Palinuro, contemplador y destemplado

Iván Cabrera Cartaya

Cuaderno de apuntes y esbozos poéticos del destemplado Palinuro atlántico (2005)1 es el largo y matizado título ―en realidad, una síntesis de su poética― con el que Eugenio Padorno editó en el año 2005 un hermoso y denso poemario con reminiscencias clásicas y grecolatinas; pero con indubitable acento y ascendencia insulares. Para quien conozca o sepa de lo publicado por el poeta grancanario hasta aquí, no le resultará extraña la imagen de inacababilidad o provisionalidad que poseen todos sus textos. Sobre ello ha dicho el poeta:

En mi caso, y por lo que concierne a la poesía, los textos «definitivos» son raros, pues no dudo en introducir un cambio de cualquier tipo, en descubrir esa posibilidad. Y esto recuerda el fluir y refluir heraclitanos del poema, como si el camino de ida se completara con el de vuelta. De un tiempo a esta parte, vuelvo a los textos ya impresos lo menos posible, porque sería el cuento de nunca acabar. Escribimos poemas, y tan ligados están a nuestra naturaleza, que, cuando introducimos algún cambio, nos percatamos de que también somos escritos en el tiempo por ellos […]2

 

Mucho antes, podemos leer en su libro Septenario (1984) una nota que incide sobre el mismo asunto:

 

Los irritantes cambios que hay en mis poemas ―versiones, recreaciones, etc.― expresan distanciamientos, aproximaciones y acosos, desde distintas perspectivas, a aquella FORMA final; son manipulaciones que suponen ―a mi entender― la fijación de la invariabilidad nuclear de lo que, sin modelo, constituye lo irreductible y ―sobre todo― la exploración del lenguaje que nos concierne3.

 

Dividido en cuatro partes que son: I. Entendido en la ola que es verso, II. Lajas de casa caminada, III. Entre risas de felices amigos y IV. Figura por venir, el libro parece proponerse y proponernos, como ya ocurrió con Septenario en 1984, la disipación, la desligación o la disuasión entre prosa y verso. Como el mismo poeta nos dice en la nota final que cierra el conjunto, y de la que nos serviremos como baliza que oriente una más provechosa lectura y comprensión de los poemas: «Este Cuaderno contiene un desarrollo libre del tema virgiliano de Palinuro, personaje que, muerto por isleños, anheló el germinar de su destino; ya, en cierto ensayo, le atribuí la cualidad de un símbolo, predicable de la poesía canaria».

Para quien no tenga noticia de la desdichada y trágica historia de Palinuro, «tema virgiliano» como nos dice Padorno, puede o debe acudir a la lectura de la Eneida para quedar enterado de la misma o, antes, a Servio y a Dionisio de Halicarnaso. No obstante, y para ahorrar tal comercio, ofrezco aquí un resumen muy parco de la misma: Palinuro fue el piloto de la nave de Eneas desde su salida de Troya tras la destrucción de la ciudad. En la Eneida, Virgilio cuenta que, tras un diálogo entre Venus y Neptuno, éste le prometió a la diosa que los troyanos arribarían al Lacio con seguridad y un buen viaje a cambio de una ofrenda humana. Durante el viaje nocturno, Somnus (equivalente romano del griego Hipnos) visita a Palinuro y lo duerme; Palinuro cae al mar, llega a una playa y allí lo matan unos bandidos. Se cumplen así profecía y promesa, aunque los troyanos todavía habrán de hallar dificultades antes de llegar a la actual Italia.

Cuando Eneas desciende al inframundo, en el bello y justamente famoso libro VI de la Eneida, se encuentra con el espíritu de Palinuro, quien, habiendo quedado su cuerpo insepulto, no puede descansar y le pide al troyano que lo ayude a pasar a la otra orilla. La Sibila de Cumas, que flanquea a Eneas en el descenso de éste al mundo de los muertos, no puede más que oponerse a su deseo, pues contradice los designios de los hados. Sin embargo, Palinuro consigue arrancarle la promesa de que sus verdugos, perseguidos por hechos prodigiosos, le erigirán un cenotafio y le harán ofrendas, y que un cabo llevará su nombre.

