La condescendencia como gloria: una lectura de la postvanguardia para Carilda Oliver Labra

José Ángel De León González

Department of Romance Languages and Literatures

Harvard University

 

Carilda Oliver Labra, poeta cubana originaria de Matanzas cumplió el pasado 2012 noventa años, setenta de los cuales ha dedicado a escribir poesía; este segundo dato nos interesa a un puro nivel empírico: con catorce poemarios publicados, Oliver Labra es carne de antólogos, y por antologías es que se conoce fundamentalmente fuera de Cuba1. Su primer libro reconocido2, aquel por el que empiezan sin excepción todas las antologías, es del año 1949 y se titula Al Sur de mi garganta, ganador del Premio Nacional de Poesía durante el gobierno de Carlos Prío Socarrás, a dos años del golpe de Batista. Es innegable la relación general que este poemario establece con el resto de su obra hasta su último libro –del que tengo constancia pero no evidencias– A la una de la tarde de 2004; es por esa relación y no por el libro en sí por lo que podemos considerar desde ese momento a Carilda Oliver Labra y su poesía como una propuesta de la postvanguardia latinoamericana.

Famosa en Cuba principalmente por su deslumbrante soneto del 58 «Me desordeno, amor, me desordeno» (Memoria de la fiebre)3, una lectura detenida del resto de su obra suele dejar cierto regusto a decepción por la sorprendente y sostenida tendencia hacia la cursilería de motivos (romanticismo, spleen, leve religiosidad, leve crítica social, recuerdos cargados de melancolía, escenas familiares, feminidad entre sumisa y dudosamente rebelde…) y temas tradicionales (erotismo, amor y desamor, introspección, sororidad, algunos textos de poética y –en puntuales ocasiones– nacionalismo). La excepción, algunos poemas que considero extraordinarios; pero la verdadera imagen de su obra es precisamente ese tono de intimismo romanticón con toques de erotismo por momentos escandalizado de sí mismo, que aumenta su presencia sorprendentemente a partir de los años ochenta en adelante; una extrañeza que constituye el objeto de mi trabajo. Busco un esclarecimiento serio a esta sistemática voluntad de clasicismo, una explicación que apele a la posibilidad de una lógica particular dentro del sistema literario y no una que se justifique en la individualidad del autor y su voluntad de elegir un supuesto anacronismo estético, una cursilería «femenina», un gusto por los motivos propios de un neorromanticismo de ambiente aristocrático, de dama cubana, etcétera.

Son muchos los elementos que, dentro y fuera de su obra, nos hacen sospechar de una voluntad consciente dirigida hacia esta visión de una «poeta poetisa». En primer lugar, están los rasgos formales, estilísticos. Sus símbolos constantes, la identificación de la voz poética con la novia o la esposa o la hija, la sororidad del deseo, la insistencia magistral en el soneto y la décima, el autocompadeciente tono elegíaco, etcétera, son los elementos que configuran el «señorío» de su poesía. En segundo lugar, está la crítica que, primero, insistió en una exageración de la vertiente erótica de su poesía, como indica Alfredo Zaldívar en El don perpetuo4 y corroboran apreciaciones tan despistadas como las de Pablo Neruda o Mario Benedetti.5 Luego y hasta ahora, fuera de algunos trabajos serios y varias llamadas de atención para promoverlos (incluso por parte de la propia autora), me parece observar un casi despreciable y muy menesteroso intento de la crítica (generalmente masculina) a resaltar a la poeta a partir de una relación personal con ella o con su obra. Incluso trabajos agudos en algún caso, como la edición de Jenaro Talens Noche para dejarla en testamento (que fue una especie de anticipo para Discurso de Eva), insisten en hablar desde un yo crítico que opaca la presencia de Oliver Labra, llamándola siempre Carilda6, desechando la preferencia por los textos de erotismo evidente pero remitiendo una y otra vez a datos biográficos, a su consagración como sex symbol cubano, a los mitos que levanta su casa de Matanzas en la calle calzada de Tirry número 81, etcétera7. Lo curiosos es que Carilda se siente cómoda dentro de este ambiente con tufo a condescendencia; cómoda con la etiqueta de poetisa, con los constantes homenajes y círculos de lectores de su obra que se repiten anualmente como muestra de afirmación de los artistas de la provincia, y que se convierten en fiestas dedicadas a una suerte de matriarca. Citemos una muestra de esta comodidad extraliteraria: Carilda Oliver es una poeta generosa y comprensiva, al punto de que en 1984 y una decena de años después, en el momento de ser homenajeada por el aniversario de su nacimiento, fue incapaz de mostrar descontento ante una confusión elemental (y, en 1994, reincidente), ya que su llegada a la luz de Matanzas se produjo el 6 de julio de 1922 y no en 1924 (como la antología española de Visor insiste en anotar). Probablemente, algo de ese recato en el develamiento de la edad propio de las mujeres finas contribuyó a los malentendidos.

