Palabras de abismo. Sacralidad, misterio y conocimiento en la poética de Miguel Ángel Curiel

Daniel Bernal Suárez

El filósofo posmoderno Jean François Lyotard aseveraba, en aquel volumen de sarcástico título La Posmodernidad explicada a los niños (1986), que en nuestras sociedades occidentales se observaba una deriva en el plano de la tecnociencia y de las vanguardias artísticas hacia un proceso de complexificación, esto es, de incremento de la complejidad. En lo tocante a los avances de los saberes, parecería ser un aserto plausible; sin embargo, no deberían soslayarse los procesos simultáneos de simplificación. Estos últimos operarían tanto en la forma en que los saberes de vanguardia son asimilados masivamente (respecto de la información, verdaderas amputaciones y atajos falseadores) como a las interfaces de las tecnologías con las que interactuamos (las denominadas interfaces de usuario). Y nos quedaría aún otro aspecto digno de considerar: la simplificación de la experiencia del ser, su reduccionismo.

 

El poema Kubla Khan, que a finales del siglo XVIII el poeta romántico inglés Coleridge pergeña, según Borges insinúa, bajo la conjunción de unas insólitas coincidencias, principia de esta guisa: "En Xanadú, Kubla Khan decretó / alzar una solemne cúpula de placeres: / donde Alph, el río sacro, iba fluyendo / por cavernas que el hombre nunca pudo / medir, hasta llegar a un mar sin sol". ¿No son estas cavernas que el hombre nunca pudo medir, acaso, los espacios de realización de la experiencia humana en cuanto de resistente a la reducción y simplificación asoma? ¿No son, pues, insisto, estas cavernas imposibles de medir, una imagen maravillosa de la riqueza del ser, de su asombro frente al existir? ¿Es reducible el enigma, quizás, a la medida?

 

La dilatada trayectoria del poeta Miguel Ángel Curiel comprende los siguientes libros: Visiones en el regreso (1993), El cuaderno blanco (1995), Los bosques del frío (1998), En los bosques de Yuste (1999), Piedras (1999), Travesía (1999), Poemas1996-1999 (2001), El verano (2001), Hálito (2004), Un libro difícil (2007), Por efecto de las aguas (2007), Mal de altura (2006), Diario de la luz (2008), El principio del mundo (2009), Los sumergidos (2011), Luminarias (2012) y Hacer hielo (2012). Curiel ha sabido edificar una poética singularísima que, a pesar de obvias variaciones, nos remite a una coherencia visionaria de lo poético. En efecto, ya sea en poemas breves o largos, en versículos o en poemas en prosa, su creación poética presenta rasgos de indagación órfica y meditativa. Concepción vital del hecho estético no ajeno a preocupaciones filosóficas y morales, comentaremos a continuación algunas de sus claves y cifras.

 

Veamos los primeros versos del poema Semilla, incluido en Por efecto de las aguas:

 

El punto es el pájaro.

La oscuridad es ese punto, y yo

soy ese punto. Un punto

aquí, en el centro de la hoja

/La semilla/...

 

Podemos percibir ya la gravitación del enigma: la cuádruple identificación punto-pájaro-oscuridad-yo hace saltar por los aires el principio de no contradicción. El poema no viene a ser la secuencia estricta de una causalidad reductora, sino una amplificación, un testigo de las relaciones enigmáticas del mundo. Las antítesis y las paradojas coadyuvan a generar un sistema analógico donde la contradicción es punto germinal del poema, de sus hallazgos, y, a un tiempo, manifestación de una enunciación oculta, de la secreta red que teje el cosmos. En ocasiones, el despliegue de la paradoja se desarrolla de un modo recursivo.

 

La poesía de Miguel Ángel Curiel halla basamento en una noción de misterio que abre un nuevo cauce a la irrupción de la consagración del instante. No es ajena esta visión a un sentir religioso de la palabra y a una gnoseología fundada en esa misma noción de misterio. Conocimiento que, como decía el filósofo Ernst Cassirer al discurrir sobre el arte en su Antropología filosófica (1944), no se sustenta en una abstracción teórica, sino en una visión simpática de las cosas, un descubrimiento de la realidad en la aparición concreta y súbita de los entes.

 

El poema Teoría de los grillos, del poemario El verano, comienza así:

 

Yo creo que los grillos guardan una relación

con las estrellas. Entre las cosas pequeñas

se abren grandes distancias que las unen

-A los ojos y a los oídos-. Oye y mira.

Te quema la mano como un erizo.

Tampoco esas señales las concibes como dos planos

diferentes (...)

 

Y en el poema El faro, de su más reciente título, Hacer hielo, leemos:

 

Se va un barco mientras vuelve otro.