Este uso y gusto de o por lo clásico, constante, tenaz en esta escritura, y a semejanza del proyecto mitopoético que Lezama Lima y sus compañeros de la revista Orígenes llevaron a cabo en Cuba para convertir el Caribe de hoy en el Mediterráneo de la época clásica, con un importante arrastre cultural que allí fue reformulado y aplicado por los intelectuales de la isla, planteándose qué era Cuba y sus específicos rasgos, le sirve a Padorno de ejemplo activo y sobre ello dice:

 

Tal uso exhibe el deseo de atlantizar la cultura clásica. El deseo de la literatura canaria de sostener un diálogo con las culturas europeas la obligaba a asimilar en principio las culturas clásicas. De esta necesidad supo, en el ámbito hispanoamericano, Alfonso Reyes. Leopoldo Zea insistió en que el pago que había de hacer Hispanoamérica para borrar la marginalidad consistía en la asimilación de la cultura occidental; retrasar esa asimilación era alargar en el tiempo el problema de un apartamiento cultural. En el ámbito canario, y mucho antes, destaca en este mismo empeño Graciliano Afonso, que tradujo a innumerables autores greco-latinos para la formación de la juventud canaria; conviene reparar en que no hizo más que exponer, con carácter de teoría, lo que en el siglo XVI había anunciado Bartolomé Cairasco de Figueroa: yuxtaponer localismo y clasicidad.4

 

Este cuaderno, que desde luego ofrece mucho más que los modestos apuntes y esbozos a los que apunta su título, se abre con el que me parece uno de los más bellos, a mi juicio, poemas de toda la obra de Padorno, el titulado «Palabras que se hacen de una hora nocturna, bajo otra cúpula de silencio ardentísimo», y que ya había sido ―como otros de este libro― adelantado en una publicación anterior: Para una fogata (2000), donde la anotación diarística, y la reflexión sobre la creación poética y las costumbres culturales que le son exclusivas a Canarias (o que compartimos con otras comunidades atlánticas), se conjugan, y establecen una atractiva dialéctica con una pequeña muestra de poemas que se va escribiendo en el transcurrir, como diría Wallace Stevens, «de la simple existencia»:

 

PALABRAS QUE SE HACEN DE UNA HORA NOCTURNA,

BAJO OTRA CÚPULA DE SILENCIO ARDENTÍSIMO

 

Dormitaba en el balancín de un sueño,

Asido y desasido

A los mundos de ser y no ser,

En un balcón colgante

Sobre los arrecifes.

Inmóviles, arriba

(y en el fondo del ojo),

precipitadas desde

el umbral del tiempo,

vi dispersas las frías,

mudas brasas de la cohetería

de estrellas que embrujó

a Palinuro.

La luz de un mercurial

Rayo de luna, como

La aguja de un gramófono,

Recorría los negros

Círculos de la placa

Del mar,

Que contuvo hacia adentro

La voz de bajo

Del solemne oleaje.

Entonces yo también

Era joven y un dios

Bien pudo sobre mí

Reclinarse con fingida torpeza,

Oh bogadores,

Y adentrarme en la foz

De un incierto lindero,

Sin que conozca ahora

A qué lado se ha hecho mi destino.

 

He aquí al Palinuro moderno que también dormita o está en duermevela, acunado por el ritmo de un balancín y, a la vez, debatiéndose entre El ser y la nada de Jean-Paul Sartre, a la vez que en el interior de esa enorme pregunta que Shakespeare plantea por boca de Hamlet cuando este encuentra el cráneo de Yorick, su viejo bufón. La voz que aquí deja oír su queja ontológica habla suspendida y asomándose a un precipicio, tratando de fijar un vértigo, como nos dijo Rimbaud. El poeta también ha sido hechizado por el brillo nocturno de la bóveda celeste y, como Mallarmé, se ha pasado la vida leyendo en ella unos signos indóciles y que semejan un negativo fotográfico, o una partitura a la que se le cree arrancar un lenguaje y un sentido cuando es llevada al papel. Esa imagen del mar como un disco que entrega su misteriosa música en su mecánica infatigable, ya fue señalada por el poeta en Septenario (1984), su viejo diario parisino, donde anota: «Lo que escribí hace ya mucho tiempo: «El mar, como un disco trabado en el viejo gramófono…»». De cualquier forma, la metáfora del Padorno parece un desarrollo de una proposición de Wittgenstein en su Tractatus, concretamente la 4.014, donde el filósofo escribe:

 

El disco gramofónico, el pensamiento musical, la notación musical, las ondas sonoras, están todos entre sí en esa relación interna figurativa que se da entre lenguaje y mundo.5

 

El tono elegíaco y la verdad finita de la condición humana y su vulnerable realidad corporal que, en un momento, se hizo presente y tenaz en esta poesía tiene, como no podía ser de otra forma, lugar en este libro; aunque juzgo que solo se deja notar a partir de la III parte del conjunto, la llamada «Entre risas de felices amigos». Viene muy a cuento, para el comentario de uno de los más bellos poemas de esta III sección («Del instante de un día entre días»), unas palabras recogidas en el prefacio a la edición en 1800 de las Baladas líricas, con otros pocos poemas, cuya primera edición se publicó de forma anónima aunque sus autores eran Samuel Taylor Coleridge y William Wordsworth. En aquel prefacio, Wordsworth señala en unas pocas líneas algunas de las bases del romanticismo inglés:

 

El lenguaje de la poesía no difiere en lo esencial de la buena prosa […] Debemos distinguir en la creación poética entre fantasía, que ornamenta la superficie de las cosas, e imaginación, que les da un sentido más profundo […] Es necesario volver nuestros ojos a la naturaleza […] El poeta es un hombre que habla a los hombres: un hombre, es cierto, dotado de una sensibilidad más viva, de más entusiasmo y ternura, que tiene un conocimiento mayor de la naturaleza humana y un alma más comprensiva […]La poesía es el desbordamiento espontáneo de sentimientos poderosos; tiene su origen en la emoción recordada en tranquilidad6.

 

Más de dos siglos después, también para el autor que hoy nos ocupa la poesía es el producto de una cuidada, morosa, lenta decantación, como lo era para el fascinante y frágil Sebastian Venable, el personaje ausente y del que todos hablan en una de mis películas favoritas: De repente, el último verano (1959), y que solo escribía un poema por año, invariablemente en verano. Los nueve meses restantes, como nos dice en dicha película la señora Venable (Katharine Hepburn), constituían una preparación, la que reclamaba la gestación del texto, su laboriosa masticación o rumiación. Llama poderosamente mi atención que Sebastian, también como el Palinuro virgiliano, es asesinado por un grupo de extraños que se congrega a su alrededor y en tierra desconocida (Cabeza de Lobo), a la que ha llegado casi de manera azarosa y por los embates de deseo y destino. Sabemos que en ciertos casos, estos meses de articulación poética duran años, ¿no dijo acaso alguien que un poema se gesta como se gesta un niño? Ejemplo de ello y de la perdurable enseñanza del poeta inglés en el canario es el texto que copio a continuación:

 

DEL INSTANTE DE UN DÍA ENTRE DÍAS

 

Bajaba adolescente la escalera

Que en la remota casa familiar

Conducía de la azotea al patio;

Y, de la orilla próxima,

Con el perfume áspero de algas

Y salitre, llegó el rumor

De cuerpos indolentes

Lamidos por un sol

De hacia mitad de agosto,

Voces que reúne en un punto

El destino antes acaso

De aventarlas para siempre hacia el frío:

 

Laxo el mundo en la mente,

 

Aquellas palabras para los días

Futuros fue ordenando

En una frase hoy al fin entregada

Entre sueño y vigilia:

 

«Será tu patria este poema».


Notas

1 Eugenio Padorno, Cuaderno de apuntes y esbozos poéticos del destemplado Palinuro Atlántico, Fundación César Manrique, Colección Péñola Blanca, (Taro de Tahíche) Lanzarote-Madrid, 2005.

2 Eugenio Padorno, Palabras en el istmo, Colección La ruta de la memoria, Ediciones Idea, Las Palmas de Gran Canaria, 2009.

3 Eugenio Padorno, Septenario, Colección Mafasca para bibliófilos, Las Palmas de Gran Canaria, 1984.

4 Eugenio Padorno, Palabras en el istmo, Colección La ruta de la memoria, Ediciones Idea, Las Palmas de Gran Canaria, 2009.

5 Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, Versión e introducción de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera, Ensayo, El libro universitario, Alianza Editorial, Madrid, 2001.

 

6 William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, Lyrical ballads, with a few other poems, Londres, 1800.

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