Si intentamos alinear a Oliver Labra dentro de las corrientes de la postvanguardia, no nos quedaría más remedio que situarla en la «vuelta al orden» del clasicismo tras las vanguardias, tal vez la más esperable, seguro la más aburrida para muchos y, en ocasiones, la más indignante, pues en la mayoría de los casos el respeto a la rima y a los metros germinaba bajo el auspicio de regímenes represores y conservadores. Lo cierto es que la aparición de Al Sur de mi garganta durante el gobierno corrupto de Carlos Pío Socarrás –también la publicación de Memoria de la fiebre, un año antes del triunfo revolucionario– sirvió, a la vez que como un poco de aire fresco para una poesía un tanto embotada fuera de las márgenes de la revista Orígenes (como bien analiza Arturo Arango), también como carnada para la crítica más reaccionaria, que podía ver en sus poemas la expresión individualizada y firme, pero controlada y sin excesos morales o experimentales, de una mujer poetisa (insisto en la palabra); las reseñas de época recogidas en El don perpetuo dan parte de esta situación. Por otra parte, fuera de este camino de la postvanguardia no quedarían más espacios donde encajar a Labra, ya que son mínimas las ocasiones en que incurre en la práctica de alguna de las cuatro características que Pedro Lastra observaba en la poesía posterior a Parra y Paz: desdoblamiento del yo, narratividad, intertextualidad y metapoesía. 

Ahora bien, su obra tras el triunfo revolucionario y hasta hoy, como dije, no ha mudado demasiado sus fundamentos de poética, trabajando la autora en una visión personal, una obra total y en marcha que, además, participa de la práctica del inventor del término: la modificación y recolocación de los textos a lo largo del tiempo, los poemarios y las antologías; por ello, no podemos decir que su clasicismo se deba a la arribista operación de consagración con el poder reaccionario. Es más: Carilda Oliver sorprende en 1958 con un poema titulado «Canto a Fidel», que envió directamente a la Sierra Maestra, no muy alejado de su estilo pero claramente patriótico y esperanzado, en el estilo del «Canto a Martí» que había escrito para un concurso de 1953. Con él comienza una línea comprometida con la revolución y su gobierno. En 1979 y 1998 publicará los poemarios Tú eres mañana y Los huesos alumbrados, escritos antes del primero de enero del 59 y coincidentes en un compromiso indignado.

 

