

Me da por pensar en mañana por la mañana. El avión puede pulverizarse sin dejar rastro, pero yo me entrego a ver la barbería de mi tiempo de niño, a la que acudiré a cortarme el pelo, como la última vez, en septiembre. Y pienso en San Roque, en volver a la colina, lo que no pude hacer en la visita de octubre. Y quizá me llegaré el sábado a Taganana.

El corazón está en otra parte. En principio, dentro del avión que sobrevuela la costa al sur de Agadir. O tal vez se me ha adelantado. Ya en La Laguna ha advertido que apenas queda nadie en la ciudad, apenas unos lazos afectivos consistentes. O es que sencillamente, definitivamente se ha serenado, con la cabeza apoyada en la ventanilla, entreteniéndose en columbrar el nuberío del exterior, las cascadas petrificadas, los manantiales fosilizados, los acantilados en trance de deshielo, las torrenteras a punto de estampida...

Algo me dice que estoy en el taxi que me conduce del aeropuerto al hotel; una voz en mi lugar que me dice que voy de verdad en mi cuerpo...

Qué raro se me hace llegar de noche a La Laguna, la humedad calurosa, las calles iluminadas, como entrando en un museo de cera con los vivos mezclados con los muertos.

Negros nubarrones amagan con cornearme y empujarme a un mar todavía más oscuro.

Aunque me coronara de besos la ciudad, jamás se me podrá extirpar la pena. Jamás, como si quedara todavía mucho para que eso pudiera sucederme. Y, sin embargo, desecado se encuentra el corazón en la ronda de esta noche de noviembre. Y la ciudad, después de todo, es inocente.

 

Sábado, 11 de noviembre. Hago un esfuerzo para subir a San Roque. Calina y olor a artemisas. Regreso después de sacar algunas fotos durante el crepúsculo. No tengo mensajes en el móvil. Me afeito. Salgo a la calle con ganas de pasear, las manos en los bolsillos. Saco dinero de un cajero. Sigo hasta el Aguere, donde me dicen que mañana podré disponer de una habitación entre las doce y las seis de la tarde. Voy a cenar al pequeño restaurante que tanto le agrada a C. Dos parejas. Una, dicharachera, con bromas y carcajadas. La otra… Él mira a los carteles y fotografías antiguas que adornan la pared de enfrente, colocándose de perfil a la mirada de ella, que lo observa con una sonrisa. Qué intriga. Podrían ser austriacos. Creo que han dicho algo. A lo mejor va a resultar que son isleños. El hombre, con gafas y pelo corto, es un tipo anodino. Ella tiene unos labios consoladores. ¿Por qué está él tan callado? ¿No se puede creer que se encuentre con la chica más guapa del lugar? Y ella, ¿por qué da fe de tanta paciencia? ¿Han de decir sus destinos, en lo que dura la cena? Entran dos pelados en el local, uno con el ombligo al aire y una señora gruesa que podría ser la madre de los dos sujetos. Se rompe la velada romántica y austriaca, las miradas furtivas, las intensidades y los brillos. Pago, y camino por Herradores hasta la esquina donde estuvo el comercio de mi abuelo, tocando con la Avenida de La Trinidad. Paso por delante de lo que fue mi colegio hasta la llegada de la adolescencia. Ahora reparo en que el edificio es del siglo XVIII. El tejado está abierto a trechos, como si estuvieran vaciando su interior. Se ven las paredes cadavéricas, las vigas, los paños de las ventanas por donde nos asomábamos a mirar a la calle, o a la chica que limpiaba, subida a una escalera, las cristaleras del notario en la casa de enfrente. Atravieso la Plaza del Adelantado, sin decirme nada de toda la historia que, para mí, hubo una vez en ella. Ya en la habitación, saco una foto nocturna a la plaza, a la curva en que se dobla la calle de Santo Domingo. Más de una vez, desde mi dormitorio en la casa natal, mientras esperaba conciliar el sueño, se oía el chirrido de unos neumáticos que derrapaban y el golpe seco del coche que chocaba contra los elevados pretiles. Con la noche entrada escucho como redobles de tambor y cantos de estudiantes. Extraño, monótono cántico de unas estudiantes que atraviesan la plaza no sé hacia dónde.

 

Martes, 14 de noviembre. El hombre golpea y destroza la tierra porque no soporta su callada belleza. Tienen que hablar los dioses por ella, y tienen estos que sosegar a los brutos a través de sus clérigos. El hombre se ensaña con todo cuanto respira. Mono energúmeno e insaciable, que busca la satisfacción al momento. Los dioses no son más que aceleraciones de la eternidad, traídas al presente para calmar al mono, rudimentario o refinado; reo de egolatría, incapaz de ver más allá de sí mismo; y al mismo tiempo, asqueado de sí mismo porque sabe que es máscara, impostura.

 

Lunes, 4 de diciembre. Les ha vuelto una Santa Teresa, y no sé si se han enterado. Pasa que, si bien le tiembla la mística, habla del dolor del cuerpo y de los que se han ido al otro mundo. Pasa que, en vez del lenguaje de los pucheros, la nueva Teresa pulsa el lenguaje, ni que decir que en correcta dicción, sin elevar el tono. Hay pájaros del Pisuerga, la fragilidad de los años en cascada, todo suelto en un verso corto y como atontado.

