De la música íntima y los espejos

José Félix Álvarez Izquierdo

[…]

La música

es lo único que me importa,

ya sabes, me refiero a los

pozos individuales en que cada día nos sumergimos

para autocomplacernos,

y de vez en cuando llevamos a un amigo

a ver qué tal le sienta

nuestro clima[…]”.

Hace unos años leía yo este «Poema desde París» de Félix Francisco Casanova, profundamente excitado por la idea de que la música es acaso un pozo al que nos vertemos en mera contemplación de nosotros mismos; excitado por el presentimiento de que hay una música íntima, o mejor dicho, una posición absolutamente individual desde la que nos asomamos al espectáculo sonoro. Alguien me dijo una vez que a Amália Rodrígues debía uno escucharla solo. Y a pesar del apasionamiento que a veces muestro cuando a compartir su voz me dispongo, comprendí inmediatamente, sin embargo, la necesidad de esa prescripción. Porque en el momento mismo en que ponemos a girar los discos de nuestra soledad, cierto sofoco nos invade; nos sentimos apocados ante una imagen de la que quisiéramos incluso desembarazarnos.

Ya en su poema, Félix Francisco nos ofrece la visión clara de un pozo que, por oscuro que este sea, goza siempre de esa condición del agua que es vital para el arte: su condición especular. “Ya sabes, me refieroa” esa fina capa de agua que recubre al agua misma, la película que recoge el reflejo del mundo. No perdamos de vista uno de los mitos fundacionales de la pintura, el de Narciso, enamorado de su propio reflejo al mirarse en una fuente. Y es que estas músicas de las que hablo nos dan un retrato bastante fiel de nosotros mismos, o bien una máscara con la que nos sentimos aliviados. Según el modelo artístico del humanismo, el arte hace representarse al mundo frente al hombre, como una radical separación entre objeto (obra de arte) y sujeto (espectador); el arte es un reflejo del mundo y del Yo.

Si el hecho pictórico se nos muestra poco pertinente para las especulaciones estético-musicales de esta pequeña digresión estética, refirámonos a lo íntimo desde una perspectiva puramente sonora —como si el arte, acaso, tuviera algo que ver con la pureza, como si fuera la pureza la que puebla las noches de nuestra música. Pues a lo largo del siglo diecinueve fue la música el modelo artístico ideal, el arte prestigiado, que con toda su abstracción se consideró mejor para contar el mundo, para acceder a lo real inaccesible, para decir lo indecible. Así, aún en 1931 decía Aldous Huxley en sus ensayos Music at night que “después del silencio, lo más cercano a expresar lo inexpresable es la música”. Más adelante en su poema, Félix Francisco continuaba:

Sientas a tu amigo

y le dices emocionado:

«ya no nos hace falta hablar».

¡Oh, es fantástico

ese momento

en que tu cabeza es tan inservible

como un teléfono roto!”.

 

Pareciera que esa música que aquí se intenta contornear produce en nosotros una especie de cándida vergüenza, muy concreta e imposible de verbalizar, cuando es reproducida en compañía. Podríamos considerar que constituye una imagen demasiado fiel de nosotros mismos para ser mostrada, o de esa particular cosmovisión de nuestro rol social y su devenir, de algo que pudiéramos llamar nuestro personaje en el gran teatro del mundo. Y resulta que, por los propios resortes expresivos de la música y nuestras condiciones sensoriales, la música llega a lugares inaccesibles para otras manifestaciones del arte, y hace su trabajo allí, en lo inhóspito. Y “ya no nos hace falta hablar”.