Por último, encuentro una seña más de esta comodidad casi inexplicable. Dije al comienzo que debíamos retener el dato de su origen provinciano, matancero; dije también que, aparte de la condición de «poetisa de Cuba» y su fama americana y española, Carilda ostentaba el grado máximo de escritora de su provincia natal, con homenajes en su cumpleaños, tertulias sobre su obra, sus publicaciones siempre en la editorial provincial, etc. Observo, tras esta doble condición de su fama y proyección, una muestra más de ese movimiento introspectivo bajo la forma de un localismo exacerbado, que tendrá su culmen con la publicación, en 1987, del libro Cazada de Tirry 81, titulado tras su particular dirección postal. El universo se le reduce desde el comienzo de su obra al ámbito de su presencia y de su casa, habitada por la familia, el amor o el desamor y la soledad. Arturo Arango, en 1979, encontraba la misma contradicción a la que estoy refiriéndome interpretándola atinadamente desde el estructuralismo dinámico; aseguraba que con algunos de los poemas de Al Sur de mi garganta Carilda entra en «contradicción con su universo pequeño burgués de la provincia» (37), constituyendo ello «el exacto reflejo de una clase en crisis: es la mujer formada en un ambiente pequeño burgués, a quien no le faltan los recursos para la supervivencia, pero que ya ha entrado en contradicción cuando comienza a ver más allá de sí misma, de su circunstancia individual.» (38) Si se sigue esta tesis, uno llega a la oportuna conclusión de que con la Revolución el descontento con la situación social queda anulado y la reclusión en Calzada de Tirry 81 es una mera asunción de las esencias de la poética inicial; pero no es menos cierto que si la condición contradictoria de pequeñoburguesa humanista frente a una sociedad de injusticias debe suponerse el motor de su mejor poesía, carecemos entonces de una visión más ancha desde donde plantear el descontento o el estado de ánimo que alienta la producción poética posterior a 1959. Finalmente, Arango acababa sentenciando que «[l]a profundidad con que Carilda se lanza al fondo de sus contradicciones le aseguran la perdurabilidad, por encima de las limitaciones estéticas e ideológicas que se han ido apuntando» (41-42), cayendo en la misma trampa de la sinceridad autoral e interiorismo biografista de la peor crítica. José Prats Sariol, sin embargo, hacía diez años después una observación mucho más acorde a mi propuesta (y más analítica) observando en la poesía de Oliver Labra «un alejamiento de paradigmas, una provocación, un testimonio de “cosmopolitismo crítico”, acorde con este final de siglo donde la intercomunicación, el boom informático, no solo sincrónicamente hacen extemporánea cualquier clasificación positivista, sino que aun en un mismo texto […] puede exhibir una burla a tradicionalismos creativos, incluyendo los vanguardistas.» (62) Alega características formales y compositivas atinadas, pero incurriendo en ejemplos pésimos y una nomenclatura engorrosa; las engloba la condición común de la filiación a poéticas pasadas (exaltación lírica familiar unida al patriotismo; léxico evocador y sin estridentismos, pero que no rehúye terminología, por ejemplo, científica; construcción de imágenes simbolistas con ocurrencias visionarias; motivos «cursis», interlocución apostrófica… [62-63]) Sariol acaba destacando la evidente sensación de anacronismo de la poeta matancera entre el posmodernismo (literario; o la prevanguardia) y su momento (postvanguardista) que se produce, según él y muchos, por la existencia de una identidad que saltaría «sobre la obsesión de odres novedosos –quimeras volantes– para encontrar algo más simple y fuerte: palabras como ternura y melancolía, como patria y honradez.» (63) Sobrando el giro didáctico final y el recurso a la sinceridad poética, la situación de desligamiento respecto al quehacer del momento sorprende, pero en la misma medida en que sorprendía el aislamiento que mantenía Dulce María Loynaz respecto de la vanguardia en los años veinte, por ejemplo.