 

  Viernes, 8 de diciembre. Los veo hoy en la foto de un gran periódico que ellos considerarían de extrema derecha y españolista. Desde siempre se han agrupado para hacer cosas, con sombreros o camisas de colorines, gregarios y contentos. Qué dicha haberlos sorteado a tiempo. Qué suerte el amigo A.R. en su calle de Sarriá, en el Delta del Ebro, en Brasil. Ah, querido X, amigo distinto, amigo que fue, cómo te veo ahora el plumero después de buscar a lo Lope mi amistad y mis contactos para abrazar tu nueva fe judaica. A ti solo se te perdona que, pese a todo, seas buen poeta. Y para nada en este juicio o aprecio que tengo de ti interviene el que me tengas a mí por enemigo de tu patria catalana. Amí, desafecto de toda patria. Sí, frente a estos de la caspa vanguardista, de intervenciones en guateques y apelotonamientos, sigo suscribiendo mi elogio del forastero,  del apartado, del que se resiste a asimilarse. ¡Qué maravillosos estaban todos -no olvido la escena de la que me fui por asco - el día que enterraron al irreductible poeta Miquel Bauçá en sociedad!

 

Viernes, 15 de diciembre. Qué sería de mí sin estas bajadas y subidas a Can Baró, cargado con las bolsas de la compra, la cabeza a pájaros. La decoración navideña, mientras tanto, se agita en las calles y no me inquieta, que hará cosa de un año o dos conseguí que me fuera por completo indiferente.

 

Pesadilla, en una cala angosta, a la que me han llevado por motivos que no se cumplen. Mar gruesa que rebosa, apenas con espuma, por encima de las rocas. En la orilla se agolpan los pescadores. Entre precipicios y barrancos, el paisaje es canario la isla de El Hierro, la punta de Anaga, moldeado por la caldera onírica. Cuando suena la hora del regreso, no tengo fuerzas para remontar la pendiente. Lo consigo, al fin, exhausto, y enseguida me doy cuenta de que están a punto de abandonarme en el lugar.

 

¡Qué gran mujer Zenobia Camprubí! Con qué clarividencia se refiere al totalitarismo en 1936. Habría que rescatarla de su marido, J. R. J. No se trata de aludir al egoísmo de este, a la dependencia a que la obliga. Deberíamos leerla por sí misma y devolverla a sí misma, lo que apenas ella pudo hacer en su momento.

 

Sábado, 16 de diciembre. Aquí, en esta casa en la ladera de una de las colinas del Carmelo, al mediodía… V. pasa conmigo unos días. Los días habituales que vienen a representar, apurados, dos jornadas, aunque para una muchacha de su edad ya es prueba de amor su insistencia en venir a esta casa pobre. Sus preguntas, nuestras charlas, su entusiasmo y su curiosidad, nuestras risas. Le he hablado de la fecha de hoy.

La fecha… ¿Treinta y dos años de la muerte de mi madre? ¿Ya han transcurrido más años que todos los que viví a su lado? Cómo no voy a sentir extraño mi pasado, con la sensación, siempre latente, de que he vivido en varias vidas, en varias películas de las que pude salir en cuanto se apagaron las luces de la sala.

La fecha… El testigo. Pero ¿cómo puedo seguir siendo el testigo de aquella fecha si afirmo que sucedió en otra época? En otro tiempo en el que dudo que viviera de verdad.

La fecha ha trascendido el tiempo al que perteneció y se ha convertido en el fotograma de un relato, que ya me resulta ajeno en tanto que tiene existencia propia, existencia distinta y separada de la mía.

Y, sin embargo, no se ha ido el dolor, ni con los años transcurridos ni con las deformaciones a las que se ha visto sometido mi recuerdo. Por voluntad mía, la sombra que se posa en mi mente, desde aquel lejano 16 de diciembre de 1974, viene a ser la misma con la que se hizo de noche aquel día. Digo voluntad; otros preferirían la palabra fidelidad. La muerte de mi madre fue un golpe que me vino de lejos, que me marcó porque yo no estaba inmerso en la película. A ella también le vino de lejos. Se fue con el golpe lejos. Yo sigo aquí.

V. estudia con el tesón y el provecho, el entusiasmo y la disciplina que le conocemos desde niña. Luego, en la sobremesa, vamos de un tema a otro, y va cayendo la tarde, el sol rojizo por el pinar de enfrente, el gran silencio de color lila por el oriente, el mar rehogado en plata antigua, la bruma ceñida a los muelles, el horizonte cada vez más desleído, más acogido por la noche que viene desde lo alto como si viniera a besar el dorso del mar, a mecerlo, a recogerlo hasta el día siguiente, la noche como la madre que nos acoge en su silencio eterno, sideral…

 

Martes, 26 de diciembre. Día de San Esteban, diecinueve mirlos en una antena al atardecer.

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Comentarios: 1
  • #1

    R. (sábado, 04 octubre 2014 00:20)

    La escritura de Cataño es brillante.