Estás en los dos,

es lo malo del lenguaje.

 

En ambos poemas se dictamina la unidad de dos planos diferentes, concordancia obrada por los vínculos que entabla el lenguaje poético. Material incendiario el poema, que rasga la conciencia, su claro equilibrio: los planos diferentes no se anulan en una prestidigitación sintética sino que, como en el aleph borgiano, pueden verse en simultaneidad y ser habitados en/desde/por el lenguaje. La contradicción de los planos es solo aparente, superficial: la experiencia poética revela el nivel superior donde adquieren un nuevo significado. Asistimos aquí, pues, a la enunciación de una escritura religante: el poeta observa el universo y sus encarnaciones y deja rastro de ese suceder en el texto. Escritura religante por cuanto la enunciación misma funda y materializa un nuevo conjunto de relaciones entre los entes. Signos ofrecidos a la contemplación y que concretan un sentido. Los nuevos nudos que asocian presencias permanecen invisibles para la mirada habituada al suceder en serialidad; en cambio, esas proximidades se intuyen a través de esa deshabituación, de esa dislocación del lenguaje que es, también, dislocación observacional (percepción discontinua). Así es como puede llegar el acontecer de verdad que la poesía entraña: lenguaje y mirada se sincronizan en este acontecer de verdad que es también acontecer del enigma, desplegando ante el lector la realidad que yace en la velada trama anagógica.

 

El desplazamiento metonímico y metafórico está ligado, en la poética de Miguel Ángel Curiel, a una forma de pensar poético. Algunos críticos han hablado, precisamente, de un filosofar poético. Pero la expresión puede llevar a engaño si no tenemos en mente sus peculiaridades (especialmente la refutación de un rastreo logocéntrico). Exploración del pensar mismo a través de la materialidad de la palabra. Del tacto y la visión se remonta, vía conocimiento analógico e intuición, a una sacralidad del mundo como caso total y de los entes como apéndices y paradigmas de ese orbe. Perseguir o encontrar, para decirlo con palabras de José Carlos Cataño, el balbuceo del momento que nace.

 

La escritura poética de Miguel Ángel Curiel se nos presenta como un prodigio de intensidad y profundidad. En ella conviven por igual la transparencia más áspera y la densidad, la sequedad de una luz estival, y la sombra. Pienso, por ejemplo, en la coexistencia de estas dos naturalezas en el seno del poemario El verano, que fue accésit del premio Adonais del año 2000. Este libro se halla dividido en dos secciones bien delimitadas. El lenguaje, en la primera sección, se caracterizaría por una sintaxis regular y expandida en versículos, con un tratamiento de la experiencia de la naturaleza como proyección de lo humano y como entidad preñada de signos con la que el sujeto poético dialoga, buscando en el envés de la misma los significados. La escritura, como el principio del verano, henchida de claridad (pero una claridad con sus resquicios de sombra, con sus tajos y brechas). Sin embargo, en la segunda sección observamos cómo el verbo se densifica: la condensación del fin del estío prefigura la expansión de la umbría, los versos se reconcentran y las imágenes se disparan. La palabra diríase que vuelve hacia sus entrañas, sedimentando hacia una interioridad de la imagen abrupta, multiplicándose el carácter onírico. Tonalidad espesa y flamígera de lava, tórrido manantial de símbolos: los animales pastan como sustancias hechas de aire, de agua, de tiempo y, sobre todo, de una soterrada pulsión de muerte. Los poemas de este segunda parte del libro figuran bajo el epígrafe Salmos y visiones: de hecho, las continuas anáforas, paralelismos, desarrollos contrapuntísticos y en espiral, y los inicios en modo imperativo de algunos versos consiguen crear esa atmósfera visionaria y salmódica, a ratos exhortativa, sentenciosa y litúrgica.

 

Poética en que la concisión y la transparencia son rebasadas siempre, superados los límites, por un derramamiento producto de una sobreabundancia de sentido, una significación excedente. Téngase en cuenta que esta tensión se hace explícita, también, entre el nivel semántico y el formal. Y su hechura más ostensible se alcanza en el tratamiento de la muerte.

 

Centrémonos en algunos poemas de Hacer hielo. En Lance, se dice:

 

Seca la picada

y bella

la tensión del sedal.

 

Viviría así toda mi vida,

con esa tensión fina

en la mano.

La muerte tira así de nosotros.

No quiere que se rompa

el sedal de la vida.