Creo que es fundamental y responsable, antes de cualquier clasificación final de Carilda Oliver dentro de cualquier corriente de la poesía postvanguardista, que se la filie con la existencia de una corriente o de un grupo intergeneracional de poetas mujeres cubanas coincidentes en el tono intimista, a la cabeza de las cuales estaría la sensacional Dulce María Loynaz. Loynaz fue, como Oliver Labra, una rareza en su época: en medio de los vanguardistas años veinte, mantuvo una llama personal del romanticismo y el modernismo. Pedro Simón, en el prólogo a sus Poemas escogidos (1993) y entre la loa y la crónica de sociedad, entronca a Dulce María Loynaz dentro de un personal quehacer del «intimismo posmodernista» (7) y define con tres rasgos biográficos –sin proponérselo directamente– los motivos esenciales de su obra: «ambiente familiar», «alta categoría social» y «raigambre patriótica» (7), que casan obviamente con los de Carilda Oliver. Por su parte, Orlando García Lorenzo hablaba para Oliver Labra de «la mejor tradición de la “poesía feminista” [sic] de nuestra lengua» (44), y en una conjunción del tópico y el biografismo, nos cuenta que «su vida personal recuerda a la de Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Delmira Agustini o Juana de Ibarbourou» (44-45), sin darse cuenta de las significativas coincidencias y relaciones hasta personales que Carilda sostiene con Dulce María Loynaz o Fina García Marruz. Fue el susodicho Sariol el único crítico que atina a establecer nexos entre Carilda Oliver y otras poetas en función de «la parábola fácilmente catalogable de “intimista”» (64): Mirta Aguirre, Cleva Solís, Rafaela Chacón Nardi, Georgina Herrera, Dulce María Loynaz y Fina García Marruz. Observar una pequeña tradición de mujeres poetas, que comparten el tono y algunos motivos, cambia –para mí– el encuadre de la poesía de Oliver dentro de la postvanguardia cubana. Es una propuesta desde la intimidad, la modestia y el trabajo a pequeña escala dentro de una tradición que yo llamaría de resistencia; también femenina, por saber de dónde viene (una especie de llama posmodernista, que no posmoderna). Carilda sería, tal vez, una posmodernista entre de un montón de posmodernos de la postvanguardia; su feminismo o su poética femenina consistiría en la aceptación consecuente y nada problemática del ser femenino, no en su reivindicación. Una apuesta que puede sonarnos, tal vez, descafeinada, pero que logra sus aciertos legítimos.

 

Después de un fino y metafórico análisis de la historia de las ideas de la modernidad y sus implicaciones reales y sociales, Octavio Paz concluía en Los hijos del limo que «[e]l fin de la modernidad, el ocaso del futuro [se refiere al fin de las utopías], se manifiesta en el arte y la poesía como una aceleración que disuelve tanto la noción de futuro como la de cambio.» (205) En Carilda Oliver solo se aprecia esta sensación en «Una mujer escribe este poema» (Desaparece el polvo, 1984), que resulta uno de los poemas más diferentes de su obra y de los más valiosos; allí, esta sensación de época conflictiva incapaz de asumirse si no es entendiendo que es una ruptura lo que se debe asumir se percibe con las esperables y premeditadas incongruencias del discurso, versos y oraciones entrecortados reflejos de una inestabilidad que se pretende salvar a toda costa con una poética fuertemente conservadora.8 Es a partir de este poema como contrapunto que querría leer la obra de la poeta de Matanzas. Podemos entender mejor (y hacer más enriquecedora la etiqueta) la adscripción de Oliver Labra al paradigma de postvanguardia que vuelve al orden si la comparamos con uno de sus más célebres representantes: Jorge Luis Borges. La cercanía con la poesía de alguien como Borges va más allá de las coincidencias en el clasicismo formal naturalmente aceptado y renovado, la insistencia en los lugares comunes –que serían verdades irrenunciables y no gastadas insignificancias– y el apego a símbolos personales. La poesía de Carilda Oliver también comparte una idea de máscara: Guillermo Sucre centra su análisis de Borges en la conciencia prematura y sistemática de la nulidad y ficción del yo poético. «Borges es, realmente un escritor sin biografía, y que busca no tenerla» (163), afirma extrañamente Sucre, que ante la miríada de intentos del argentino de fraguar una imagen de sí mismo en las cientos de entrevistas que concedió y en las también centenares de intromisiones de su personalidad en su obra quiere ver un vaciado: «solo en el poema puede estar (o no estar) lo auténtico (o lo no auténtico) del poeta.» (ibídem) Labra probablemente cultive, a su manera, lo mismo. Ya muchos han insistido en esta construcción de la poetisa provinciana, erótica, introspectiva, desenfadada; en la asunción, a veces sobreactuada, de esta personalidad lírica9. También, como se dijo, en las nefastas consecuencias que esto tuvo en su recepción por ya suficiente tiempo. Yo creo que habría que leer de nuevo su poesía más como el intento equivalente al de Borges de defender una identidad femenina alejada de la debacle moderna y resguardada, no por miedo sino por convicción, en la calzada de Tirry 81; una reivindicación del margen de la mujer y de la provincia, así como en el campo cultural lo hizo del intimismo, la forma clásica y la creación personal frente al neobarroco y los grupos literarios de la capital. Por eso, «Una mujer escribe este poema» no es un hápax, una anomalía o la concesión a una realidad que desbarata el proyecto de su poética sino la excepción calculada para iluminar la norma: «jugando a no perder en el último tute / una mujer escribe este poema», que no es el que se lee sino todos los demás. En la edad de la posmodernidad inconsistentemente convencida, aún son posibles los romances y las rosas.