Pese a todo, arte no es sino lenguaje, sistema, método, razón y representación, si bien es cierto que, históricamente, todos sus anhelos están orientados a negar su estructura y materialidad: su naturaleza misma velada a favor de un efecto de realismo. La música pretende serlo todo y no es más que ilusión. ¿Pero qué es lo verosímil en la música? A menudo, para las masas, los mecanismos internos de la música son omitidos, y el resultado del hecho musical constituye una realidad alternativa sostenida en sí misma, que se entrega ya terminada. Cuánto más aun en la era tecnológica, en la que, por norma, se ocultan la maquinaria y el proceso interpretativos, ahora que la música se derramó a través del gramófono y se levanta ante nosotros como realidad virtual. El problema lo es además del lenguaje: música es todo. Música es la partitura, el instrumento, el intérprete… Pero también lo es la contemplación estética, la recepción, la percepción auditiva, el público o auditorio.

A veces, la supuesta inmediatez de la música para con lo real se tematiza, como en la canción “Fadista louco”, del repertorio de la misma Amália Rodrígues y firmada por Alberto Janes (música y letra):

Eu canto com os olhos bem fechados,

que o maestro dos meus fados

é quem lhes dá o condão.

E assim não olho pra outros lados

que canto de olhos fechados

pra olhar pra o coração”.

[…]

 

Yo canto con los ojos bien cerrados,

que el maestro de mis fados

es el que les da el don.

Así que no miro para otros lados,

y canto con ojos cerrados

para mirar al corazón”.

[…]

 

Se nos presenta el canto como expresión natural del corazón, una catarsis casi involuntaria, o mejor dicho, en la que la voluntad está objetivada, en términos schopenhauerianos, Los resortes del aparato musical pueden resultar más efectivos aun cuando ellos mismos aseguran carecer de representación o mediación, pero abordar este tema supondría internarse en una espiral de ficcionalidades nada conveniente ahora. Pero no perdamos de vista cómo Amália Rodrigues canta con los ojos bien cerrados, como queriéndose evitar a toda costa la mirada, la principal portadora de intencionalidad, la delatora de la subjetividad. La voluntad del mundo, lo real, no puede representarse ni en imágenes ni puede haber un discurso sobre ella (tan solo en negativo). Pero es cierto que el arte es una posición privilegiada desde la que contemplar el mundo, y la música, en su abstracción y carencia de mímesis, se acerca más que nada a la filosofía.

Para comprender aquella sensación de desamparo y rubor ante cierta música, que era motivo de estas líneas, debemos asumir que, pese a todo romanticismo, en el arte no se comunica nada. El arte no es un problema de comunicación, sino de expresión. El arte es condensación de la mirada, el objeto a través del cual el mundo se concede ojos para verse a sí mismo. Igualmente, es el arte celebración del mundo y expresión subjetiva de una interioridad. El arte es al mismo tiempo objeto de nuestra mirada y sujeto que nos mira, y en mirarlo nos reconocemos a nosotros mismos.

Amália Rodrigues canta en uno de sus fados estas perturbadoras palabras del poeta Luís de Macedo:

Por trás do espelho quem está

de olhos fixados nos meus?;

alguém que passou por cá

e seguiu ao Deus dará

deixando os olhos nos meus

 

¿Detrás del espejo quién está

con los ojos fijados en los míos?;

alguien que estuvo aquí

y quedó diciendo “Dios dirá”

dejando los ojos en los míos.

Escribir comentario

Comentarios: 1
  • #1

    C. G. F. (miércoles, 08 octubre 2014 14:24)

    Juan Rulfo escribió un pasaje en Pedro Páramo que se ha quedado grabado en mi mente. Cuando habla sobre el recuerdo de los personajes de Comala, ese recuerdo al que vuelven, una y otra vez, inexorablemente, a pesar del daño, se pregunta: "¿Por qué no simplemente la muerte y no esa música tierna del pasado?" Es curioso que llame "tierna música del pasado" a la memoria. De algún modo, nuestro pozo interior tiene una capacidad de seducción que nos atrae y nos revuelve una y otra vez. Y la música provoca muchas veces el mismo efecto en los resortes de la memoria: nos lleva al pasado y esto nos parece terrible, pero también necesario e hirientemente bello. Tu texto es excelente.