 

Tensión de la muerte que tira, como el sedal, de la vida. Pero tensión que no quiere romper el hilo, sino mantenerlo suspendido. En el poema En los aires, asimismo, se refiere cómo la muerte habla desde lo invisible y misterioso (“Todo el día está en el aire / ese pájaro invisible. / ¿De dónde sacará la energía / sino de la muerte?”) y en Noviembre, se sitúan los pasos de un hipotético interlocutor del sujeto poético -que adivinamos ser él mismo en un momento de desdoblamiento-, entre los pasos de sus muertos, rodeándole. La muerte como una energía que mantiene en vilo la propia existencia del ser, que a pesar de no estar presente, marca su territorio de fuerzas, caligrafía en tracción o violencia.

 

Esta confrontación afecta al modo de abordar el dolor. El poema se convierte, por tanto, en un punto de fuga donde convergen la sangre, su no imposible sanación (“y nuestra escritura era ahora más que nunca solo una escritura medicinal, y no pretendía nada más que curarnos de los días oscuros del mundo”) y la sospecha de la incertidumbre de la propia escritura. Las astillas del padecimiento como eslabones de una escala que lleva al poema. Así leemos en Tánger 1998:

 

Se oyen toses.

La sangre del cuaderno

cayó de la nariz.

Escribí con ella la palabra luz.

 

No obstante, esta secreción del poema en la vecindad de la herida ayuda a vivirla transmutándola (“Como sanador escribo / palabras cerca de la herida”). Poema-herida que no cierra la cicatriz, sino que la mantiene abierta con su memoria. Y que, a pesar de ello, es ofrenda no vana contra la oscuridad del mundo y reverberación no inútil de la esperanza. Porque, frente a la corrupción del lenguaje, frente a su instrumentalización, a las operaciones que gastan su materia, Curiel aboga por resucitar las palabras y regenerarlas frente al envilecimiento. Arrancar el lenguaje, su corporeidad, de la perversión y las premuras.

 

El poeta Víktor Gómez ha señalado que la poesía de Curiel se inserta en cierta tradición europea que, sin citar, pareciera remitirnos a autores como Paul Celan o Vladimir Holan. En efecto, nuestro autor bebe de este hontanar fecundo y de un, permítaseme la expresión, linaje heideggeriano que vendría desde Novalis y Hölderlin, pasando por Gérard de Nerval. Línea germinal de una cierta corriente hermética recobrada por el romanticismo y que se prolongaría en determinadas formulaciones de vanguardia.

 

Hace unos años, el poeta aseveraba que “Mis poemas son oscuramente diáfanos”. ¿No nos lleva esta frase a las consideraciones estéticas que hiciera el japonés Tanizaki en aquel opúsculo intitulado Elogio de la sombra? Allí sostiene Tanizaki que el enigma de la sombra, a través de los juegos de claroscuros, promueve una fascinación que procede de la percepción de un “mundo de ensueños de incierta claridad”, de sentir el “latido de la noche que son los parpadeos de la llama”. Los objetos, vistos bajo esta perspectiva, cobran profundidad, sobriedad y densidad. Y, en efecto, así acaece en los poemas de Miguel Ángel Curiel: su diafanidad incluye una dimensión de sombra que constituye los plegamientos de la realidad que, redescubiertos en la escritura/lectura, cifran las nociones del misterio.

 

En el poema Frutos (Hacer hielo) se hallan estos versos: “(Árbol desnudo. / Sin él no podría hablar de mí. / Lo he mirado mucho para no ser)”. Ninguna apropiación: habla y escucha del mundo mediante los entes. El posicionamiento del sujeto poético entraña una aproximación en la que, para arribar al conocimiento, hay que abolir la dicotomía sujeto/objeto tradicional de la gnoseología. El yo asiente que solo es en la medida en la que interacciona con lo otro, materializado en los entes (como ese árbol desnudo), reconociéndose en un escenario que inhibe la solidificación de las categorías. Conocerse en el hablar del otro, afirmar nuestra existencia por la existencia del mundo. Conocimiento que es pura vislumbre de lo trascendente.

 

En el ritual del poema, inmolación de las palabras, ver al pájaro invisible tensar el aire. Quien atisba ese pájaro calcinado ya es testigo de las profecías de un sol negro que sabe a muerte.

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Comentarios: 2
  • #1

    miguel angel curiel (jueves, 26 junio 2014 11:31)

    Querría dar las gracias a Daniel Bernal Suarez por este texto, y si fuera posible ponerme en contacto con él.

    Gracias

    miguel ángel curiel

  • #2

    Carmela Linares Linares (lunes, 12 diciembre 2016 14:17)

    Daniel, hay que calzarse para leer tu aritículo.
    Sublime. Ahora leeré a Miguel Ángel Curiel.
    Yo veo por todas partes: metapoesia, metafísica filosofía...