Bibliografía

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Beverly, John. «¿Nuestra Rigoberta? Autoridad cultural y poder de gestión del subalterno». Subalternidad y representación. Debates en teoría cultural. Madrid, Frankfurt am Main: Iberoamericana, Vervuert, 2004: 103-126.

Bobes, Marilyn. «Carilda y sus espejos». Prólogo a Antología poética. Madrid: Visor, 1997.

Bueno Méndez, Salvador. «Apuntes sobre la creación literaria de Carilda Oliver Labra». Prólogo a Antología de la poesía heroica y cósmica de Carilda Oliver Labra. México: Frente de Afirmación Hispanista, 2002.

Espinosa, Norge. «Una mujer vibrando en sus poemas» en Zaldívar, Alfredo y Raidel Hernández: 82-85.

García Lorenzo, Orlando. «Cuando la poesía desaparece el polvo» en Zaldívar, Alfredo y Raidel Hernández: 43-53.

Lastra, Pedro. «Notas sobre la poesía hispanoamericana». Inti 18 (1983). 19 junio 2013. http://digitalcommons.providence.edu/inti/vol1/iss18/3/

Paz, Octavio. Los hijos del limo. Del romanticismo a la vanguardia. Barcelona: Seix Barral, 19742 [1.ª ed. 1974].

Prats Sariol, José. «Todas las Carildas» en Zaldívar, Alfredo y Raidel Hernández: 57-64.

Simón, Pedro. «Prólogo» a Dulce María Loynaz. Poemas escogidos. Alcalá de Henares, Madrid: Ediciones de la Universidad, Fondo de Cultura Económica de España, 1993: 7-11.

Sucre, Guillermo. La máscara, la transparencia. Ensayos sobre Poesía Hispanoamerocana. Caracas: Monte Ávila, 1975.

Talens, Jenaro.

VV.AA. «Comentarios críticos» en Zaldívar, Alfredo y Raidel Hernández: 229-234.

Zaldívar, Alfredo y Raidel Hernández. El don perpetuo. Miradas a la obra de Carilda Oliver Labra. Matanzas: Ediciones Matanzas, 2004.

 

Zaldívar, Alfredo. «Sobre el don perpetuo de Carilda Oliver Labra. Una nota necesaria» en Zaldívar, Alfredo y Raidel Hernández: 7-10.


Notas

1 Solo un libro exento ha sido publicado en el Estado español, Se me ha perdido un hombre (1991), en el año 1998 por la Fundación Jorge Guillén, y la mayoría de antologías dejan mucho que desear en tanto que organizan, con escaso rigor filológico, los poemas según criterios temáticos relacionados con una nefasta tradición crítica de corte biografista e impresionista. La antología más fácil de conseguir es la publicada por Visor en 1997, que «fusila», como dicen los cubanos, la antología preparada en 1992 por Editorial Letras Cubanas, aportando tan solo una contraportada que equivoca diletantemente los datos hasta de nacimiento. Se dice allí que la poeta nació en 1924 –error común, como veremos–, cuando en verdad lo hizo en 1922, y se confunde el Premio Nacional de Poesía que obtuvo con su segundo poemario de 1949, que le procuró fama lectora y crítica, con el Premio Nacional de Literatura, dedicado a toda una vida y concedido en 1997. La más útil e interesante es la también publicada en España (y sobre la que, de forma comparativa, trabajé fundamentalmente) Discurso de Eva. Antología general (1949-1991) a cargo de Hiperión, de ese 1997. Ordenadas también por secciones intuitivas, son las antologías mexicana (de editores rayanos en la literatura nazi de que habla Bolaño) Antología de la poesía heroica y cósmica de Carilda Oliver Labra (Frente de Afirmación Hispanista, 2002) y la española Todos los días (Acta lírica) del 2012, editada por la Fundación Jorge Guillén. En cualquier caso, en la web (regados y repetidos, sin rigor pero con criterio) se encuentran muchos de sus textos.

2 El primer poemario de Carilda Oliver se tituló elocuentemente Preludio lírico (Matanzas: Casas y Mercado, 1943) que no ha tenido, que sepamos, reedición.

3 El más famoso soneto de Cuba, repetido –según el testimonio de Jenaro Talens– hasta por un cajero de supermercado de Matanzas y que obligó a los restantes poetas de la isla, como dijo César López, a prescindir por siempre del verbo desordenar (ápud Norge Espinosa 84)

4 «Las visiones críticas de la obra de Carilda pudieran dividirse en cuatro etapas. La primera, el aplauso de la crítica en los años cincuenta, reflejada en esta selección. La segunda, una fuerte tendencia a sobredimensionar el ánimo erótico, que intentó tender un velo sobre los otros muchos temas de su poesía, y que obviamente no es interés de este libro. Una tercera etapa de silencio, donde a pesar del largo eclipse editorial (1962-1978), la oralidad acrecentó su leyenda y su obra siguió siendo presencia obligada y objeto de valoraciones en círculos literarios y tertulias de Cuba y el extranjero. Y una cuarta etapa, ecléctica diríamos, donde se mezclarían al principio las tres etapas anteriores pero que se iría decantando hacia una visión más justa, asentada, acertada y abarcadora de su obra, que trata de evidenciar este volumen.» (Zaldíbar 7-8)

5 Neruda, a la altura de 1963, opinó del más famoso soneto de la poeta que «[n]unca se dijo con esa gracia la pasión carnal. Se ve el agua por encima de la llamarada» (Zaldívar y Hernández 232); la valoración de Benedetti, por muy posterior no es por ello menos excusable: «[s]u obra es importante como acontecimiento lírico y como ejercicio de formidable poesía amorosa» (ibídem).

6 Se establece aquí una relación de autoridad similar a la que denunciaba John Beverly para con Rigoberta Menchú; su condición de subalternidad triplemente marcada (indígena, pobre y mujer) impelía a algunos críticos a tratarla en sus textos a través del nombre propio. No es ningún secreto que de forma parecida se ha actuado muchas veces al hablar de la escritura de mujeres, cuando no es un desagradable artículo determinado el que acompaña al apellido.

7 «Y no existe ninguna escisión entre la mujer, la persona y el sujeto hablante, el forjador de poesía.» (Bueno Méndez IX)

8 Observo que, en el fondo –y para ayudar a encajar a Oliver Labra en el esquema de Octavio Paz–, no hay ninguna novedad en este juego conservador no reaccionario: es una de las posibles actitudes que Michel Löwy y Robert Sayre sintetizan de su lectura extraordinaria del Romanticismo en Révolte et mélancolie: le romantisme à contre-courant de la modernité (Paris: Payot, 1992).

9 «…su poética que juega, precisamente, con la carnavalización de su propia identidad, para después develar mejor a quien se oculta detrás de la máscara». (Bobes 8)

 



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